Rimel.
Desayuno de los párpados.
Lágrimas negras.
Una blusa de falso broderie,
una hebilla que duele,
una cartera al tono.
Zapatos de imitación,
muñequita de estación,
coquetea con los durmientes.
Se le mueren las plantas en el viaje.
Le aplastan las tetas.
Le tocan el culo.
Se resbala el silencio por las arrugas del traje.
Fotocopia de peatonal,
un escote infernal,
cerebro barato.
Duplicado de escritorio,
blanco de mejitorio,
puta bilingüe.
Figurita de colección,
ejemplo de aberración,
excusa misógina.
Palabra subestimada,
la parte censurada,
el libro prohibido.
Con la sangre de los sueños
corta el café.
Un grito.
Una respuesta.
Su voz de cortesana
regresa siniestra
por el pasillo.
Y se oye obediente,
automático,
resentido,
aterrador….
el sí de la niña.
sábado, 6 de diciembre de 2008
jueves, 24 de julio de 2008
Vocación docente | Lección Nº1
Instrucción Cívica: El voto es secreto
Somos como un matrimonio arreglado. Ninguno de los dos eligió al otro, pero estamos condenados a una convivencia forzosa, por lo menos hasta que se sancione la ley de divorcio. Claro que esto recién va a suceder en 1987 y nosotros nos casamos en 1930.
Imagino a esas mujeres jóvenes, condenadas a dormir con un italiano malhumorado o con un gallego tozudo, al que con suerte conocieron a través de alguna borrosa imagen sepia. Las puedo ver desorientadas e inciertas al pie del barco que importó su desgracia a través del océano, recibiendo con resignación a ese señor mayor con el que se van a casar unas horas más tarde.
Me duele el espejo de esas fotos viejas, al reconocerme obedeciendo a un machista reaccionario 50 años después de la revolución sexual.
Con este desagradable ejemplar de bestia fabulera prehistórica no tenemos absolutamente nada en común. Desde los gustos más simples hasta los valores más importantes. No coincidimos en nada.
El problema, en este caso, soy yo. Así como existen los antihéroes que no han nacido para volar, pero que no se resignan y siguen tirándose desde la terraza a ver si lo logran, están las antisecretarias. Yo soy una de ellas: mujeres que desde siempre han odiado el secretariado, la asistencia, que les dicten, que las presionen, que las controlen. Pero, alguna vez, hace varios años, han aceptado sentarse detrás del peligroso escritorio de una Pyme pensando: “es por un tiempito, hasta que me reciba” y se quedaron ahí, enredadas en su neurosis irreversible.
Las antisecretarias tampoco se rinden y van todos los días, puntuales y prolijas, a sus trabajos grises, convencidas de que luchan por una causa justa. Pretenden aleccionar a los jefes opresores, creen que la ideología se contagia, tienen delirios de revolución urbana. La verdad es que se hacen las víctimas y se quejan todo el tiempo de su condición intolerable porque tienen miedo. Sí, les da miedo tener que enfrentar las miradas masculinas de quiénes les toman las entrevistas, más concentrados en sus escotes que en sus currículums. Están cansadas de contestar preguntas como: “¿soltera o casada?” “¿con quién vive?”, “¿piensa tener hijos?”, “¿sus menstruaciones son dolorosas?”. No soportan tener que hacer el triple de esfuerzo que un hombre para lograr el mismo puesto pero ganar 1/3 de sueldo, tratando de demostrar que son tan competentes como ellos. ¿Por qué no les exigen a ellos probar que son tan eficientes como las empleadas mujeres? ¿Por qué no los hacen servir café? ¿Por qué nunca es al revés? Entonces, como han trabajado tanto tiempo para jefes tiranos, como los conocen de pies a cabeza, como los odian con toda su furia, se reciclan jornada tras jornada interpretando su malvado papel.
Así soy yo. Y no pretendo con esto una justificación, sino contextualizar, reflexionar. Dicen que el primer paso para poder curarse es reconocer el problema. ¿Será cierto? Me gustaría poder decir algún día: “Hola, soy Carolina y hace 10 meses, 8 días y 3 horas que no sirvo café”. Y después escuchar los aplausos en ronda de otras secretarias en recuperación.
Entretanto, sigo lavando tacitas, cosiendo botones, sirviendo el café y escuchando barbaridades.
La semana pasada el vicepresidente me jugó una muy mala pasada. Bueno, reconozco que no soy la única que se vio seriamente afectada pero, al amanecer con la noticia de su voto en contra, debo confesar que las perspectivas de pasar el día con mi jefe gritando a cada rato “¡Aguante el Cleto!” me dolieron más que la traición.
Tras dos años de esta unión por conveniencia (a mí me conviene que me pague y a él le conviene mi aptitud y mi experiencia) pude comprobar infinidad de veces que él no piensa. Él copia y pega, como los alumnos mediocres que presentan monografías de 100 páginas haciendo un colage de párrafos robados de Internet y, encima, están convencidos de que investigan. Así hace él pero con La Nación, con El Cronista y con las apariciones televisivas de Lilita. Lo más triste es que, tal como a esos estudiantes a los que les quedan las oraciones incoherentemente vinculadas una tras otra, a él le quedan los enunciados torcidos y llenos de plasticota en los bordes. No hay frase que coincida o se entrelace con la anterior siguiendo lógica alguna.
Su razonamiento es el siguiente: “Mi apellido es Alonso. Ascendencia española. Hijo de la Madre Patria. Familia religiosa y conservadora. Apoyo absoluto al Bando Nacional, aunque sin ensuciarse la ropa. Educado bajo inflexibles valores antiperonistas (de la primera hora). Conclusión: ¡Yo ser gorila!, aunque no saber bien por qué.”
Y por eso, la Bestia Mediocre, reflexiona de la siguiente manera:
Bestia Mediocre: - ¡Qué paisito, qué paisito! ¿Qué me contás, eh? Yo no sé a dónde vamos a ir a parar. Esto no es joda, la cosa está muy mal. Porque estos tipos están locos, no saben lo que hacen. ¡Por favor! Ponerse al campo en contra, ¿quiénes se creen que son? Estos no saben con quién se meten. Lo que pasa es que ella no hace nada. A ella la levantan a las 11 de la mañana, la peinan, la visten, la empastillan y la mandan a inaugurar algo. Pero ella no hace nada. Esto no lo estoy inventando yo, me lo dijo alguien que está metido ahí adentro. Yo veo todos los días cuando llega el helicóptero a Casa de Gobierno. ¿Sabés las ganas que tengo de apuntarle y tirarlo abajo? ¡Listo! Solucionaría todos los problemas del país… ¿Y qué querés? Si es mujer. A la señora lo único que le interesa es que le combinen los zapatos. ¿Sabés que tiene una colección de zapatos, no? ¿Te conté?
No, por favor. ¡Otra vez con eso de los 200 zapatos, no!
Así son sus conversaciones. Escucharlo opinar da vergüenza ajena. Pero, lo peor, es cuando no tiene con quién hablar. Cuando ningún amigote está disponible para ir a almorzar. Entonces me llama y me dice: “Vení, hijita, sentate”. Así pasó, por ejemplo, una tarde de octubre del año pasado…
Bestia Mediocre: - ¿Y vos a quién vas a votar? – Me preguntó con la ansiedad de un nene en la mañana de Reyes, pero filtrando un brillo provocador y camorrero por los ojos.
Yo: - Mire, yo ya le dije que prefiero no hablar con usted de estas cosas. Me parece que no corresponde que me pregunte. – Contesté categórica, aún sabiendo que por más tajante que fuera mi respuesta no lo intimidaría en lo más mínimo y seguiría insistiendo insoportablemente, como hacía siempre.
Lo que pasa es que el problema de las antisecretarias es ideológico. Cuando uno piensa de cierta manera no hace falta que lo ande diciendo todo el día, se nota al caminar, al servir el café, en la actitud. Y esto no es algo impostado, no hay que hacer ningún esfuerzo. Cada persona en sus gestos para con los otros, en sus comentarios al conversar, en sus suspiros al enterarse de alguna noticia, en sus sonrisas al enterarse alguna otra, en su manera de discutir aún sobre los temas más frívolos, destila su forma de vivir, de pensar, sus valores.
El perfil de las secretarias de las empresas de capital extranjero suele ser el de una chica bien que estudia en la de San Andrés. Y que se entienda, estoy hablando del perfil. Quizás estudian Psicología Social en Aldo Bonzi, pero el perfil es UCA. Es decir, familia tradicional y adinerada. Sus padres, médicos o abogados, se jactan de haberlas educado en el libre pensamiento, dejándoles siempre bien claro que para tener la extensión de la gold hay que pensar como ellos. Sus madres creen que hay temas de hombres en los que las mujeres no deben meterse, que hay que hacer la vista gorda si tu marido tiene un desliz y que Evita era una puta. Sus abuelas van a misa a Nuestra Señora del Socorro envueltas en sus tapados de piel y purgan los scones de sus meriendas con pequeñas obras de caridad. Las siluetas de estas chicas serviciales y automáticas es así, aún las de aquellas que han dormido su infancia en la cama marinera de una piecita en el corazón de la Paternal. Pero ellas son las peores, las más estereotipadas, porque estudian los movimientos y se esfuerzan por lograr el tono, el sí permanente, el “a mí la política no me interesa”, de las auténticas.
Pero a este pobre infeliz justo le viene a tocar una a la que no la seducen ni los faroles turquesas ni los bolsillos verdes de Macri. Una a la que no se va a encontrar ninguna tarde de sábado en un partido de polo como le pasa con Teresita, la secretaria de su socio. Una que jamás le va a decir “ayer cené con papá en la Recova de Posadas”.
Por eso, el lunes 29 de octubre del año pasado, insistió con su propia boca de urna.
Bestia Mediocre: - ¿Y? ¿No me vas a decir a quién votaste?
Yo: - No, ya le dije que no. Le agradecería que no me siga preguntando.
BM: - ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
Y: - No tiene nada de malo, pero no quiero discutir con usted de política. Tenemos formas de pensar muy distintas y, ya que trabajamos bajo el mismo techo durante tantas horas, prefiero evitar este tipo de discusiones para resguardar el ámbito laboral. - Ni yo me creía que hubiera algo que resguardar, pero bueno…
BM: - Ya sé…vos no lo querés decir porque votaste a Cristina. ¿Votaste a Cristina?
Y: - No.
BM: - ¿A Lavagna?
Y: - No.
BM: - ¿A Saá? No, vos no votaste a Saá.
Y: - …
BM: - ¿A López Murphy? Naaaa.....
Y: - … - Lo miraba furiosa jugar a las adivinanzas, conteniendo mi respuesta.
BM: ¿A quién votaste? No puede ser, ya no falta casi nadie. Tiene que ser uno de esos.
Harta, fastidiosa y con una impaciencia urgente por cruzarme de vereda antes de que corte el semáforo, le dije:
Y: - Voté a Pino Solanas.
Me miró desconcertado y perplejo. Creo que no le debe haber resultado políticamente correcto que la secretaria de una petrolera canadiense haya confesado haber votado a un candidato que reclamaba en sus afiches la nacionalización del petróleo.
Somos como un matrimonio arreglado. Ninguno de los dos eligió al otro, pero estamos condenados a una convivencia forzosa, por lo menos hasta que se sancione la ley de divorcio. Claro que esto recién va a suceder en 1987 y nosotros nos casamos en 1930.
Imagino a esas mujeres jóvenes, condenadas a dormir con un italiano malhumorado o con un gallego tozudo, al que con suerte conocieron a través de alguna borrosa imagen sepia. Las puedo ver desorientadas e inciertas al pie del barco que importó su desgracia a través del océano, recibiendo con resignación a ese señor mayor con el que se van a casar unas horas más tarde.
Me duele el espejo de esas fotos viejas, al reconocerme obedeciendo a un machista reaccionario 50 años después de la revolución sexual.
Con este desagradable ejemplar de bestia fabulera prehistórica no tenemos absolutamente nada en común. Desde los gustos más simples hasta los valores más importantes. No coincidimos en nada.
El problema, en este caso, soy yo. Así como existen los antihéroes que no han nacido para volar, pero que no se resignan y siguen tirándose desde la terraza a ver si lo logran, están las antisecretarias. Yo soy una de ellas: mujeres que desde siempre han odiado el secretariado, la asistencia, que les dicten, que las presionen, que las controlen. Pero, alguna vez, hace varios años, han aceptado sentarse detrás del peligroso escritorio de una Pyme pensando: “es por un tiempito, hasta que me reciba” y se quedaron ahí, enredadas en su neurosis irreversible.
Las antisecretarias tampoco se rinden y van todos los días, puntuales y prolijas, a sus trabajos grises, convencidas de que luchan por una causa justa. Pretenden aleccionar a los jefes opresores, creen que la ideología se contagia, tienen delirios de revolución urbana. La verdad es que se hacen las víctimas y se quejan todo el tiempo de su condición intolerable porque tienen miedo. Sí, les da miedo tener que enfrentar las miradas masculinas de quiénes les toman las entrevistas, más concentrados en sus escotes que en sus currículums. Están cansadas de contestar preguntas como: “¿soltera o casada?” “¿con quién vive?”, “¿piensa tener hijos?”, “¿sus menstruaciones son dolorosas?”. No soportan tener que hacer el triple de esfuerzo que un hombre para lograr el mismo puesto pero ganar 1/3 de sueldo, tratando de demostrar que son tan competentes como ellos. ¿Por qué no les exigen a ellos probar que son tan eficientes como las empleadas mujeres? ¿Por qué no los hacen servir café? ¿Por qué nunca es al revés? Entonces, como han trabajado tanto tiempo para jefes tiranos, como los conocen de pies a cabeza, como los odian con toda su furia, se reciclan jornada tras jornada interpretando su malvado papel.
Así soy yo. Y no pretendo con esto una justificación, sino contextualizar, reflexionar. Dicen que el primer paso para poder curarse es reconocer el problema. ¿Será cierto? Me gustaría poder decir algún día: “Hola, soy Carolina y hace 10 meses, 8 días y 3 horas que no sirvo café”. Y después escuchar los aplausos en ronda de otras secretarias en recuperación.
Entretanto, sigo lavando tacitas, cosiendo botones, sirviendo el café y escuchando barbaridades.
La semana pasada el vicepresidente me jugó una muy mala pasada. Bueno, reconozco que no soy la única que se vio seriamente afectada pero, al amanecer con la noticia de su voto en contra, debo confesar que las perspectivas de pasar el día con mi jefe gritando a cada rato “¡Aguante el Cleto!” me dolieron más que la traición.
Tras dos años de esta unión por conveniencia (a mí me conviene que me pague y a él le conviene mi aptitud y mi experiencia) pude comprobar infinidad de veces que él no piensa. Él copia y pega, como los alumnos mediocres que presentan monografías de 100 páginas haciendo un colage de párrafos robados de Internet y, encima, están convencidos de que investigan. Así hace él pero con La Nación, con El Cronista y con las apariciones televisivas de Lilita. Lo más triste es que, tal como a esos estudiantes a los que les quedan las oraciones incoherentemente vinculadas una tras otra, a él le quedan los enunciados torcidos y llenos de plasticota en los bordes. No hay frase que coincida o se entrelace con la anterior siguiendo lógica alguna.
Su razonamiento es el siguiente: “Mi apellido es Alonso. Ascendencia española. Hijo de la Madre Patria. Familia religiosa y conservadora. Apoyo absoluto al Bando Nacional, aunque sin ensuciarse la ropa. Educado bajo inflexibles valores antiperonistas (de la primera hora). Conclusión: ¡Yo ser gorila!, aunque no saber bien por qué.”
Y por eso, la Bestia Mediocre, reflexiona de la siguiente manera:
Bestia Mediocre: - ¡Qué paisito, qué paisito! ¿Qué me contás, eh? Yo no sé a dónde vamos a ir a parar. Esto no es joda, la cosa está muy mal. Porque estos tipos están locos, no saben lo que hacen. ¡Por favor! Ponerse al campo en contra, ¿quiénes se creen que son? Estos no saben con quién se meten. Lo que pasa es que ella no hace nada. A ella la levantan a las 11 de la mañana, la peinan, la visten, la empastillan y la mandan a inaugurar algo. Pero ella no hace nada. Esto no lo estoy inventando yo, me lo dijo alguien que está metido ahí adentro. Yo veo todos los días cuando llega el helicóptero a Casa de Gobierno. ¿Sabés las ganas que tengo de apuntarle y tirarlo abajo? ¡Listo! Solucionaría todos los problemas del país… ¿Y qué querés? Si es mujer. A la señora lo único que le interesa es que le combinen los zapatos. ¿Sabés que tiene una colección de zapatos, no? ¿Te conté?
No, por favor. ¡Otra vez con eso de los 200 zapatos, no!
Así son sus conversaciones. Escucharlo opinar da vergüenza ajena. Pero, lo peor, es cuando no tiene con quién hablar. Cuando ningún amigote está disponible para ir a almorzar. Entonces me llama y me dice: “Vení, hijita, sentate”. Así pasó, por ejemplo, una tarde de octubre del año pasado…
Bestia Mediocre: - ¿Y vos a quién vas a votar? – Me preguntó con la ansiedad de un nene en la mañana de Reyes, pero filtrando un brillo provocador y camorrero por los ojos.
Yo: - Mire, yo ya le dije que prefiero no hablar con usted de estas cosas. Me parece que no corresponde que me pregunte. – Contesté categórica, aún sabiendo que por más tajante que fuera mi respuesta no lo intimidaría en lo más mínimo y seguiría insistiendo insoportablemente, como hacía siempre.
Lo que pasa es que el problema de las antisecretarias es ideológico. Cuando uno piensa de cierta manera no hace falta que lo ande diciendo todo el día, se nota al caminar, al servir el café, en la actitud. Y esto no es algo impostado, no hay que hacer ningún esfuerzo. Cada persona en sus gestos para con los otros, en sus comentarios al conversar, en sus suspiros al enterarse de alguna noticia, en sus sonrisas al enterarse alguna otra, en su manera de discutir aún sobre los temas más frívolos, destila su forma de vivir, de pensar, sus valores.
El perfil de las secretarias de las empresas de capital extranjero suele ser el de una chica bien que estudia en la de San Andrés. Y que se entienda, estoy hablando del perfil. Quizás estudian Psicología Social en Aldo Bonzi, pero el perfil es UCA. Es decir, familia tradicional y adinerada. Sus padres, médicos o abogados, se jactan de haberlas educado en el libre pensamiento, dejándoles siempre bien claro que para tener la extensión de la gold hay que pensar como ellos. Sus madres creen que hay temas de hombres en los que las mujeres no deben meterse, que hay que hacer la vista gorda si tu marido tiene un desliz y que Evita era una puta. Sus abuelas van a misa a Nuestra Señora del Socorro envueltas en sus tapados de piel y purgan los scones de sus meriendas con pequeñas obras de caridad. Las siluetas de estas chicas serviciales y automáticas es así, aún las de aquellas que han dormido su infancia en la cama marinera de una piecita en el corazón de la Paternal. Pero ellas son las peores, las más estereotipadas, porque estudian los movimientos y se esfuerzan por lograr el tono, el sí permanente, el “a mí la política no me interesa”, de las auténticas.
Pero a este pobre infeliz justo le viene a tocar una a la que no la seducen ni los faroles turquesas ni los bolsillos verdes de Macri. Una a la que no se va a encontrar ninguna tarde de sábado en un partido de polo como le pasa con Teresita, la secretaria de su socio. Una que jamás le va a decir “ayer cené con papá en la Recova de Posadas”.
Por eso, el lunes 29 de octubre del año pasado, insistió con su propia boca de urna.
Bestia Mediocre: - ¿Y? ¿No me vas a decir a quién votaste?
Yo: - No, ya le dije que no. Le agradecería que no me siga preguntando.
BM: - ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
Y: - No tiene nada de malo, pero no quiero discutir con usted de política. Tenemos formas de pensar muy distintas y, ya que trabajamos bajo el mismo techo durante tantas horas, prefiero evitar este tipo de discusiones para resguardar el ámbito laboral. - Ni yo me creía que hubiera algo que resguardar, pero bueno…
BM: - Ya sé…vos no lo querés decir porque votaste a Cristina. ¿Votaste a Cristina?
Y: - No.
BM: - ¿A Lavagna?
Y: - No.
BM: - ¿A Saá? No, vos no votaste a Saá.
Y: - …
BM: - ¿A López Murphy? Naaaa.....
Y: - … - Lo miraba furiosa jugar a las adivinanzas, conteniendo mi respuesta.
BM: ¿A quién votaste? No puede ser, ya no falta casi nadie. Tiene que ser uno de esos.
Harta, fastidiosa y con una impaciencia urgente por cruzarme de vereda antes de que corte el semáforo, le dije:
Y: - Voté a Pino Solanas.
Me miró desconcertado y perplejo. Creo que no le debe haber resultado políticamente correcto que la secretaria de una petrolera canadiense haya confesado haber votado a un candidato que reclamaba en sus afiches la nacionalización del petróleo.
lunes, 14 de julio de 2008
Lluvia ácida
Llegó, arrasando con todo el aire que se atravesaba entre la puerta de entrada y su oficina, dejando un surco en la alfombra que anunciaba un día complicado. Se paró frente a su escritorio, gruñó mi nombre y sin mirarme, mientras se desabrigaba, me dijo:
- Oime…eh…preparame…eh…
- ¿Café? – Pregunté. Anticipándome al imperativo que se avecinaba. Porque ya saben que mi causa, prácticamente, se basa en la abolición de ese tiempo verbal.
- No, no. Café no. No me siento nada bien, no tendría que haber venido. – Eso seguro. – No ando bien del estómago y creo que el problema es el café. No me doy cuenta pero tomo mucho café y me va a dar una úlcera. – ¡Yupi!, grité mentalmente.
- Ah, bueno. – Dije con desilusión, tras ver frustrada mi oportunidad de alimentar esa llaga estomacal con mi ácido café venenoso, y volví a mi escritorio.
Sin exagerar, sin mentir, sin artimañas andaluzas de por medio que condimenten el relato, no llegaron a pasar 10 minutos para que me grite desde su trono de cuero:
- ¡¡Carolina, un cortado!!
Me di vuelta, con el ímpetu y la cámara lenta de las viejas propagandas de Wellapon, como si mis pelos trataran de acomodarse a mi desconcierto. Está rozando el límite de la incoherencia, la burla, la opresión. ¡No lo soporto más!
Al rato sentí como me aplastaba el mediodía, con su pesado augurio de un almuerzo imposible, con el oscuro presagio de que se iba a quedar en la oficina hasta cualquier hora. Veía el futuro de una tarde eterna y me quería matar. Todo el día encerrada con esa alimaña. Sin poder poner la radio y sin escuchar música de ningún tipo, porque le molesta cualquier sonido que no sea su propio rebuzno. Sin poder comer, ya que el olor de cualquier clase de alimento, así sea el vinagre de la ensalada, lo pone de malhumor, empieza a abrir las ventanas, aunque esté helando, y a atragantarme con sus protestas hasta la indigestión.
A la 13.55 yo seguía de aquí para allá, me faltaban los rollers. El insensible me tenía como bola sin manija construyendo ladrillo a ladrillo, con cada llamado que me pedía, el simulacro de que en esta oficina hay algo importante para hacer. Y la verdad es que no hay nada para hacer más que llamar frenéticamente, hasta el cansancio, a gerentes, presidentes, CEOs, gobernadores, diputados y secretarios que jamás lo atienden. ¿Para qué, entonces, insistir durante la hora del almuerzo, si el NO ya está reconfirmado desde las 9 de la mañana? ¿Masoquismo? No, no tiene ese perfil. Supongo que se debe a que, a esta altura, él mismo compró su personaje. Sospecho que ya no actúa, se lo cree y para reafirmarse y legitimizarse necesita dar vueltas por toda la oficina con cara de preocupado y hablar en voz bien alta repitiéndole a un interlocutor imaginario que el problema es el país, que la gente ya no quiere hacer negocios y que por eso no lo escuchan, porque están desilusionados, incrédulos, cautos.
No, imbécil, animalito del demonio. Vos, yo, las secretarias que me niegan a sus jefes sin el menor disimulo y esos empresarios que no te atienden aunque te presentes bajo identidad falsa, todos nosotros sabemos que la situación del país no tiene nada que ver con esto. Sabés de sobra que los negocios que vos no podés concretar porque los contactos y los amigotes que decís tener no son más que apellidos ordenados alfabéticamente en una base de datos, tus colegas de las oficinas de arriba los firman todos los días con mayor frecuencia y naturalidad que los comprobantes de la tarjeta de crédito. Así que no hace falta que trates de enmascarar esta triste rutina que te tiene más preso que a mí entre estas paredes y más gris que a cualquier cajero de banco. Porque ni siquiera hay un atisbo de inquietud en tu persona, un asomo de dignidad que trascienda tu histeria de rata enjaulada tratando de alcanzar el queso.
No, no puedo respetarte. Porque sos un empresario faldero (con mayúsculas, con vocación), que va con media lengua afuera dando pequeños saltitos en dos patas atrás de los culos de los peces gordos, salivando en exceso, a ver si le tiran algún huesito masticado. No es lo mismo trabajar de mucama, de mesera, de cajero, de secretaria, que ser mucama, ser mesera, ser cajero, ser secretaria. La diferencia está en las inquietudes, las preguntas, los sueños, los intereses. La diferencia está en creérselo. ¿Qué hace el empresario faldero a fin de mes con sus diez mil dólares y qué hace el cajero del banco con sus mil quinientos pesos?
Y cuando te veo así, desde mi biblioteca, desde mi butaca del cine, desde mis álbumes de fotos, me doy cuenta que con la mitad de tus años leí lo que vos no llegarías a leer en lo que te queda de vida aunque empezaras hoy, miré más películas que vos partidos de fútbol en tu largo medio siglo y viajé no sé si más, pero sí mucho mejor con ínfimas posibilidades económicas comparadas a las tuyas y con mucho menos tiempo disponible.
A las 15.20 yo ya me estaba por desmayar. Trataba de esconderme de a ratos en la cocina, aprovechando algún llamado telefónico prolongado, es decir, los de su amante, para pellizcar de a poco la tarta que me había traído. Pero ni con un Uvasal de ½ kg, ni empujando con grandes sorbos de soda cáustica apenas diluida, se puede tragar el almuerzo cuando él está presente. Los gritos y las órdenes son tan constantes como innecesarios. La mayoría de las personas a las que me hace llamar a esa hora salieron a comer. Los mails que me dicta son para empresas que se encuentran a la vuelta del planeta y que no los van a leer hasta dentro de 14 horas. Nada tiene sentido. A veces me llama y, cuando entro en su oficina, no sabe qué decirme, o se olvida o nunca lo supo, y sólo me hace ir para molestarme, para que me levante. Otras veces entro y lo único que me dice es: “Tengo sueño”, mientras bosteza y se estira adelante mío, reclinando al tope su heroico sillón y apoyando las piernas sobre el escritorio en un ángulo agudo que termina en sus medias. ¿Por qué tengo que ver cómo se despereza? ¿Por qué tengo que oler sus medias? ¿Por qué tengo que soportar que se acomode la bragueta adelante mío cuando sale del baño?
A las 15.35 me llama una vez más y me dice:
- Bajá y traeme algo de comer.
- ¿Qué quiere? – Le ladré.
- Mmmmmm, no sé. ¿Qué se puede comer acá abajo que sea livianito? Porque la verdad no me siento nada bien. No ando bien del estómago, me tengo que cuidar. – Cuando dice “acá abajo” se refiere a “Mostaza”, así que lo de livianito se los debo, aunque alguna alternativa siempre hay.
- Una ensalada. – Sugerí.
- No, ensalada no. ¿Otra cosa?
- Una hamburguesa. – Le dije, resignada ante su irracionalidad.
- Sí, sí. Traeme una hamburguesa completa, con papas y gaseosa grandes.
¡Eso sí que es cuidarse! Cuidarse la úlcera. La supuesta úlcera, porque no son nada creíbles sus lamentos hipocondríacos. Así que le traje la hamburguesa, se la serví y me quedé en la cocina terminando mi tarta, con su ruidoso engullir como música de fondo. Pero ni el sonido gutural de su devorar, ni el olor a papa frita que invadió la oficina parecía molestarlo para nada. Así que estuvo un rato tragando su almuerzo a deshora o su merienda temprana y salada. Un rato que habrá durado 10 minutos, porque las boas constrictoras mastican a sus presas mucho más de lo que él puede llegar a masticar una tira de asado. Cuando terminó, chasqueó los dedos y me pidió que retirara la bandeja.
A los cinco minutos llegó uno de sus “socio-amigotes”, se acomodó como en su casa, me llamó y me pidió un cortado. Mi jefe me dijo que no quería nada, mientras acariciaba su vientre hinchado, cual embarazada en la semana 38. Al rato entré a la oficina con el cortado para el “intruso invasor”, usurpador del espacio ajeno y aprovechador de la secretaria de turno, porque este hombre se quedó sin trabajo y no tiene oficina propia, por lo que suele venir a hablar por teléfono y a colgarse de Internet. Le serví el cortado, inmediatamente me lo devolvió y me dijo: “Mejor, traeme uno doble”. Salí de la oficina enfurecida, le serví el cortado doble, no sin antes dejar caer un hilo espeso de baba rabiosa en la taza. Volví. Me dijo: “Me arrepentí. Prefiero café solo”, y sin mirarme hizo un gesto displicente con su mano izquierda como diciendo “Volá de acá y traeme lo que te pedí”. Le llevé el café renegrido, recalentado, que había preparado temprano a la mañana y al que también corté con un poco de saliva. Cuando se lo dejé sobre el escritorio, mi jefe se incorporó levemente, sólo para tomar el aire suficiente que necesitaba para decir: “Ahora sí quiero un café. Traemelo”.
¿Necesito tanto este trabajo para comer, para pagar la luz, el gas y el teléfono? ¿Tanto miedo me da estar desempleada? ¿Tan orgullosa soy como para preferir esta tortura a tener que pedir ayuda? La respuesta a todas esas preguntas es sí, pero no me alcanza, no me satisface, no me justifica. Ya no son suficientes excusas la desesperación y la incertidumbre que padecí tras haber estado sin trabajo algunas veces. Ya nada parece peor que esto. En la comparación, todo es más digno.
En la cocina serví el café para mi jefe, mientras los escuchaba reírse con algún chiste estúpido que les llegó por mail. Pero a este café le puse más dedicación, así que añadí unas gotitas del Rapilax, que no sé si recordarán, pero siempre tengo a mano. Se lo llevé, hizo fondo blanco y me pidió otro instantáneamente. Supuse que estaría muy rico, ya que quería repetir, así que le preparé otro igual. Pero, esta vez, intensifiqué la dosis de laxante, recordando esos instructivos avisos de televisión que explican en detalle lo feo que es padecer “tránsito lento”.
Después fui al baño, apreté el botón y trabé el flotante de la mochila. Al rato se empezó a quejar sin el menor recato sobre sus molestias intestinales, como de costumbre, y le avisó a su amigote que iba al baño. Cuando pasó por mi escritorio y me dijo: “Voy al ñoba”, con el diario bajo el brazo, le avisé que se había trabado el botón y que en un rato subía el encargado para solucionarlo. Pero él estaba muy apurado, no podía esperar.
Desesperado, transpirando, enrojecido, le dijo a su amigo que lo llevara a su casa urgente. Y se fueron rapidísimo, huyendo de mi astucia mínima pero efectiva. Quizás hasta cándida e inocentona, pero suficiente para lidiar con esta mente tan corta y lograr mis pequeñas revanchas cotidianas. Mi silenciosa resistencia.
Ojalá, mientras se retuerce en medio de algún embotellamiento, reflexione y se de cuenta de que siempre se puede sufrir un poco más…
- Oime…eh…preparame…eh…
- ¿Café? – Pregunté. Anticipándome al imperativo que se avecinaba. Porque ya saben que mi causa, prácticamente, se basa en la abolición de ese tiempo verbal.
- No, no. Café no. No me siento nada bien, no tendría que haber venido. – Eso seguro. – No ando bien del estómago y creo que el problema es el café. No me doy cuenta pero tomo mucho café y me va a dar una úlcera. – ¡Yupi!, grité mentalmente.
- Ah, bueno. – Dije con desilusión, tras ver frustrada mi oportunidad de alimentar esa llaga estomacal con mi ácido café venenoso, y volví a mi escritorio.
Sin exagerar, sin mentir, sin artimañas andaluzas de por medio que condimenten el relato, no llegaron a pasar 10 minutos para que me grite desde su trono de cuero:
- ¡¡Carolina, un cortado!!
Me di vuelta, con el ímpetu y la cámara lenta de las viejas propagandas de Wellapon, como si mis pelos trataran de acomodarse a mi desconcierto. Está rozando el límite de la incoherencia, la burla, la opresión. ¡No lo soporto más!
Al rato sentí como me aplastaba el mediodía, con su pesado augurio de un almuerzo imposible, con el oscuro presagio de que se iba a quedar en la oficina hasta cualquier hora. Veía el futuro de una tarde eterna y me quería matar. Todo el día encerrada con esa alimaña. Sin poder poner la radio y sin escuchar música de ningún tipo, porque le molesta cualquier sonido que no sea su propio rebuzno. Sin poder comer, ya que el olor de cualquier clase de alimento, así sea el vinagre de la ensalada, lo pone de malhumor, empieza a abrir las ventanas, aunque esté helando, y a atragantarme con sus protestas hasta la indigestión.
A la 13.55 yo seguía de aquí para allá, me faltaban los rollers. El insensible me tenía como bola sin manija construyendo ladrillo a ladrillo, con cada llamado que me pedía, el simulacro de que en esta oficina hay algo importante para hacer. Y la verdad es que no hay nada para hacer más que llamar frenéticamente, hasta el cansancio, a gerentes, presidentes, CEOs, gobernadores, diputados y secretarios que jamás lo atienden. ¿Para qué, entonces, insistir durante la hora del almuerzo, si el NO ya está reconfirmado desde las 9 de la mañana? ¿Masoquismo? No, no tiene ese perfil. Supongo que se debe a que, a esta altura, él mismo compró su personaje. Sospecho que ya no actúa, se lo cree y para reafirmarse y legitimizarse necesita dar vueltas por toda la oficina con cara de preocupado y hablar en voz bien alta repitiéndole a un interlocutor imaginario que el problema es el país, que la gente ya no quiere hacer negocios y que por eso no lo escuchan, porque están desilusionados, incrédulos, cautos.
No, imbécil, animalito del demonio. Vos, yo, las secretarias que me niegan a sus jefes sin el menor disimulo y esos empresarios que no te atienden aunque te presentes bajo identidad falsa, todos nosotros sabemos que la situación del país no tiene nada que ver con esto. Sabés de sobra que los negocios que vos no podés concretar porque los contactos y los amigotes que decís tener no son más que apellidos ordenados alfabéticamente en una base de datos, tus colegas de las oficinas de arriba los firman todos los días con mayor frecuencia y naturalidad que los comprobantes de la tarjeta de crédito. Así que no hace falta que trates de enmascarar esta triste rutina que te tiene más preso que a mí entre estas paredes y más gris que a cualquier cajero de banco. Porque ni siquiera hay un atisbo de inquietud en tu persona, un asomo de dignidad que trascienda tu histeria de rata enjaulada tratando de alcanzar el queso.
No, no puedo respetarte. Porque sos un empresario faldero (con mayúsculas, con vocación), que va con media lengua afuera dando pequeños saltitos en dos patas atrás de los culos de los peces gordos, salivando en exceso, a ver si le tiran algún huesito masticado. No es lo mismo trabajar de mucama, de mesera, de cajero, de secretaria, que ser mucama, ser mesera, ser cajero, ser secretaria. La diferencia está en las inquietudes, las preguntas, los sueños, los intereses. La diferencia está en creérselo. ¿Qué hace el empresario faldero a fin de mes con sus diez mil dólares y qué hace el cajero del banco con sus mil quinientos pesos?
Y cuando te veo así, desde mi biblioteca, desde mi butaca del cine, desde mis álbumes de fotos, me doy cuenta que con la mitad de tus años leí lo que vos no llegarías a leer en lo que te queda de vida aunque empezaras hoy, miré más películas que vos partidos de fútbol en tu largo medio siglo y viajé no sé si más, pero sí mucho mejor con ínfimas posibilidades económicas comparadas a las tuyas y con mucho menos tiempo disponible.
A las 15.20 yo ya me estaba por desmayar. Trataba de esconderme de a ratos en la cocina, aprovechando algún llamado telefónico prolongado, es decir, los de su amante, para pellizcar de a poco la tarta que me había traído. Pero ni con un Uvasal de ½ kg, ni empujando con grandes sorbos de soda cáustica apenas diluida, se puede tragar el almuerzo cuando él está presente. Los gritos y las órdenes son tan constantes como innecesarios. La mayoría de las personas a las que me hace llamar a esa hora salieron a comer. Los mails que me dicta son para empresas que se encuentran a la vuelta del planeta y que no los van a leer hasta dentro de 14 horas. Nada tiene sentido. A veces me llama y, cuando entro en su oficina, no sabe qué decirme, o se olvida o nunca lo supo, y sólo me hace ir para molestarme, para que me levante. Otras veces entro y lo único que me dice es: “Tengo sueño”, mientras bosteza y se estira adelante mío, reclinando al tope su heroico sillón y apoyando las piernas sobre el escritorio en un ángulo agudo que termina en sus medias. ¿Por qué tengo que ver cómo se despereza? ¿Por qué tengo que oler sus medias? ¿Por qué tengo que soportar que se acomode la bragueta adelante mío cuando sale del baño?
A las 15.35 me llama una vez más y me dice:
- Bajá y traeme algo de comer.
- ¿Qué quiere? – Le ladré.
- Mmmmmm, no sé. ¿Qué se puede comer acá abajo que sea livianito? Porque la verdad no me siento nada bien. No ando bien del estómago, me tengo que cuidar. – Cuando dice “acá abajo” se refiere a “Mostaza”, así que lo de livianito se los debo, aunque alguna alternativa siempre hay.
- Una ensalada. – Sugerí.
- No, ensalada no. ¿Otra cosa?
- Una hamburguesa. – Le dije, resignada ante su irracionalidad.
- Sí, sí. Traeme una hamburguesa completa, con papas y gaseosa grandes.
¡Eso sí que es cuidarse! Cuidarse la úlcera. La supuesta úlcera, porque no son nada creíbles sus lamentos hipocondríacos. Así que le traje la hamburguesa, se la serví y me quedé en la cocina terminando mi tarta, con su ruidoso engullir como música de fondo. Pero ni el sonido gutural de su devorar, ni el olor a papa frita que invadió la oficina parecía molestarlo para nada. Así que estuvo un rato tragando su almuerzo a deshora o su merienda temprana y salada. Un rato que habrá durado 10 minutos, porque las boas constrictoras mastican a sus presas mucho más de lo que él puede llegar a masticar una tira de asado. Cuando terminó, chasqueó los dedos y me pidió que retirara la bandeja.
A los cinco minutos llegó uno de sus “socio-amigotes”, se acomodó como en su casa, me llamó y me pidió un cortado. Mi jefe me dijo que no quería nada, mientras acariciaba su vientre hinchado, cual embarazada en la semana 38. Al rato entré a la oficina con el cortado para el “intruso invasor”, usurpador del espacio ajeno y aprovechador de la secretaria de turno, porque este hombre se quedó sin trabajo y no tiene oficina propia, por lo que suele venir a hablar por teléfono y a colgarse de Internet. Le serví el cortado, inmediatamente me lo devolvió y me dijo: “Mejor, traeme uno doble”. Salí de la oficina enfurecida, le serví el cortado doble, no sin antes dejar caer un hilo espeso de baba rabiosa en la taza. Volví. Me dijo: “Me arrepentí. Prefiero café solo”, y sin mirarme hizo un gesto displicente con su mano izquierda como diciendo “Volá de acá y traeme lo que te pedí”. Le llevé el café renegrido, recalentado, que había preparado temprano a la mañana y al que también corté con un poco de saliva. Cuando se lo dejé sobre el escritorio, mi jefe se incorporó levemente, sólo para tomar el aire suficiente que necesitaba para decir: “Ahora sí quiero un café. Traemelo”.
¿Necesito tanto este trabajo para comer, para pagar la luz, el gas y el teléfono? ¿Tanto miedo me da estar desempleada? ¿Tan orgullosa soy como para preferir esta tortura a tener que pedir ayuda? La respuesta a todas esas preguntas es sí, pero no me alcanza, no me satisface, no me justifica. Ya no son suficientes excusas la desesperación y la incertidumbre que padecí tras haber estado sin trabajo algunas veces. Ya nada parece peor que esto. En la comparación, todo es más digno.
En la cocina serví el café para mi jefe, mientras los escuchaba reírse con algún chiste estúpido que les llegó por mail. Pero a este café le puse más dedicación, así que añadí unas gotitas del Rapilax, que no sé si recordarán, pero siempre tengo a mano. Se lo llevé, hizo fondo blanco y me pidió otro instantáneamente. Supuse que estaría muy rico, ya que quería repetir, así que le preparé otro igual. Pero, esta vez, intensifiqué la dosis de laxante, recordando esos instructivos avisos de televisión que explican en detalle lo feo que es padecer “tránsito lento”.
Después fui al baño, apreté el botón y trabé el flotante de la mochila. Al rato se empezó a quejar sin el menor recato sobre sus molestias intestinales, como de costumbre, y le avisó a su amigote que iba al baño. Cuando pasó por mi escritorio y me dijo: “Voy al ñoba”, con el diario bajo el brazo, le avisé que se había trabado el botón y que en un rato subía el encargado para solucionarlo. Pero él estaba muy apurado, no podía esperar.
Desesperado, transpirando, enrojecido, le dijo a su amigo que lo llevara a su casa urgente. Y se fueron rapidísimo, huyendo de mi astucia mínima pero efectiva. Quizás hasta cándida e inocentona, pero suficiente para lidiar con esta mente tan corta y lograr mis pequeñas revanchas cotidianas. Mi silenciosa resistencia.
Ojalá, mientras se retuerce en medio de algún embotellamiento, reflexione y se de cuenta de que siempre se puede sufrir un poco más…
miércoles, 25 de junio de 2008
Pensión completa
“No quiero encontrarme con los cartoneros, con los chicos pidiendo en la calle. Prefiero encerrarme en mi auto importado y ser feliz." :: Moria Casán
- Bien, muy bien. La verdad es que por lo menos me sirvió para estar 10 días sin Plaza de Mayo. Je, je… - Le contaba el limitado mental de mi jefe a algún colega suyo por teléfono tras volver de unas vacaciones en Playa del Carmen.
- ¡Qué paisito! Eh….¡Qué paisito! ¿Qué me contás? La verdad es que me tendría que haber quedado allá. - Y por qué no se quedó, es lo que yo me pregunto.
- Naaaaa…all inclusive. Cuchame, papá, yo fui a la agencia y le dije a la chica: quiero all-in-clu-si-ve. No quiero hacer nada, no quiero mover un dedo. - Suerte que la asesora turística no le sugirió que, en tal caso, lleve a su secretaria.
- Así que yo me tiraba panza arriba (claro, si hubiera intentado echarse panza abajo todavía estaría como un Topi Playa balanceándose para siempre), chasqueaba los dedos y listo, me traían lo que quería hasta la reposera. No hacía nada. ¡Na-da! Mi mayor preocupación era decidir si tomarme una caipirinha o un daiquiri. En esos lugares tenés constantemente a alguien atrás tuyo, atento, pendiente de lo que necesites y, en cuando levantás una mano, ya están trayéndote lo que se te antoja. De diez, gordo…una atención de prima. Sólo faltaba un negro que me apantalle. – La verdad, para hacerla más fácil, no sé por qué no le dijo directamente: “Igual que en la oficina, pero en pleno Caribe Mexicano”.
“All-inclusive”: slogan noventoso de la burguesía menemista cuyo bajovientre rollizo multiplicó sus centímetros (y sus exponentes) gracias a las delicatessen importadas que, por ese entonces, se conseguían a la vuelta de la esquina. Y “todos” pudieron viajar a Miami y comprar los chicles en pomo que, diez años atrás, sólo veían en las películas. Y “todos” pudieron ir a Disney y traer llaveritos de los parques acuáticos con arena blanca, agua turquesa y pececitos de plástico, para reemplazar las conchillas marplatenses con el recuerdo estampado en marcador indeleble.
Pero el verdadero sumum fue que “todos” pudieron ir al Caribe, hospedarse en un complejo hotelero como el de las revistas y ser Susana Giménez por 15 días. Se dejaron atender, se dejaron servir, jugaron a Dinastía y manejaron un Eclipse alquilado en Alamo Rent a Car. Todos los sueños de la década anterior se hacían realidad, es decir, un dólar era igual a un peso, ¿qué más se podía pedir? La venganza de las víctimas de la plata dulce, de los estafadores estafados, de las señoras que suspiraban por los tapados de zorro gris que ostentaba Nelly Raymond y ahora podían tener uno como el de la mismísima María Julia. ¡Qué tul!
Cuarentonas devenidas en Barbies de plastilina trataban de olvidar que habían hecho colas larguísimas los sábados al mediodía en Munro para conseguir un Gatopardo segunda selección, desquitándose contra las vidrieras de los malls que les enrostraban tentadores ofertones. Se enjuagaban en las olas tibias los recuerdos mugrientos de aquellas mañanas baldeando la vereda de su casa suburbana y fingían haber nacido señoras bien dándole órdenes a la mucama del hotel cuando se la cruzaban por el pasillo. Así legitimaban su nivel.
Cincuentones achanchados, disfrazados de Don Johnsons de látex, trataban de convencerse de que jamás habían estacionado su Fiat 600 a tres cuadras de Zodíaco para disimular la modestia del bolsillo, mientras se paseaban por la Collins en descapotable. La brisa de neón les despeinaba los reproches irreversibles que los hacían preguntarse por qué se habían casado en 1974 enfundados en un traje celeste grisáceo, e intentaban movimientos sexies durante la cena en el comedor del hotel, cuando alguna mulatona, con turbante frutal, los tentaba zarandeándose al ritmo del mambo. Así plastificaban su status.
Hoy en día, al caminar por las calles de una Buenos Aires post-devaluatoria, mil basuritas con olor a convertibilidad se nos van metiendo en los ojos. Vuelan de aquí para allá buscando el pozo ciego más cercano en el cuál acomodarse según los tiempos que corren.
Una de esas basuritas, molestas, irritantes y pasadas de moda, es mi jefe. La síntesis de la ignorancia cristalizada en un discurso que tomó prestado de algún programa de televisión, en el que una gorda de piel carbónica con delirios místicos les pasa letra a un montón de cabecitas mediocres.
Así es él, como tantos otros, un rinoceronte dando manotazos de ahogado y rezando porque en la orilla haya algún idiota, tan grande como él, que le tire un flotador. Un simulador, para el cual tener plata significa ostentar un auto importado mediopelo y alardear contando un viaje que la mayoría hizo hace 15 años. Un mitómano cuyo currículum es una burbuja que se sigue inflando cada vez que abre la boca para hacerle creer a algún desprevenido que es amigo de gobernadores que ni siquiera lo atienden por teléfono.
Al igual que tantos otros piojos resucitados, que llenan todos los sábados en Disco el changuito que se llevaban medio vacío del Supercoop, mi jefe cree progresar al comprarse algún frasquito de conservas alemanas o un pedazo de bacalao congelado. Eso lo hace sentir más, lo hace sentir diferente, lo pone por encima de los que compran merluza.
Así volvió de México, desparramando retratos de plástico importado cada vez que se pone a contar las sesiones de masajes, cada vez que elogia la actitud servil de los empleados del hotel, cada vez que aplaude los beneficios del all-inclusive.
Yo me lo imagino a las 8.30 hs de una mañana tropical, con la gorra incrustada en su triste pelada inútil, acomodando su barriga en el asiento del micro, dejándose llevar en un tour de enciclopedia y escuchando, atento y disciplinado, las palabras perpetuas de la guía. Esa es toda su aventura, su viaje marrón por el mundo, su forma opaca de desperdiciar los dólares ahorrados en un paquete turístico de producción en serie.
Y pensar que se cree más jefe pegando tres gritos y chasqueando los dedos para que le retire la tacita del café. Así como se siente más importante contando como hacía bailar a las mucamas del hotel pidiendo un cocktail tras otro para justificar el "todo incluido". Ni sospecha que cada vez que lo dice muestra la más fiel postal de una pensión completa en Mar de Ajó, con entrada se sopa de cabellos de ángel.
El lunes, cuando volvió, pensé que no me había traído nada del viaje. Por un lado sentí un gran alivio, no fuera a ser que me hubiera traído algo horrible que yo jamás me pondría y que él, con su estilo invasivo e intimidatorio, me preguntara todos los días por qué no lo usaba. Pero, de todas formas, no puedo entender cómo una persona que gana 10 mil dólares por mes más gastos, no es capaz de comprar un chocolate de U$S 5 en el free-shop cuando vuelve de algún lado. Si bien él viaja mucho menos de lo que a mí me gustaría, así sea que se vaya a Jujuy o a Canadá jamás me trae nada. A mí, en lo personal, no me afecta. Yo soy su secretaria y apenas me acuerdo de su cumpleaños, jamás le compro un regalo ni le traigo algo cuando vuelvo de las vacaciones. Pero igual me indigna, porque sé que lo hace de amarrete y de machote mandamás que jamás va a fijarse en esos detalles. Sus peones tienen que cumplir todas sus órdenes y obedecer todos sus gritos sin pretender mayores retribuciones ni beneficios que trabajar para él.
Pero me equivoqué. Pasé dos días puteándolo en susurros con toda mi furia mientras añoraba unos Lindts y me los imaginaba olvidados en el aeropuerto, como el dominó multicolor de algún despistado que casi pierde su vuelo.
Me trajo algo pero, para mi desgracia, no fueron chocolates. Me trajo un collar. Un espantoso e imponible collar de hematites. En cuanto lo vi supe que me lo compró sólo porque viajó con su mujer y fue ella la que se acordó. También supe de inmediato que fue ella la que lo había elegido.
Un collar de hematites…esas piedritas negras espejadas con nombre de plaqueta sanguínea que abundaban en las repisas de los negocios de bijouterie en los veranos Gesellinos de la década del 80.
Está visto que el mal gusto sobrevive a las privatizaciones.
- Bien, muy bien. La verdad es que por lo menos me sirvió para estar 10 días sin Plaza de Mayo. Je, je… - Le contaba el limitado mental de mi jefe a algún colega suyo por teléfono tras volver de unas vacaciones en Playa del Carmen.
- ¡Qué paisito! Eh….¡Qué paisito! ¿Qué me contás? La verdad es que me tendría que haber quedado allá. - Y por qué no se quedó, es lo que yo me pregunto.
- Naaaaa…all inclusive. Cuchame, papá, yo fui a la agencia y le dije a la chica: quiero all-in-clu-si-ve. No quiero hacer nada, no quiero mover un dedo. - Suerte que la asesora turística no le sugirió que, en tal caso, lleve a su secretaria.
- Así que yo me tiraba panza arriba (claro, si hubiera intentado echarse panza abajo todavía estaría como un Topi Playa balanceándose para siempre), chasqueaba los dedos y listo, me traían lo que quería hasta la reposera. No hacía nada. ¡Na-da! Mi mayor preocupación era decidir si tomarme una caipirinha o un daiquiri. En esos lugares tenés constantemente a alguien atrás tuyo, atento, pendiente de lo que necesites y, en cuando levantás una mano, ya están trayéndote lo que se te antoja. De diez, gordo…una atención de prima. Sólo faltaba un negro que me apantalle. – La verdad, para hacerla más fácil, no sé por qué no le dijo directamente: “Igual que en la oficina, pero en pleno Caribe Mexicano”.
“All-inclusive”: slogan noventoso de la burguesía menemista cuyo bajovientre rollizo multiplicó sus centímetros (y sus exponentes) gracias a las delicatessen importadas que, por ese entonces, se conseguían a la vuelta de la esquina. Y “todos” pudieron viajar a Miami y comprar los chicles en pomo que, diez años atrás, sólo veían en las películas. Y “todos” pudieron ir a Disney y traer llaveritos de los parques acuáticos con arena blanca, agua turquesa y pececitos de plástico, para reemplazar las conchillas marplatenses con el recuerdo estampado en marcador indeleble.
Pero el verdadero sumum fue que “todos” pudieron ir al Caribe, hospedarse en un complejo hotelero como el de las revistas y ser Susana Giménez por 15 días. Se dejaron atender, se dejaron servir, jugaron a Dinastía y manejaron un Eclipse alquilado en Alamo Rent a Car. Todos los sueños de la década anterior se hacían realidad, es decir, un dólar era igual a un peso, ¿qué más se podía pedir? La venganza de las víctimas de la plata dulce, de los estafadores estafados, de las señoras que suspiraban por los tapados de zorro gris que ostentaba Nelly Raymond y ahora podían tener uno como el de la mismísima María Julia. ¡Qué tul!
Cuarentonas devenidas en Barbies de plastilina trataban de olvidar que habían hecho colas larguísimas los sábados al mediodía en Munro para conseguir un Gatopardo segunda selección, desquitándose contra las vidrieras de los malls que les enrostraban tentadores ofertones. Se enjuagaban en las olas tibias los recuerdos mugrientos de aquellas mañanas baldeando la vereda de su casa suburbana y fingían haber nacido señoras bien dándole órdenes a la mucama del hotel cuando se la cruzaban por el pasillo. Así legitimaban su nivel.
Cincuentones achanchados, disfrazados de Don Johnsons de látex, trataban de convencerse de que jamás habían estacionado su Fiat 600 a tres cuadras de Zodíaco para disimular la modestia del bolsillo, mientras se paseaban por la Collins en descapotable. La brisa de neón les despeinaba los reproches irreversibles que los hacían preguntarse por qué se habían casado en 1974 enfundados en un traje celeste grisáceo, e intentaban movimientos sexies durante la cena en el comedor del hotel, cuando alguna mulatona, con turbante frutal, los tentaba zarandeándose al ritmo del mambo. Así plastificaban su status.
Hoy en día, al caminar por las calles de una Buenos Aires post-devaluatoria, mil basuritas con olor a convertibilidad se nos van metiendo en los ojos. Vuelan de aquí para allá buscando el pozo ciego más cercano en el cuál acomodarse según los tiempos que corren.
Una de esas basuritas, molestas, irritantes y pasadas de moda, es mi jefe. La síntesis de la ignorancia cristalizada en un discurso que tomó prestado de algún programa de televisión, en el que una gorda de piel carbónica con delirios místicos les pasa letra a un montón de cabecitas mediocres.
Así es él, como tantos otros, un rinoceronte dando manotazos de ahogado y rezando porque en la orilla haya algún idiota, tan grande como él, que le tire un flotador. Un simulador, para el cual tener plata significa ostentar un auto importado mediopelo y alardear contando un viaje que la mayoría hizo hace 15 años. Un mitómano cuyo currículum es una burbuja que se sigue inflando cada vez que abre la boca para hacerle creer a algún desprevenido que es amigo de gobernadores que ni siquiera lo atienden por teléfono.
Al igual que tantos otros piojos resucitados, que llenan todos los sábados en Disco el changuito que se llevaban medio vacío del Supercoop, mi jefe cree progresar al comprarse algún frasquito de conservas alemanas o un pedazo de bacalao congelado. Eso lo hace sentir más, lo hace sentir diferente, lo pone por encima de los que compran merluza.
Así volvió de México, desparramando retratos de plástico importado cada vez que se pone a contar las sesiones de masajes, cada vez que elogia la actitud servil de los empleados del hotel, cada vez que aplaude los beneficios del all-inclusive.
Yo me lo imagino a las 8.30 hs de una mañana tropical, con la gorra incrustada en su triste pelada inútil, acomodando su barriga en el asiento del micro, dejándose llevar en un tour de enciclopedia y escuchando, atento y disciplinado, las palabras perpetuas de la guía. Esa es toda su aventura, su viaje marrón por el mundo, su forma opaca de desperdiciar los dólares ahorrados en un paquete turístico de producción en serie.
Y pensar que se cree más jefe pegando tres gritos y chasqueando los dedos para que le retire la tacita del café. Así como se siente más importante contando como hacía bailar a las mucamas del hotel pidiendo un cocktail tras otro para justificar el "todo incluido". Ni sospecha que cada vez que lo dice muestra la más fiel postal de una pensión completa en Mar de Ajó, con entrada se sopa de cabellos de ángel.
El lunes, cuando volvió, pensé que no me había traído nada del viaje. Por un lado sentí un gran alivio, no fuera a ser que me hubiera traído algo horrible que yo jamás me pondría y que él, con su estilo invasivo e intimidatorio, me preguntara todos los días por qué no lo usaba. Pero, de todas formas, no puedo entender cómo una persona que gana 10 mil dólares por mes más gastos, no es capaz de comprar un chocolate de U$S 5 en el free-shop cuando vuelve de algún lado. Si bien él viaja mucho menos de lo que a mí me gustaría, así sea que se vaya a Jujuy o a Canadá jamás me trae nada. A mí, en lo personal, no me afecta. Yo soy su secretaria y apenas me acuerdo de su cumpleaños, jamás le compro un regalo ni le traigo algo cuando vuelvo de las vacaciones. Pero igual me indigna, porque sé que lo hace de amarrete y de machote mandamás que jamás va a fijarse en esos detalles. Sus peones tienen que cumplir todas sus órdenes y obedecer todos sus gritos sin pretender mayores retribuciones ni beneficios que trabajar para él.
Pero me equivoqué. Pasé dos días puteándolo en susurros con toda mi furia mientras añoraba unos Lindts y me los imaginaba olvidados en el aeropuerto, como el dominó multicolor de algún despistado que casi pierde su vuelo.
Me trajo algo pero, para mi desgracia, no fueron chocolates. Me trajo un collar. Un espantoso e imponible collar de hematites. En cuanto lo vi supe que me lo compró sólo porque viajó con su mujer y fue ella la que se acordó. También supe de inmediato que fue ella la que lo había elegido.
Un collar de hematites…esas piedritas negras espejadas con nombre de plaqueta sanguínea que abundaban en las repisas de los negocios de bijouterie en los veranos Gesellinos de la década del 80.
Está visto que el mal gusto sobrevive a las privatizaciones.
viernes, 13 de junio de 2008
Importante financiera seleccionará secretaria de directorio
Ayer tuve una entrevista a la que no quería ir, pero que tampoco podía rechazar. De antemano sabía que no iba a resultar, que no me iba a convenir, que era más de lo mismo, pero una conocida a la que le había pasado mi currículum hace un tiempo, lo presentó en su empresa en cuanto se enteró que andaban necesitando una secretaria de directorio.
En el imaginario de muchas de las personas con las que me relaciono no hay posibilidad de pensarme en otro rol que no sea el de secretaria. Quiénes me conocen mejor, y saben cuáles son mis intereses y mis cualidades, entienden que hago lo que hago porque no me queda otra. En cambio, con quiénes tengo charlas más ocasionales y escuchan mis angustiosos relatos sobre mi situación laboral actual, con toda su buena voluntad tratan de ayudarme a conseguir otra cosa, que termina siendo la misma cosa.
Además, también suele suceder que muchos no conciben, no aceptan, no les entra en la cabeza que no me encante ser secretaria bilingüe en una importante empresa, asistiendo a un alto ejecutivo. Sería imprescindible, en estos casos, definir importante empresa y alto ejecutivo, porque existen significativas diferencias de criterio.
Ese anhelo equivocado, ese sueño a contramano de Susanitas setentosas que estudiaban secretariado en el Ilven, es el brote del que se desprende la concepción que sostiene que existen trabajos ideales para mujeres y que esos trabajos son, justamente, los más serviles o los que implican la manipulación del gran terror del machote argentino promedio: los niños. Cuántas veces, de chica, habré sido una testigo fastidiosa de conversaciones femeninas, esperando detrás de la pollera de mi abuela mientras ella conversaba en la calle con alguna vecina, y habré escuchado algo así:
- Claudita, la hija de Graciela, entro de maestra en la 21.
- Mirá vos…¡Qué bien! Ese es un lindo trabajo para una mujer.
¡¿Lindo trabajo para una mujer?! ¿Por qué? ¿Será porque todos piensan que las mujeres adoramos a los niños “naturalmente”? (También en este caso sería importante definir naturalmente. Y, por qué no, niños.) ¿Será porque tenemos “instinto maternal”? Bueno, sí, lo del instinto y el amor por los niños se filtra siempre en esos discursillos de machismo barato de las 11 de la mañana del martes mientras se baldea la vereda. Sin embargo, el magisterio ha sido considerado por muchos como una linda profesión para señoras y señoritas porque les permite mayor flexibilidad de horarios, encontrar alguna escuela cerca de la casa y, si la docente en cuestión tiene la fortuna de casarse y echar al mundo un par de críos, puede resignar algún turno y así tener la comida siempre lista cuando llega el jefe de la familia.
La docencia, a mi criterio, tiene la nobleza de la medicina porque también salva vidas. Los maestros nos curan la enfermedad de no-leer, que es una de las cosas más terribles que nos pueden pasar en estos tiempos. Pero, sin embargo, en casa la que es maestra es la nena, el otro es “M’hijo el dotor”[1].
Por esa misma época (25 años atrás) en la que hacía vereda con mi abuela, quien intercambiaba opiniones con todo el barrio en un ida y vuelta de armonioso cotorreo, si una chica, la hija de tal o de cual, había conseguido un buen puesto de secretaria en una empresa reconocida, eso ya eran palabras mayores.
- Sandrita entró a trabajar de secretaria de un gerente en la empresa Sevel. Parece que es un hombre muy importante.
- ¡Ah! Ese es un muy buen trabajo. Ahí puede progresar, puede ganar bien.
- Sí, por lo que dice Nilda, la oficina es muy linda, con todos los lujos. Y le dan uniforme.
¡Nooo, Sandrita! ¡No te pongas uniforme! Y no me vengas con que es lo mejor, con que es cómodo, con que es práctico, con que no tenés que pensar qué ponerte todas las mañanas o que no tenés que gastar para vestirte. Que te paguen más para que puedas comprarte la ropa necesaria para ir al trabajo, lo cual realmente implica un gasto considerable, ya que no es lo mismo que estar en casa todo el día en jogging o en pijama. Pero el uniforme nos homogeniza, nos aliena, nos hace parecer a todas las mismas pelotudas, nos borra los rasgos, anula nuestras diferencias y no las diferencias de clase, que es la excusa de muchos uniformadores, porque si alguna tiene más plata que otra va a venir con una cartera más cara, lo que suprime es nuestra diversidad. El uniforme nos disfraza de iguales, destiñe nuestro color y el color de los otros.
Distinto es un delantal, necesario para que quienes están realizando un trabajo con riesgo de mancharse no terminen arruinando su propia ropa todos los días. ¿Pero las empleadas de oficina necesitan uniforme/delantal? ¿No corren acaso el mismo riesgo que el personal jerárquico de mancharse con una lapicera de sangre azul o con un café inquieto?
Claro, sin embargo, imaginen qué paisaje tan grasa ofrecería el banco Francés si la dark-receptionist usara sus trajes góticos, mientras la cajera contrastara con una polera en tono mostaza. Ni hablar de que justo pase, en un descuido, la encargada de la limpieza en remerón y calzas. ¡Me muero! ¡Por dios! Acá no importa de dónde somos, mientras no se note que algunos se vienen todos los días desde Isidro Casanova.
Todo este encadenamiento divanesco surgió del primer eslabón de la entrevista que me consiguieron, con las mejores intenciones, ignorando que hoy en día yo preferiría ir a vivir a Trevelin y preparar dulces caseros todas las tardes o vender poesías en el tren, antes de volver a la frustración cotidiana de servir el café. Creo mi experiencia actual marca un antes y un después. Es decir, una vez que logre salir de acá no quiero volver a trabajar de lo mismo en una oficina similar a esta, sometiendo mis habilidades al látigo degradante de otro jefe abusivo.
Todo esto yo ya lo pensaba antes de entrar, pero tenía que ir, tenía que soportar ese momento y decir que no, eso era todo. Además, por lo menos eso era más sencillo que decirle que no iba a la persona que me consiguió la entrevista, totalmente convencida de que me hacía un gran favor.
Así que fui a la hora señalada y me encontré con la fotografía exacta que tenía en la cabeza: una financiera muy top, decoración muy minimalista y masculina, con sillones de cuero negro y paredes de piedra gris, y un señorito joven, pedante y engreído que fue quien me entrevistó en su oficina. Otro pichón de mamut.
Este ejemplar presumido y altanero, representante último modelo del machismo actual, me confesó no haber leído mi cv y me pidió que le cuente lo que estaba haciendo actualmente, cuáles eran mis intereses, etc. Después de comentarle, con muy poco entusiasmo, aquellos puntos que me parecían más relevantes, él se atrevió con un par de preguntas:
Pregunta idiota_1: - Acá veo que estudiaste diseño casi 3 años. ¿Y? ¿Qué pasó que no terminamos?
Pregunta idiota_2: – Y ahora te faltan 10 materias de esta carrera pero no estás cursando. ¿Por qué? ¿Qué pasó ahí? – Decía levantando la vista del papel y esbozando una patética sonrisa picaresca que pretendía ser intimidatoria pero, en su cara de nabo, resultaba grotesca.
Pregunta idiota_3: - ¿Trabajás en Puerto Madero y querés cambiar de ambiente? ¿Querés venir a trabajar acá, a pleno centro? ¿Lo pensaste bien? - Cuestionaba asombrado, y se le hacía agua la boca recordando mil restaurantes en un sólo segundo.
Su rubia y limitada cabecita repasaba el resumen académico y laboral de mi vida y no podía concebir que yo, a 15 años de haber salido del colegio, no hubiera terminado ninguna carrera. Sus gestos displicentes y el absoluto desinterés de sus ojos me dejaron completamente aliviada. Ya sabía que ni siquiera iba a tener que decir que no y tratar de explicarle a ese proyecto de Donald Trump por qué no iba a aceptar el puesto
Yo corría con ventaja. Quien presentó mi cv en la empresa tiene a este parásito financiero como jefe y me había anticipado que tenía 35 años, mucha plata, que pretendía ser muy cool, que tenía una noviecita hueca y un estilo de vida como el los personajes de las publicidades de seguros. Así que me fui preparada, pero tenía que esperar la oportunidad.
Cuando terminó la reunión me pidió que esperara un segundo, que iba a hacer una consulta a RRHH. Yo no podía creer tanta suerte, mis glúteos generosos jugaban a mi favor una vez más. Así que fui hasta el perchero, donde estaba colgada la valijita porta-notebook, la abrí, inspeccioné y en el bolsillo de adelante, en el que no guardaba nada fundamental como para revisarlo constantemente, dejé caer una diminuta tanga fucsia, que se acomodó casual y divertida en su nuevo rincón, cual recuerdo de perrita trepadora en celo.
- Muchas gracias por haber venido, la verdad es que por el momento no te vamos a necesitar. En realidad tenés mucha experiencia para el puesto que tenemos que cubrir ahora y bueno, estamos buscando alguien más joven.- Se atrevió a decirme como despedida.
- No hay problema. Seguramente tu novia (típica señorita de bien que se mantiene alerta ante el ataque de cualquier tilinga que ponga en peligro su chequera), muy pronto, también va a empezar a buscar alguien más joven y no tan experimentado como vos.
[1] Florencio Sánchez
En el imaginario de muchas de las personas con las que me relaciono no hay posibilidad de pensarme en otro rol que no sea el de secretaria. Quiénes me conocen mejor, y saben cuáles son mis intereses y mis cualidades, entienden que hago lo que hago porque no me queda otra. En cambio, con quiénes tengo charlas más ocasionales y escuchan mis angustiosos relatos sobre mi situación laboral actual, con toda su buena voluntad tratan de ayudarme a conseguir otra cosa, que termina siendo la misma cosa.
Además, también suele suceder que muchos no conciben, no aceptan, no les entra en la cabeza que no me encante ser secretaria bilingüe en una importante empresa, asistiendo a un alto ejecutivo. Sería imprescindible, en estos casos, definir importante empresa y alto ejecutivo, porque existen significativas diferencias de criterio.
Ese anhelo equivocado, ese sueño a contramano de Susanitas setentosas que estudiaban secretariado en el Ilven, es el brote del que se desprende la concepción que sostiene que existen trabajos ideales para mujeres y que esos trabajos son, justamente, los más serviles o los que implican la manipulación del gran terror del machote argentino promedio: los niños. Cuántas veces, de chica, habré sido una testigo fastidiosa de conversaciones femeninas, esperando detrás de la pollera de mi abuela mientras ella conversaba en la calle con alguna vecina, y habré escuchado algo así:
- Claudita, la hija de Graciela, entro de maestra en la 21.
- Mirá vos…¡Qué bien! Ese es un lindo trabajo para una mujer.
¡¿Lindo trabajo para una mujer?! ¿Por qué? ¿Será porque todos piensan que las mujeres adoramos a los niños “naturalmente”? (También en este caso sería importante definir naturalmente. Y, por qué no, niños.) ¿Será porque tenemos “instinto maternal”? Bueno, sí, lo del instinto y el amor por los niños se filtra siempre en esos discursillos de machismo barato de las 11 de la mañana del martes mientras se baldea la vereda. Sin embargo, el magisterio ha sido considerado por muchos como una linda profesión para señoras y señoritas porque les permite mayor flexibilidad de horarios, encontrar alguna escuela cerca de la casa y, si la docente en cuestión tiene la fortuna de casarse y echar al mundo un par de críos, puede resignar algún turno y así tener la comida siempre lista cuando llega el jefe de la familia.
La docencia, a mi criterio, tiene la nobleza de la medicina porque también salva vidas. Los maestros nos curan la enfermedad de no-leer, que es una de las cosas más terribles que nos pueden pasar en estos tiempos. Pero, sin embargo, en casa la que es maestra es la nena, el otro es “M’hijo el dotor”[1].
Por esa misma época (25 años atrás) en la que hacía vereda con mi abuela, quien intercambiaba opiniones con todo el barrio en un ida y vuelta de armonioso cotorreo, si una chica, la hija de tal o de cual, había conseguido un buen puesto de secretaria en una empresa reconocida, eso ya eran palabras mayores.
- Sandrita entró a trabajar de secretaria de un gerente en la empresa Sevel. Parece que es un hombre muy importante.
- ¡Ah! Ese es un muy buen trabajo. Ahí puede progresar, puede ganar bien.
- Sí, por lo que dice Nilda, la oficina es muy linda, con todos los lujos. Y le dan uniforme.
¡Nooo, Sandrita! ¡No te pongas uniforme! Y no me vengas con que es lo mejor, con que es cómodo, con que es práctico, con que no tenés que pensar qué ponerte todas las mañanas o que no tenés que gastar para vestirte. Que te paguen más para que puedas comprarte la ropa necesaria para ir al trabajo, lo cual realmente implica un gasto considerable, ya que no es lo mismo que estar en casa todo el día en jogging o en pijama. Pero el uniforme nos homogeniza, nos aliena, nos hace parecer a todas las mismas pelotudas, nos borra los rasgos, anula nuestras diferencias y no las diferencias de clase, que es la excusa de muchos uniformadores, porque si alguna tiene más plata que otra va a venir con una cartera más cara, lo que suprime es nuestra diversidad. El uniforme nos disfraza de iguales, destiñe nuestro color y el color de los otros.
Distinto es un delantal, necesario para que quienes están realizando un trabajo con riesgo de mancharse no terminen arruinando su propia ropa todos los días. ¿Pero las empleadas de oficina necesitan uniforme/delantal? ¿No corren acaso el mismo riesgo que el personal jerárquico de mancharse con una lapicera de sangre azul o con un café inquieto?
Claro, sin embargo, imaginen qué paisaje tan grasa ofrecería el banco Francés si la dark-receptionist usara sus trajes góticos, mientras la cajera contrastara con una polera en tono mostaza. Ni hablar de que justo pase, en un descuido, la encargada de la limpieza en remerón y calzas. ¡Me muero! ¡Por dios! Acá no importa de dónde somos, mientras no se note que algunos se vienen todos los días desde Isidro Casanova.
Todo este encadenamiento divanesco surgió del primer eslabón de la entrevista que me consiguieron, con las mejores intenciones, ignorando que hoy en día yo preferiría ir a vivir a Trevelin y preparar dulces caseros todas las tardes o vender poesías en el tren, antes de volver a la frustración cotidiana de servir el café. Creo mi experiencia actual marca un antes y un después. Es decir, una vez que logre salir de acá no quiero volver a trabajar de lo mismo en una oficina similar a esta, sometiendo mis habilidades al látigo degradante de otro jefe abusivo.
Todo esto yo ya lo pensaba antes de entrar, pero tenía que ir, tenía que soportar ese momento y decir que no, eso era todo. Además, por lo menos eso era más sencillo que decirle que no iba a la persona que me consiguió la entrevista, totalmente convencida de que me hacía un gran favor.
Así que fui a la hora señalada y me encontré con la fotografía exacta que tenía en la cabeza: una financiera muy top, decoración muy minimalista y masculina, con sillones de cuero negro y paredes de piedra gris, y un señorito joven, pedante y engreído que fue quien me entrevistó en su oficina. Otro pichón de mamut.
Este ejemplar presumido y altanero, representante último modelo del machismo actual, me confesó no haber leído mi cv y me pidió que le cuente lo que estaba haciendo actualmente, cuáles eran mis intereses, etc. Después de comentarle, con muy poco entusiasmo, aquellos puntos que me parecían más relevantes, él se atrevió con un par de preguntas:
Pregunta idiota_1: - Acá veo que estudiaste diseño casi 3 años. ¿Y? ¿Qué pasó que no terminamos?
Pregunta idiota_2: – Y ahora te faltan 10 materias de esta carrera pero no estás cursando. ¿Por qué? ¿Qué pasó ahí? – Decía levantando la vista del papel y esbozando una patética sonrisa picaresca que pretendía ser intimidatoria pero, en su cara de nabo, resultaba grotesca.
Pregunta idiota_3: - ¿Trabajás en Puerto Madero y querés cambiar de ambiente? ¿Querés venir a trabajar acá, a pleno centro? ¿Lo pensaste bien? - Cuestionaba asombrado, y se le hacía agua la boca recordando mil restaurantes en un sólo segundo.
Su rubia y limitada cabecita repasaba el resumen académico y laboral de mi vida y no podía concebir que yo, a 15 años de haber salido del colegio, no hubiera terminado ninguna carrera. Sus gestos displicentes y el absoluto desinterés de sus ojos me dejaron completamente aliviada. Ya sabía que ni siquiera iba a tener que decir que no y tratar de explicarle a ese proyecto de Donald Trump por qué no iba a aceptar el puesto
Yo corría con ventaja. Quien presentó mi cv en la empresa tiene a este parásito financiero como jefe y me había anticipado que tenía 35 años, mucha plata, que pretendía ser muy cool, que tenía una noviecita hueca y un estilo de vida como el los personajes de las publicidades de seguros. Así que me fui preparada, pero tenía que esperar la oportunidad.
Cuando terminó la reunión me pidió que esperara un segundo, que iba a hacer una consulta a RRHH. Yo no podía creer tanta suerte, mis glúteos generosos jugaban a mi favor una vez más. Así que fui hasta el perchero, donde estaba colgada la valijita porta-notebook, la abrí, inspeccioné y en el bolsillo de adelante, en el que no guardaba nada fundamental como para revisarlo constantemente, dejé caer una diminuta tanga fucsia, que se acomodó casual y divertida en su nuevo rincón, cual recuerdo de perrita trepadora en celo.
- Muchas gracias por haber venido, la verdad es que por el momento no te vamos a necesitar. En realidad tenés mucha experiencia para el puesto que tenemos que cubrir ahora y bueno, estamos buscando alguien más joven.- Se atrevió a decirme como despedida.
- No hay problema. Seguramente tu novia (típica señorita de bien que se mantiene alerta ante el ataque de cualquier tilinga que ponga en peligro su chequera), muy pronto, también va a empezar a buscar alguien más joven y no tan experimentado como vos.
[1] Florencio Sánchez
miércoles, 4 de junio de 2008
El Jockey Club (sede Lugano)
Cuando una trabaja con hombres entiende mucho mejor a las monjas de clausura. Hasta se te cruza por la cabeza unírteles y así poder pasar el día rezándole a un tipo ideal que está muy lejos en el cielo, pero que es bien sabido que ha hecho gozar a Santa Teresa de un profundo éxtasis místico aquí en la tierra.
Me tocó trabajar un duro invierno en los confines de Lugano, a pasitos de la autopista Dellepiane. Un primor de lugar, no sólo por lo trasmano que me quedaba, sino porque la “oficina” consistía en un amplio depósito de hormigón con paredes de 4 m de alto, piso de cerámica helada y abundante personal masculino. Para ser más precisa éramos 3 mujeres y 15 hombres en ese ambiente acogedor, separados el uno del otro por delgados paneles de durlock. Por lo tanto, eso era como un vestuario de cancha después de un clásico reñido: temática futbolera constante, discusión futbolera permanente, vozarrones arrastrando insultos de mil colores y el aire impregnado del hedor rancio de los calzoncillos que emanan la tibieza de una noche con la estufa al máximo. Sí, esos calzones heroicos que han resistido el picadito de ayer a la salida del trabajo, el manoseo de anoche mientras su dueño miraba “Expertos en pinchazos” y el cambio de ropa matinal.
En ese contexto laboral que auguraba un invierno gélido, largo y machista, yo solía soñar melancólica con mis mañanas rosadas en el colegio. Cuarenta bombachas felices encerradas en un aula en la que los lazos femeninos se enredaban en una confusión de desamores incipientes y corpiños que iban creciendo día a día. Pero claro, dicen que la felicidad son sólo pequeños momentos. Hoy esa etapa parece haber durado un instante. Y después a la calle, a enfrentar la masculina realidad en la facultad, en el primer trabajo bajo las órdenes de un déspota, en todos los otros trabajos bajo las órdenes de otros déspotas.
Mis compañeros de la empresa de Lugano no tenían desperdicio. Un séquito de extraños varones que se despachaban con todas sus asquerosidades en mis propias narices. A continuación, haré una breve descripción de los personajes más significativos.
Horacio
Era la voz de Mostaza Merlo empaquetada en 1.60 de altura. Flacucho, barba olvidada y ropa percudida. Ostentaba una foto gris y cruel de su mujer quien, según él mismo afirmaba, tenía 38 años (pero aparentaba 64). En la foto también aparecía su hijo, un nene aburrido que acusaba no tener muchas luces. Ni hablemos de cómo se vestía Horacio: jeans azul eléctrico clásicos (muy Munro), buzos ochentosos (no por la onda retro, sino porque los había comprado, literalmente, en 1984) y un sobretodo largo hasta los pies (yo tampoco sé por qué, María Elena). Horacio fumaba constantemente, un cigarrillo tras otro, y las serpentinas de humo se colaban por entre los boxes y venían a intoxicar mi rincón desde las 9 de la mañana. Su risa nicotínica dejaba ver una dentadura amarronada y ojerosa. Los bordes de los dientes eran negros y el resto ambarino, lo cual le otorgaba un tinte siniestro que desencajaba por completo con en resto de su fisonomía. No era mal tipo, pero lo que le faltaba de maldito lo tenía de asqueroso. Todas las mañanas se servía el café empetrolado en su taza de plástico poroso. Esas tazas que solían venir con las promociones de sopas Knorr 25 años atrás y que estaban hechas de ese plástico permeable, al cual se le impregna toda sustancia que se le arrima. Esa taza tenía un color muy raro e indescifrable: era el color del tiempo gastado por la luz del tubo y la rutina. Del logo de YPF le quedaba sólo el esqueleto. Después de tomar el renegrido café siempre fumaba un cigarrillo, práctica que se repetía innumerables veces durante el día. Cuando en el fondo de la taza quedaban un par de milímetros de infusión, Horacio metía sus dedos sosteniendo la colilla, sumergía la punta ardiente y la dejaba ahí, a medio flotar en el charco de café, como un cadáver abandonado a la vera del Riachuelo.
Miguel
Alto y gordo. También tenía una dentadura repulsiva pero no por el café y el cigarrillo, sino por no haber pisado nunca en su vida el consultorio del dentista. En los dientes tenía costras anaranjadas adheridas para siempre, a las cuáles se le adosaban a su vez los restos de las sustancias alimenticias que iba ingiriendo a lo largo del día. Se jactaba de haber conocido a su mujer en una reunión de solos y solas, de haberse acercado a la mesa dónde ella se encontraba con un par de amigas y de haberla elegido entre todas para sacarla a bailar mientras las otras suspiraban desconsoladas (yo, sin embargo, estoy convencida de que suspiraban de alivio). Él describía a su mujer como alta, rubia y de ojos claros. Debo decir que no mentía para nada, pero sí omitía cierta información, por ejemplo que era muy gorda y muy fea. Los ojos de Claudia se precipitaban por fuera de sus órbitas cual cotillón macabro y barato destinado al festejo de un día de brujas tercermundista en un pelotero de Liniers. En las fotos salía haciendo unas muecas imposibles que me hacían soñar con monstruos espantosos. Miguel le decía “bebu” y nos demostraba su enamoramiento cantando los clásicos de César Banana Pueyrredón, de quién era fiel admirador (no en 1989, por lo menos lo seguía siendo hasta hace 3 años atrás). Pero este personaje tampoco nos ahorraba sus inmundicias, sus relatos preferidos solían estar dedicados a sus peripecias escatológicas. Así que, por la mañana, nos contaba si había tenido o no éxito en el baño, si se sentía hinchado porque hacía 3 hs. que no iba o si había tenido que hacerse un enema la noche anterior asistido por su mujer (este fue el peor: muy temprano y sin escatimar detalles).
Jorge
Petiso y gordo. Pero no petisito, no 1.60 m como Horacio. Jorge medía 1.46 m. Yo misma lo escuché declararle su estatura a Miguel en secreto (en secreto, pero a medio metro de mi escritorio). Así que hasta yo tenía que inclinar la cabeza hacia abajo para mirarlo, situación que sólo se da cuando estoy con niños. Jorge tenía los dedos de las manos cortitos y regordetes. En el dedo mayor de su mano derecha lucía un enorme anillo de oro con una piedra roja, rectangular e inmensa, cual padrino de la mafia italiana pero en versión enano de jardín. Siempre tuve la idea de que ese anillo, de a poco, le iba a ir estirando el brazo hasta que lo arrastrara por el piso y le quedara raspado y curtido. Jorge era un Cuasimodo diminuto que contaba historias absolutamente inverosímiles sobre imaginarias conquistas con una voz ridícula y atroz.
Así trascurrieron mis frías jornadas en las electrónicas oficinas de Lugano, a las que llegaba por la mañana arrastrando un fuerte olor a carne cruda que se me aferraba a la nariz mientras el colectivo paseaba por el corazón vacuno de Mataderos.
Esa experiencia laboral fue mucho más parecida a trabajar de enfermera en el Cottolengo Don Orione que a ser asistente de ventas de una empresa de tecnología. Cada rostro, cada anécdota, cada minuto compartido parecían las más logradas escenas del cine clase B.
Tan inusual era la presencia femenina en ese ámbito que esto no sólo se apreciaba a través de las groserías que rebotaban contra las paredes mugrientas durante todo el día (los machistas suelen creer que hablar a los gritos y decir frases guarangas, en la medida de lo posible elogiando algún culo renombrado, los hace más hombres). En ese lugar todo el entorno sudaba testosterona: diferentes objetos yacían semanas tirados en el piso, las computadoras estaban sucias desde que eran máquinas de escribir (a Horacio casi no se le hundían las teclas de tanto pegote) y la mezcla de olor a cigarrillo y café me hacían pensar cada mañana que en lugar de llegar a la oficina estaba entrando a la pieza de mi supuesto hermano adolescente y malcriado. Hasta para llegar al baño había que atravesar un patio descubierto así estuviera nevando y hacer pis o ponerse un tampón en ese sucucho angosto y glacial con puerta de chapa.
No fue fácil. Mejor dicho, fue tan difícil que no pude tolerarlo y me fui sin que me echen justo cuando despuntaba la primavera. Es que el sólo pensar en pasear mi escote entre esos escritorios me alentaba a huir, aún a riesgo de terminar durmiendo debajo de algún puente. Por lo menos me escapé a tiempo, evitando la inminente pestilencia de las chombas sudadas, el concierto de eructos después de una gaseosa refrescante y los soeces piropos estivales.
Me tocó trabajar un duro invierno en los confines de Lugano, a pasitos de la autopista Dellepiane. Un primor de lugar, no sólo por lo trasmano que me quedaba, sino porque la “oficina” consistía en un amplio depósito de hormigón con paredes de 4 m de alto, piso de cerámica helada y abundante personal masculino. Para ser más precisa éramos 3 mujeres y 15 hombres en ese ambiente acogedor, separados el uno del otro por delgados paneles de durlock. Por lo tanto, eso era como un vestuario de cancha después de un clásico reñido: temática futbolera constante, discusión futbolera permanente, vozarrones arrastrando insultos de mil colores y el aire impregnado del hedor rancio de los calzoncillos que emanan la tibieza de una noche con la estufa al máximo. Sí, esos calzones heroicos que han resistido el picadito de ayer a la salida del trabajo, el manoseo de anoche mientras su dueño miraba “Expertos en pinchazos” y el cambio de ropa matinal.
En ese contexto laboral que auguraba un invierno gélido, largo y machista, yo solía soñar melancólica con mis mañanas rosadas en el colegio. Cuarenta bombachas felices encerradas en un aula en la que los lazos femeninos se enredaban en una confusión de desamores incipientes y corpiños que iban creciendo día a día. Pero claro, dicen que la felicidad son sólo pequeños momentos. Hoy esa etapa parece haber durado un instante. Y después a la calle, a enfrentar la masculina realidad en la facultad, en el primer trabajo bajo las órdenes de un déspota, en todos los otros trabajos bajo las órdenes de otros déspotas.
Mis compañeros de la empresa de Lugano no tenían desperdicio. Un séquito de extraños varones que se despachaban con todas sus asquerosidades en mis propias narices. A continuación, haré una breve descripción de los personajes más significativos.
Horacio
Era la voz de Mostaza Merlo empaquetada en 1.60 de altura. Flacucho, barba olvidada y ropa percudida. Ostentaba una foto gris y cruel de su mujer quien, según él mismo afirmaba, tenía 38 años (pero aparentaba 64). En la foto también aparecía su hijo, un nene aburrido que acusaba no tener muchas luces. Ni hablemos de cómo se vestía Horacio: jeans azul eléctrico clásicos (muy Munro), buzos ochentosos (no por la onda retro, sino porque los había comprado, literalmente, en 1984) y un sobretodo largo hasta los pies (yo tampoco sé por qué, María Elena). Horacio fumaba constantemente, un cigarrillo tras otro, y las serpentinas de humo se colaban por entre los boxes y venían a intoxicar mi rincón desde las 9 de la mañana. Su risa nicotínica dejaba ver una dentadura amarronada y ojerosa. Los bordes de los dientes eran negros y el resto ambarino, lo cual le otorgaba un tinte siniestro que desencajaba por completo con en resto de su fisonomía. No era mal tipo, pero lo que le faltaba de maldito lo tenía de asqueroso. Todas las mañanas se servía el café empetrolado en su taza de plástico poroso. Esas tazas que solían venir con las promociones de sopas Knorr 25 años atrás y que estaban hechas de ese plástico permeable, al cual se le impregna toda sustancia que se le arrima. Esa taza tenía un color muy raro e indescifrable: era el color del tiempo gastado por la luz del tubo y la rutina. Del logo de YPF le quedaba sólo el esqueleto. Después de tomar el renegrido café siempre fumaba un cigarrillo, práctica que se repetía innumerables veces durante el día. Cuando en el fondo de la taza quedaban un par de milímetros de infusión, Horacio metía sus dedos sosteniendo la colilla, sumergía la punta ardiente y la dejaba ahí, a medio flotar en el charco de café, como un cadáver abandonado a la vera del Riachuelo.
Miguel
Alto y gordo. También tenía una dentadura repulsiva pero no por el café y el cigarrillo, sino por no haber pisado nunca en su vida el consultorio del dentista. En los dientes tenía costras anaranjadas adheridas para siempre, a las cuáles se le adosaban a su vez los restos de las sustancias alimenticias que iba ingiriendo a lo largo del día. Se jactaba de haber conocido a su mujer en una reunión de solos y solas, de haberse acercado a la mesa dónde ella se encontraba con un par de amigas y de haberla elegido entre todas para sacarla a bailar mientras las otras suspiraban desconsoladas (yo, sin embargo, estoy convencida de que suspiraban de alivio). Él describía a su mujer como alta, rubia y de ojos claros. Debo decir que no mentía para nada, pero sí omitía cierta información, por ejemplo que era muy gorda y muy fea. Los ojos de Claudia se precipitaban por fuera de sus órbitas cual cotillón macabro y barato destinado al festejo de un día de brujas tercermundista en un pelotero de Liniers. En las fotos salía haciendo unas muecas imposibles que me hacían soñar con monstruos espantosos. Miguel le decía “bebu” y nos demostraba su enamoramiento cantando los clásicos de César Banana Pueyrredón, de quién era fiel admirador (no en 1989, por lo menos lo seguía siendo hasta hace 3 años atrás). Pero este personaje tampoco nos ahorraba sus inmundicias, sus relatos preferidos solían estar dedicados a sus peripecias escatológicas. Así que, por la mañana, nos contaba si había tenido o no éxito en el baño, si se sentía hinchado porque hacía 3 hs. que no iba o si había tenido que hacerse un enema la noche anterior asistido por su mujer (este fue el peor: muy temprano y sin escatimar detalles).
Jorge
Petiso y gordo. Pero no petisito, no 1.60 m como Horacio. Jorge medía 1.46 m. Yo misma lo escuché declararle su estatura a Miguel en secreto (en secreto, pero a medio metro de mi escritorio). Así que hasta yo tenía que inclinar la cabeza hacia abajo para mirarlo, situación que sólo se da cuando estoy con niños. Jorge tenía los dedos de las manos cortitos y regordetes. En el dedo mayor de su mano derecha lucía un enorme anillo de oro con una piedra roja, rectangular e inmensa, cual padrino de la mafia italiana pero en versión enano de jardín. Siempre tuve la idea de que ese anillo, de a poco, le iba a ir estirando el brazo hasta que lo arrastrara por el piso y le quedara raspado y curtido. Jorge era un Cuasimodo diminuto que contaba historias absolutamente inverosímiles sobre imaginarias conquistas con una voz ridícula y atroz.
Así trascurrieron mis frías jornadas en las electrónicas oficinas de Lugano, a las que llegaba por la mañana arrastrando un fuerte olor a carne cruda que se me aferraba a la nariz mientras el colectivo paseaba por el corazón vacuno de Mataderos.
Esa experiencia laboral fue mucho más parecida a trabajar de enfermera en el Cottolengo Don Orione que a ser asistente de ventas de una empresa de tecnología. Cada rostro, cada anécdota, cada minuto compartido parecían las más logradas escenas del cine clase B.
Tan inusual era la presencia femenina en ese ámbito que esto no sólo se apreciaba a través de las groserías que rebotaban contra las paredes mugrientas durante todo el día (los machistas suelen creer que hablar a los gritos y decir frases guarangas, en la medida de lo posible elogiando algún culo renombrado, los hace más hombres). En ese lugar todo el entorno sudaba testosterona: diferentes objetos yacían semanas tirados en el piso, las computadoras estaban sucias desde que eran máquinas de escribir (a Horacio casi no se le hundían las teclas de tanto pegote) y la mezcla de olor a cigarrillo y café me hacían pensar cada mañana que en lugar de llegar a la oficina estaba entrando a la pieza de mi supuesto hermano adolescente y malcriado. Hasta para llegar al baño había que atravesar un patio descubierto así estuviera nevando y hacer pis o ponerse un tampón en ese sucucho angosto y glacial con puerta de chapa.
No fue fácil. Mejor dicho, fue tan difícil que no pude tolerarlo y me fui sin que me echen justo cuando despuntaba la primavera. Es que el sólo pensar en pasear mi escote entre esos escritorios me alentaba a huir, aún a riesgo de terminar durmiendo debajo de algún puente. Por lo menos me escapé a tiempo, evitando la inminente pestilencia de las chombas sudadas, el concierto de eructos después de una gaseosa refrescante y los soeces piropos estivales.
martes, 27 de mayo de 2008
Pichón de mamut
- A las mujeres no las tenés que escuchar. Ay, ay, ay!!! Me ponés nervioso. No le des bola, escuchá lo que te digo. – Clamaba mientras hablaba por teléfono con su hijo.
- ………
- No te das cuenta que son todas iguales. Si, ya sé, ya sé…vos tenés que hacer como hago yo con tu madre, decile a todo que sí y después vas y hacés lo que querés, porque el que sabe qué es lo más conveniente sos vos y a vos no te conviene ir a vivir allá. – Continuaba aleccionando a su chachorro troglodita.
- ……… - ¿Qué le habrá contestado el cachorrito?
- ¡No tienen nada en la cabeza, no te das cuenta que no tienen nada en la cabeza! – Gritaba exasperado. - No piensan, hijito, no piensan. Vo (sin “s” para que sea más estrecho, más de padre a hijo) no te preocupes, dejá que grite todo lo que quiera que ya se le va a pasar. Cuando vea el auto que va a tener, la casa que va a tener, ya se va a olvidar de que quiere irse a vivir al campo. Lo que pasa es que esta chiquita (refiriéndose a su nuera) es tonta, es más tonta que tu hermana (refiriéndose a su hija menor). Es pueblerina, por eso acá está asustada, pero vos tenés que comprarle algo lindo y vas a ver cómo se calma.
La bestia mediocre y cavernícola que ha pronunciado este discurso tan instructivo ha sido mi jefe actual. Ayer exteriorizaba vehemente estas palabras mientras discutía por teléfono con su hijo treintañero a cuya mujer, oriunda de un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires, se le ha ocurrido la descabellada idea de querer criar a sus futuros niños en ese lugar. No es la primera vez que lo escucho hablar del tema, se pone loco, no se puede controlar y se desvive por aconsejar a su hijo bajo la más estricta doctrina machista.
¿Y por casa cómo andamos?
Claro, la mujer de mi jefe es el típico ejemplar de ama de casa cincuentona, residuo de una clase media alta, que olvidó su apogeo en los años de la plata dulce. Su misión en la vida ha sido criar a los hijos que “le hizo su marido” quienes ya han crecido y, tras su irremediable partida, han dejado una estela de infelicidad crónica. - ¿Y ahora qué? - Se pregunta Martita todas las mañanas.
Pero tampoco crean que ella es de las que se ahogan en un vaso de agua, para exteriorizar tales traumas recurre todas las semanas a una experimentada analista con un amplio currículum de angustias barriales, penas de rulero y sabios consejos sobre si “rubio ceniza o cobrizo intenso”. La peluquera y sus secuaces, léase ayudantes y clientela frecuente, en una tarde de cafecito, masitas secas y brushing, resolverán las inquietudes angustiosas de Martita haciendo puesta en común de sus crudas experiencias acerca de cómo lograr un buen merengue italiano, efectos colaterales de las cremas antiarrugas y el reporte completo de lo acontecido en el vecindario.
Es lastimoso ver a este tipo de mujeres barrer proyectos y echar a la basura miles de oportunidades cada vez que, por error, agarran la escoba. Su problema es sentirse unas mantenidas en una actualidad de mujeres independientes, resueltas e inteligentes. Su gran miedo es no tener “quién las mantenga” en un tiempo que las encuentra flacas de capacidades y excedidas en edad inútil.
Entonces me pregunto: ¿quién es el que está esculpiendo ese monstruo maltratamujeres en esa casa? Evidentemente, ambos.
Aún en estos tiempos, los hombres jóvenes de entre 25 y 45 años, han sido criados en el machismo por sus propias madres y pegaron el estirón en el seno de una familia en la que papá llegaba del trabajo a la noche y mamá le servía puntualmente la cena o ardía Troya. Una relación así se da únicamente si uno lo permite, como todas las relaciones de poder. Uno puede rebelarse, reaccionar (y se los digo yo que tengo este engendro retrógrada como jefe).
Es verdad que muchas veces esto es difícil, sobre todo en el ámbito laboral, porque podemos tener convicciones muy fuertes e ideas muy claras con respecto al sometimiento femenino, pero también tenemos que comer. De todas formas, se puede limpiar un baño, ser mesera en una pizzería y servir el café en la oficina sin rebajarse y sin una actitud conformista y resignada, que sólo sirve para alimentar a los especímenes primitivos que todavía creen que las mujeres hemos nacido para lavar calzones.
¿O jamás han tenido una compañera rastrera (cerebrito de plástico taiwanés) que ha querido opacarlas, adulando al jefe en común con un trato empalagoso y rebajado: “Si, señor Eduardo”, “Lo que usted diga, señor Eduardo”, “Qué linda corbata, señor Eduardo”, “Ya le llevo su café, señor Eduardo”?
Definitivamente podemos servirle el café hasta al más vil de los jefes sin necesidad de chuparle el culo de esa forma. Esa es la diferencia entre tener o no una conducta laboral digna.
Esa empleada es la misma que en la cocina, cuando nos desahogamos criticando a nuestro jefe mientras recalentamos dos empanadas, lo defiende y lo justifica, engrosando con cada frase innecesariamente halagadora el peligroso ego de ese ser aberrante. Y lo peor, lo más peligroso, lo más triste, es que esa misma esclava microcéntrica va a criar varoncitos machistas que menospreciarán a sus mujeres y humillarán a sus empleadas.
Quizás este relato me quedó muy gritado, muy enfurecido, muy cargado de indignación, pero no pude sacudir estos pensamientos de mi cabeza desde ayer. Por eso ahora voy a aprovechar que salió a almorzar, voy a ir a la farmacia y voy a comprar Rapilax en gotas…a ver si de una vez por todas él puede experimentar también terribles espasmos abdominales y, mientras se retuerce y me pide que llame un taxi, yo disfruto viendo como sufre esa rata sin escrúpulos a quién sólo se le puede causar dolor achicharrándole los intestinos.
- ………
- No te das cuenta que son todas iguales. Si, ya sé, ya sé…vos tenés que hacer como hago yo con tu madre, decile a todo que sí y después vas y hacés lo que querés, porque el que sabe qué es lo más conveniente sos vos y a vos no te conviene ir a vivir allá. – Continuaba aleccionando a su chachorro troglodita.
- ……… - ¿Qué le habrá contestado el cachorrito?
- ¡No tienen nada en la cabeza, no te das cuenta que no tienen nada en la cabeza! – Gritaba exasperado. - No piensan, hijito, no piensan. Vo (sin “s” para que sea más estrecho, más de padre a hijo) no te preocupes, dejá que grite todo lo que quiera que ya se le va a pasar. Cuando vea el auto que va a tener, la casa que va a tener, ya se va a olvidar de que quiere irse a vivir al campo. Lo que pasa es que esta chiquita (refiriéndose a su nuera) es tonta, es más tonta que tu hermana (refiriéndose a su hija menor). Es pueblerina, por eso acá está asustada, pero vos tenés que comprarle algo lindo y vas a ver cómo se calma.
La bestia mediocre y cavernícola que ha pronunciado este discurso tan instructivo ha sido mi jefe actual. Ayer exteriorizaba vehemente estas palabras mientras discutía por teléfono con su hijo treintañero a cuya mujer, oriunda de un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires, se le ha ocurrido la descabellada idea de querer criar a sus futuros niños en ese lugar. No es la primera vez que lo escucho hablar del tema, se pone loco, no se puede controlar y se desvive por aconsejar a su hijo bajo la más estricta doctrina machista.
¿Y por casa cómo andamos?
Claro, la mujer de mi jefe es el típico ejemplar de ama de casa cincuentona, residuo de una clase media alta, que olvidó su apogeo en los años de la plata dulce. Su misión en la vida ha sido criar a los hijos que “le hizo su marido” quienes ya han crecido y, tras su irremediable partida, han dejado una estela de infelicidad crónica. - ¿Y ahora qué? - Se pregunta Martita todas las mañanas.
Pero tampoco crean que ella es de las que se ahogan en un vaso de agua, para exteriorizar tales traumas recurre todas las semanas a una experimentada analista con un amplio currículum de angustias barriales, penas de rulero y sabios consejos sobre si “rubio ceniza o cobrizo intenso”. La peluquera y sus secuaces, léase ayudantes y clientela frecuente, en una tarde de cafecito, masitas secas y brushing, resolverán las inquietudes angustiosas de Martita haciendo puesta en común de sus crudas experiencias acerca de cómo lograr un buen merengue italiano, efectos colaterales de las cremas antiarrugas y el reporte completo de lo acontecido en el vecindario.
Es lastimoso ver a este tipo de mujeres barrer proyectos y echar a la basura miles de oportunidades cada vez que, por error, agarran la escoba. Su problema es sentirse unas mantenidas en una actualidad de mujeres independientes, resueltas e inteligentes. Su gran miedo es no tener “quién las mantenga” en un tiempo que las encuentra flacas de capacidades y excedidas en edad inútil.
Entonces me pregunto: ¿quién es el que está esculpiendo ese monstruo maltratamujeres en esa casa? Evidentemente, ambos.
Aún en estos tiempos, los hombres jóvenes de entre 25 y 45 años, han sido criados en el machismo por sus propias madres y pegaron el estirón en el seno de una familia en la que papá llegaba del trabajo a la noche y mamá le servía puntualmente la cena o ardía Troya. Una relación así se da únicamente si uno lo permite, como todas las relaciones de poder. Uno puede rebelarse, reaccionar (y se los digo yo que tengo este engendro retrógrada como jefe).
Es verdad que muchas veces esto es difícil, sobre todo en el ámbito laboral, porque podemos tener convicciones muy fuertes e ideas muy claras con respecto al sometimiento femenino, pero también tenemos que comer. De todas formas, se puede limpiar un baño, ser mesera en una pizzería y servir el café en la oficina sin rebajarse y sin una actitud conformista y resignada, que sólo sirve para alimentar a los especímenes primitivos que todavía creen que las mujeres hemos nacido para lavar calzones.
¿O jamás han tenido una compañera rastrera (cerebrito de plástico taiwanés) que ha querido opacarlas, adulando al jefe en común con un trato empalagoso y rebajado: “Si, señor Eduardo”, “Lo que usted diga, señor Eduardo”, “Qué linda corbata, señor Eduardo”, “Ya le llevo su café, señor Eduardo”?
Definitivamente podemos servirle el café hasta al más vil de los jefes sin necesidad de chuparle el culo de esa forma. Esa es la diferencia entre tener o no una conducta laboral digna.
Esa empleada es la misma que en la cocina, cuando nos desahogamos criticando a nuestro jefe mientras recalentamos dos empanadas, lo defiende y lo justifica, engrosando con cada frase innecesariamente halagadora el peligroso ego de ese ser aberrante. Y lo peor, lo más peligroso, lo más triste, es que esa misma esclava microcéntrica va a criar varoncitos machistas que menospreciarán a sus mujeres y humillarán a sus empleadas.
Quizás este relato me quedó muy gritado, muy enfurecido, muy cargado de indignación, pero no pude sacudir estos pensamientos de mi cabeza desde ayer. Por eso ahora voy a aprovechar que salió a almorzar, voy a ir a la farmacia y voy a comprar Rapilax en gotas…a ver si de una vez por todas él puede experimentar también terribles espasmos abdominales y, mientras se retuerce y me pide que llame un taxi, yo disfruto viendo como sufre esa rata sin escrúpulos a quién sólo se le puede causar dolor achicharrándole los intestinos.
martes, 20 de mayo de 2008
Un día femenino
“El personal femenino podrá disponer de un día en el mes por razones particulares o de fuerza mayor, sin exigencias de comprobantes.” (Ver CCT art. 67)
Hoy podría matarlo. Creo que si lo mato hoy y llegan a descubrirme podrían reducirme la pena por Síndrome Pre Menstrual severo y agudo. No sé si actualmente esto está considerado como atenuante por el Código Penal, pero yo bien podría sentar jurisprudencia.
Para aquellos y aquellas (hay chicas con suerte) que no lo padecen, vale recordar que el subestimado SPM afecta a la mayoría de las mujeres en edad reproductiva. Está científicamente comprobado que el síndrome premenstrual se asocia con una reducción significativa de la calidad de vida vinculada con la salud. Los síntomas pueden ser tan variados y molestos como sufrir ansiedad, tensión nerviosa, problemas de sueño, fatiga, estreñimiento o diarrea, inestabilidad emocional, vértigo, hiperactividad exagerada, cambios de humor, estado depresivo, estrés, hinchazón de manos, piernas y pies, distensión abdominal, aumento de peso y de volumen, dolor y aumento de las mamas, jaqueca, etc.
Así estuve yo hoy: 110 el talle del corpiño, la cabeza me quemaba, pesaba 2 kg más, tenía las piernas tan hinchadas que me latían como tambores africanos, los párpados separados 0.5 mm uno del otro, la espalda dolorida como si me hubieran molido a palos, los riñones retorcidos como si los estuviera asando a la parrilla y la panza, ¿qué panza? ¡Ah, sí! Ese bolsón rollizo y gelatinoso que se desperdiga por los alrededores del ombligo y que rebota contra todo lo que choca… La panza me ardía.
Como para no querer destripar con las uñas recién hechas a cualquier desconsiderado que no pueda llegar a comprender lo que implica sentirse así. Y se despachan tantos machotes de cartón devenidos en pollerudos infelices con retóricas sobre la histeria femenina. ¡Por favor! Me gustaría que les pase aunque sea una vez, se la pasarían en cama como nenes enfermos.
Estamos sentenciadas a sufrir mensualmente. Ya sabemos que al mes siguiente se va a repetir, que por más que el dolor pueda atenuarse con algún barbitúrico amigo siempre habrá inflamación, molestias y sangre entre las piernas.
“Parirás con dolor…” Y pensar que nos asustamos de eso. Eso es lo de menos. El problema es “menstruarás con dolor”. Cuántas veces puede una parir, por más hijos que tenga. Pero menstruar menstruamos un promedio de 360 veces en la vida (salvo yo, que me hice señorita a los 11, así que andaré en un promedio de 408).
Tendría que tocar siempre domingo. Es verdad que no podríamos disfrutar a pleno el fin de semana, pero en este mundo machista no siempre podemos hacer valer laboralmente el día femenino y quedarnos en casa acurrucadas en la cama hasta que alivie. Si hasta en el examen pre-ocupacional nos preguntan si nuestras menstruaciones son abundantes y dolorosas. ¿Qué les importa? ¡Esa pregunta tendría que estar prohibida! Claro, pero el “patrón” tiene que saber esas cosas de antemano, no vaya a ser que la empleada le falte una vez por mes sin que se la pueda sancionar.
Hoy llegué a la oficina y él ya estaba. Bueno, ya saben lo que eso implica. La rabia y la angustia que me hace sentir. Encima el tren circulaba con demora y desbordaba de gente, así que al malestar femenino de mi cuerpo se le sumaron empujones y codazos. Lo primero que me dijo fue: “No desayuné”, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Hoy no podía contenerme. Hoy no podía con nada.
No se fue en todo el día, estuvo clavado al sillón como una estaca infecta en la madera vieja. Al mediodía me llamó para que me acerque hasta su oficina una vez más (después de las 254 del resto de la mañana). Cuando entré, sin siquiera levantar la mirada, me señaló el escritorio y me dijo:
- Traé algo para limpiar acá.
Lo miré con mis rasgos cargados de feminidad sufriente y le contesté:
- Pero Silvia lo limpió esta mañana.
- No importa, acá hay basuritas, pelusitas. No sé qué es, pero traé el trapo y el líquido ese y limpialo. ¿Ok?
El “ok” me terminó de exasperar. Fui con el multiuso y lo desparramé indiscriminadamente sobre papeles, agenda, notebook y escritorio.
El día fue muy difícil. Surgió un problema grave en la empresa causado por la incompetencia e ignorancia de mi jefe. Yo disfrutaría mucho que lo echen, pero la cosa está tan jodida que más que echarlo a él podrían hasta cerrar la compañía. Así que, entretanto, tengo que soportar que pase cada vez más y más tiempo encerrado conmigo en la oficina, echando manotazos de ahogado a todas las tarjetitas personales de su colección. Su humor y su trato son siempre pésimos y todo esto los ha exacerbado.
Y así se sucedieron un grito tras otro, seguidos por una contestación tras otra de mi parte. Yo no pude cambiar la cara de fastidio en todo el día. En un momento me dijo:
-Yo sé lo que te pasa. Vos estás así porque tenés miedo de lo que pueda pasar acá. Tenés miedo de que yo me vaya. – Dijo con esa omnipotencia que detesto y que lo hace creer que sin su presencia la tierra no seguiría girando.
-No.- Afirmé –Estoy así porque estoy indispuesta. – Y me fui a hacer un té para poder digerir su imbecilidad y darle tiempo a que él trague mi hemorrágica frase final.
No se esperaba esa respuesta. Pero me pareció justo y necesario enfrentarlo a su propia desvergüenza. Yo tengo que aguantar sus continuas inmundicias, así que creo que él tiene derecho a saber que estoy con la regla.
Tendría que tener más cuidado. Hay luna llena y podría correr sangre.
Hoy podría matarlo. Creo que si lo mato hoy y llegan a descubrirme podrían reducirme la pena por Síndrome Pre Menstrual severo y agudo. No sé si actualmente esto está considerado como atenuante por el Código Penal, pero yo bien podría sentar jurisprudencia.
Para aquellos y aquellas (hay chicas con suerte) que no lo padecen, vale recordar que el subestimado SPM afecta a la mayoría de las mujeres en edad reproductiva. Está científicamente comprobado que el síndrome premenstrual se asocia con una reducción significativa de la calidad de vida vinculada con la salud. Los síntomas pueden ser tan variados y molestos como sufrir ansiedad, tensión nerviosa, problemas de sueño, fatiga, estreñimiento o diarrea, inestabilidad emocional, vértigo, hiperactividad exagerada, cambios de humor, estado depresivo, estrés, hinchazón de manos, piernas y pies, distensión abdominal, aumento de peso y de volumen, dolor y aumento de las mamas, jaqueca, etc.
Así estuve yo hoy: 110 el talle del corpiño, la cabeza me quemaba, pesaba 2 kg más, tenía las piernas tan hinchadas que me latían como tambores africanos, los párpados separados 0.5 mm uno del otro, la espalda dolorida como si me hubieran molido a palos, los riñones retorcidos como si los estuviera asando a la parrilla y la panza, ¿qué panza? ¡Ah, sí! Ese bolsón rollizo y gelatinoso que se desperdiga por los alrededores del ombligo y que rebota contra todo lo que choca… La panza me ardía.
Como para no querer destripar con las uñas recién hechas a cualquier desconsiderado que no pueda llegar a comprender lo que implica sentirse así. Y se despachan tantos machotes de cartón devenidos en pollerudos infelices con retóricas sobre la histeria femenina. ¡Por favor! Me gustaría que les pase aunque sea una vez, se la pasarían en cama como nenes enfermos.
Estamos sentenciadas a sufrir mensualmente. Ya sabemos que al mes siguiente se va a repetir, que por más que el dolor pueda atenuarse con algún barbitúrico amigo siempre habrá inflamación, molestias y sangre entre las piernas.
“Parirás con dolor…” Y pensar que nos asustamos de eso. Eso es lo de menos. El problema es “menstruarás con dolor”. Cuántas veces puede una parir, por más hijos que tenga. Pero menstruar menstruamos un promedio de 360 veces en la vida (salvo yo, que me hice señorita a los 11, así que andaré en un promedio de 408).
Tendría que tocar siempre domingo. Es verdad que no podríamos disfrutar a pleno el fin de semana, pero en este mundo machista no siempre podemos hacer valer laboralmente el día femenino y quedarnos en casa acurrucadas en la cama hasta que alivie. Si hasta en el examen pre-ocupacional nos preguntan si nuestras menstruaciones son abundantes y dolorosas. ¿Qué les importa? ¡Esa pregunta tendría que estar prohibida! Claro, pero el “patrón” tiene que saber esas cosas de antemano, no vaya a ser que la empleada le falte una vez por mes sin que se la pueda sancionar.
Hoy llegué a la oficina y él ya estaba. Bueno, ya saben lo que eso implica. La rabia y la angustia que me hace sentir. Encima el tren circulaba con demora y desbordaba de gente, así que al malestar femenino de mi cuerpo se le sumaron empujones y codazos. Lo primero que me dijo fue: “No desayuné”, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Hoy no podía contenerme. Hoy no podía con nada.
No se fue en todo el día, estuvo clavado al sillón como una estaca infecta en la madera vieja. Al mediodía me llamó para que me acerque hasta su oficina una vez más (después de las 254 del resto de la mañana). Cuando entré, sin siquiera levantar la mirada, me señaló el escritorio y me dijo:
- Traé algo para limpiar acá.
Lo miré con mis rasgos cargados de feminidad sufriente y le contesté:
- Pero Silvia lo limpió esta mañana.
- No importa, acá hay basuritas, pelusitas. No sé qué es, pero traé el trapo y el líquido ese y limpialo. ¿Ok?
El “ok” me terminó de exasperar. Fui con el multiuso y lo desparramé indiscriminadamente sobre papeles, agenda, notebook y escritorio.
El día fue muy difícil. Surgió un problema grave en la empresa causado por la incompetencia e ignorancia de mi jefe. Yo disfrutaría mucho que lo echen, pero la cosa está tan jodida que más que echarlo a él podrían hasta cerrar la compañía. Así que, entretanto, tengo que soportar que pase cada vez más y más tiempo encerrado conmigo en la oficina, echando manotazos de ahogado a todas las tarjetitas personales de su colección. Su humor y su trato son siempre pésimos y todo esto los ha exacerbado.
Y así se sucedieron un grito tras otro, seguidos por una contestación tras otra de mi parte. Yo no pude cambiar la cara de fastidio en todo el día. En un momento me dijo:
-Yo sé lo que te pasa. Vos estás así porque tenés miedo de lo que pueda pasar acá. Tenés miedo de que yo me vaya. – Dijo con esa omnipotencia que detesto y que lo hace creer que sin su presencia la tierra no seguiría girando.
-No.- Afirmé –Estoy así porque estoy indispuesta. – Y me fui a hacer un té para poder digerir su imbecilidad y darle tiempo a que él trague mi hemorrágica frase final.
No se esperaba esa respuesta. Pero me pareció justo y necesario enfrentarlo a su propia desvergüenza. Yo tengo que aguantar sus continuas inmundicias, así que creo que él tiene derecho a saber que estoy con la regla.
Tendría que tener más cuidado. Hay luna llena y podría correr sangre.
jueves, 15 de mayo de 2008
Magia negra
-Tocate la teta, chiquita. La izquierda. – Me exigió sin la menor decencia mientras él apoyaba impúdicamente una mano sobre sus testículos.
-¡No! ¡Ni loca, Daniel!- Le contesté, mientras me esforzaba por no ponerme totalmente violeta de golpe a causa de la indignación y la repugnancia.
Él era mi jefe y estábamos en su auto yendo a visitar un salón que pretendíamos contratar para el evento de un cliente. Durante el trayecto conversábamos acerca de algunos presupuestos que yo había solicitado en otros lugares y, en un descuido ignorante, comenté que en Madero Tango pensaba realizar por esos días su fiesta de casamiento Cacho Castaña. ¡Para qué lo habré nombrado!
-Tocate, yo no miro. – Insistió.
-No, ni pienso.- Reiteré, enfrentándolo a mi más contundente mueca de furia que, de todas formas, no lo asustó para nada.
-¿Vos no sabés que hay nombres que no se pueden mencionar? El que nombraste recién es yeta, todo el mundo lo sabe.
-Sos vos el que no sabe que prefiero 25 años de desgracia (aunque no me la merezco) antes que tocarme una teta adelante tuyo, cerdo infeliz.- Pensé.
En ese trabajo duré un mes y medio. No sé ni cómo, todavía. Otras de las manías más insufribles de este jefe que soportaba por entonces era que me llamara a su oficina y me dijera: “Chiquita, hacete unos mates”. Sí, me decía “chiquita”. Y lo decía con toda la lascivia que pudiera caber en ese cuerpazo inflado y obsceno. Yo preparaba el termo y el mate y se lo llevaba a su escritorio intentando siempre aprovechar que estuviera concentrado en alguna terrible idiotez en la computadora y así poder apoyar las cosas y retirarme instantáneamente. Pero no me dejaba. Me decía: “¿A dónde vas? Vení, vení que te muestro una cosa.”
Bueno, no se hagan ilusiones porque ahora no viene la parte en la que se baja los pantalones y lo castro con el cutter. Me hacía quedar en su oficina para poner una música tenue espantosamente melódica de fondo, mientras me leía inconcebibles poesías escritas por él, superadoras incluso hasta del verso más desagradable de Arjona.
Yo entré a trabajar ahí como asistente de marketing (supuestamente): armaba presupuestos publicitarios y presentaciones para los clientes, contrataba promotoras, le indicaba a la diseñadora de ropa el modelito para las chicas, le dibujaba al arquitecto el stand para las exposiciones, organizaba eventos, etc. Sí todo eso llegue a hacer en menos de dos meses. Lo cuento especialmente para algunos que andan diciendo que si no soporto mi trabajo de secretaria por qué no me busco otro. No es tan fácil.
Se preguntarán, quizás, si yo era asistente de marketing, por qué tenía que cebarle el mate a ese inmundo personaje, incluso teniendo él una secretaria a la que podía explotar y humillar tranquilamente como mi jefe actual lo hace conmigo. Yo también me lo preguntaba. Y a medida que se incrementaban las tareas inapropiadas y cada vez más desviadas de los requisitos según los cuáles me habían contratado, ya no sólo me lo preguntaba sino que lo pregunté. Y obtuve una clara respuesta por parte de mi única confidente ahí adentro: yo me parecía a su ex. Sí, el día que me entrevistó parece ser que en cuanto salí de la oficina se puso a comentar que yo le hacía recordar a su última novia, quién había ocupado el mismo puesto hasta poco tiempo antes de que yo empezara. Así que quizás ni leyó el currículum, con echarle una mirada a mi escote ya quedé contratada.
Así transcurrió mi breve experiencia en esa empresa. Muy pronto supe que no iba a durar mucho, pero también muy pronto recapacité que iba a tener que aguantar todo lo que me fuera posible porque no tenía dónde caerme muerta por esa época.
Día tras día rechacé invitaciones después de hora a la cancha (sí, sí, a la cancha), que supuestamente correspondían a mis horas extras de trabajo, soporté sus relatos sobre lo extremadamente loca que estaba su ex y cómo lo hacía sufrir, vi pasar promotoras por su oficina, que pretendían cobrar algún trabajo y salían retocándose la comisura de los labios.
Con mi leal compañera le decíamos “el cerdo”, porque su redonda figura transpirada un exceso de libidinosidad que nos obligaba a apodarlo. Salvo Corky, no creo que nadie le ponga nombre a los chanchos (pobres chanchos), así que yo no podía decirle Daniel, no me salía.
Y resulta que el cerdo era muy supersticioso. Desde usar cintita roja y apoyar la sal en la mesa hasta no permitirle a nadie en la empresa que escriba con tinta azul. Había que escribir con tinta negra porque, según él, la tinta azul trae mala suerte. Esa fue la primera y única vez que escuché esa terrible estupidez, pero él ratificaba su creencia afirmando que por eso en Estados Unidos nadie escribe con tinta azul, porque allá son muy cuidadosos con esas cosas. Y mientras más y más cábalas absurdas se apilaban día tras día sobre mi escritorio, más escribía yo con mi lapicera azul.
Él me lo advirtió, hacía rato que me venía avisando:
- Vos seguí rechazando invitaciones, chiquita… Así no vas a llegar muy lejos.
Y así fue. Muy pronto llegó mi último día de trabajo. Una mañana, tras haberse levantado de pésimo humor, llegó a la oficina y me echó a los gritos sin ningún motivo que lo justifique. Yo no tenía demasiado para reclamar tras 45 días de trabajo, mucho menos después haber convivido durante las horas laborales con su chofer y secretario personal, quién deambulaba por la oficina sin ninguna tarea aparente y temiblemente armado.
Un tiempo después, saliendo de un restaurant, el cerdo encontró su auto totalmente rayado con incisiones profundas que parecían haber sido hechas con un punzón puntiagudo. Sobre el capo podía leerse: “Mala suerte”.
No hay superstición tan poderosa que no se esfume ante la pintura arruinada de un Audi A3.
-¡No! ¡Ni loca, Daniel!- Le contesté, mientras me esforzaba por no ponerme totalmente violeta de golpe a causa de la indignación y la repugnancia.
Él era mi jefe y estábamos en su auto yendo a visitar un salón que pretendíamos contratar para el evento de un cliente. Durante el trayecto conversábamos acerca de algunos presupuestos que yo había solicitado en otros lugares y, en un descuido ignorante, comenté que en Madero Tango pensaba realizar por esos días su fiesta de casamiento Cacho Castaña. ¡Para qué lo habré nombrado!
-Tocate, yo no miro. – Insistió.
-No, ni pienso.- Reiteré, enfrentándolo a mi más contundente mueca de furia que, de todas formas, no lo asustó para nada.
-¿Vos no sabés que hay nombres que no se pueden mencionar? El que nombraste recién es yeta, todo el mundo lo sabe.
-Sos vos el que no sabe que prefiero 25 años de desgracia (aunque no me la merezco) antes que tocarme una teta adelante tuyo, cerdo infeliz.- Pensé.
En ese trabajo duré un mes y medio. No sé ni cómo, todavía. Otras de las manías más insufribles de este jefe que soportaba por entonces era que me llamara a su oficina y me dijera: “Chiquita, hacete unos mates”. Sí, me decía “chiquita”. Y lo decía con toda la lascivia que pudiera caber en ese cuerpazo inflado y obsceno. Yo preparaba el termo y el mate y se lo llevaba a su escritorio intentando siempre aprovechar que estuviera concentrado en alguna terrible idiotez en la computadora y así poder apoyar las cosas y retirarme instantáneamente. Pero no me dejaba. Me decía: “¿A dónde vas? Vení, vení que te muestro una cosa.”
Bueno, no se hagan ilusiones porque ahora no viene la parte en la que se baja los pantalones y lo castro con el cutter. Me hacía quedar en su oficina para poner una música tenue espantosamente melódica de fondo, mientras me leía inconcebibles poesías escritas por él, superadoras incluso hasta del verso más desagradable de Arjona.
Yo entré a trabajar ahí como asistente de marketing (supuestamente): armaba presupuestos publicitarios y presentaciones para los clientes, contrataba promotoras, le indicaba a la diseñadora de ropa el modelito para las chicas, le dibujaba al arquitecto el stand para las exposiciones, organizaba eventos, etc. Sí todo eso llegue a hacer en menos de dos meses. Lo cuento especialmente para algunos que andan diciendo que si no soporto mi trabajo de secretaria por qué no me busco otro. No es tan fácil.
Se preguntarán, quizás, si yo era asistente de marketing, por qué tenía que cebarle el mate a ese inmundo personaje, incluso teniendo él una secretaria a la que podía explotar y humillar tranquilamente como mi jefe actual lo hace conmigo. Yo también me lo preguntaba. Y a medida que se incrementaban las tareas inapropiadas y cada vez más desviadas de los requisitos según los cuáles me habían contratado, ya no sólo me lo preguntaba sino que lo pregunté. Y obtuve una clara respuesta por parte de mi única confidente ahí adentro: yo me parecía a su ex. Sí, el día que me entrevistó parece ser que en cuanto salí de la oficina se puso a comentar que yo le hacía recordar a su última novia, quién había ocupado el mismo puesto hasta poco tiempo antes de que yo empezara. Así que quizás ni leyó el currículum, con echarle una mirada a mi escote ya quedé contratada.
Así transcurrió mi breve experiencia en esa empresa. Muy pronto supe que no iba a durar mucho, pero también muy pronto recapacité que iba a tener que aguantar todo lo que me fuera posible porque no tenía dónde caerme muerta por esa época.
Día tras día rechacé invitaciones después de hora a la cancha (sí, sí, a la cancha), que supuestamente correspondían a mis horas extras de trabajo, soporté sus relatos sobre lo extremadamente loca que estaba su ex y cómo lo hacía sufrir, vi pasar promotoras por su oficina, que pretendían cobrar algún trabajo y salían retocándose la comisura de los labios.
Con mi leal compañera le decíamos “el cerdo”, porque su redonda figura transpirada un exceso de libidinosidad que nos obligaba a apodarlo. Salvo Corky, no creo que nadie le ponga nombre a los chanchos (pobres chanchos), así que yo no podía decirle Daniel, no me salía.
Y resulta que el cerdo era muy supersticioso. Desde usar cintita roja y apoyar la sal en la mesa hasta no permitirle a nadie en la empresa que escriba con tinta azul. Había que escribir con tinta negra porque, según él, la tinta azul trae mala suerte. Esa fue la primera y única vez que escuché esa terrible estupidez, pero él ratificaba su creencia afirmando que por eso en Estados Unidos nadie escribe con tinta azul, porque allá son muy cuidadosos con esas cosas. Y mientras más y más cábalas absurdas se apilaban día tras día sobre mi escritorio, más escribía yo con mi lapicera azul.
Él me lo advirtió, hacía rato que me venía avisando:
- Vos seguí rechazando invitaciones, chiquita… Así no vas a llegar muy lejos.
Y así fue. Muy pronto llegó mi último día de trabajo. Una mañana, tras haberse levantado de pésimo humor, llegó a la oficina y me echó a los gritos sin ningún motivo que lo justifique. Yo no tenía demasiado para reclamar tras 45 días de trabajo, mucho menos después haber convivido durante las horas laborales con su chofer y secretario personal, quién deambulaba por la oficina sin ninguna tarea aparente y temiblemente armado.
Un tiempo después, saliendo de un restaurant, el cerdo encontró su auto totalmente rayado con incisiones profundas que parecían haber sido hechas con un punzón puntiagudo. Sobre el capo podía leerse: “Mala suerte”.
No hay superstición tan poderosa que no se esfume ante la pintura arruinada de un Audi A3.
lunes, 12 de mayo de 2008
La empleada del mes
Le escupí el café. Lo acabo de hacer, no me pude contener. Así es que, siguiendo algunas recomendaciones de un par de comentarios, cuando le preparé el cortado dejé que un hilito de saliva cayera en la tacita dibujando transparentes firuletes, como la baba paciente y silenciosa de los caracoles.
Es que hoy no estoy teniendo un buen día. Desde el paro de subtes hasta que terminé de lavarle los platos después del almuerzo, no paré un minuto. Y las humillaciones y las tareas serviles tampoco aflojaron, todo lo contrario.
A la mañana, al llegar a la estación de Once, después del multitudinario viaje en tren, una barricada de policías bloqueó mi acceso a las escaleras mecánicas que comunican con el subte A, diciendo que tenían órdenes de no dejar pasar a nadie, ya que la línea no estaba funcionando a causa de problemas gremiales. Me apresuré a la parada del 64 y, aunque la cola se extendía a lo largo de toda la cuadra y seguía creciendo, no me desanimé hasta recordar que no tenía ni una moneda encima. Entonces, volví a entrar en la estación en busca de un quiosco. Una vez en el quiosco traté de comprar algo por menos de $1 (lo cuál no es nada fácil), para poder conseguir cambio con un billete de $2. Investigué, divisé una Tita, la agarré y me predispuse a pagarla extendiendo el billete, pero tampoco tuve suerte: “No tengo nada de cambio. ¿No tenés monedas?”, me preguntó el quiosquero desubicado. Ni le respondí, me evaporé hacia otro quiosco y conseguí la Tita y las monedas. Después fui hasta la parada del 86 sobre Yrigoyen. Nuevamente la fila de subte-abandonados era interminable. Cruzando Jujuy, los 64 que venían desbordantes desde la estación, ni siquiera aminoraban la velocidad; pasaban de largo sin piedad frente a los brazos alzados.
En ese momento la conocí a Silvia. Estaba delante de mí en la fila y cada tanto se daba vuelta y me fruncía los labios con hastío, pero sin resignación. Un rato después ya me estaba haciendo comentarios tales como: “¿Vos hasta dónde vas?”, “Yo voy hasta Perú e Yrigoyen”, “¿Compartimos un taxi?”. “Por supuesto que compartimos un taxi, si encontramos un taxi”, pensé. Pero cinco minutos más tarde me sugirió que empezáramos a caminar para tener más posibilidades de conseguir un coche vacío. Así lo hicimos, y no en vano tendremos ambas el culo tan generoso que enseguida pescamos un auto del que se estaba bajando una mujer con un escolar. Así es que con Silvia nos acompañamos en el viaje hasta Diagonal Sur mientras conversábamos de la vida y ella me contaba que trabaja en el PAMI, que tiene tres hijos: Laura (12), Mariana (9) y Leandro (7), que vive en Palermo, que tiene 45 años y que está estudiando abogacía en la Kennedy.
Tras la odisea de atravesar la ciudad con todas sus ratas fuera del sótano desesperadas por llegar a sus respectivos basureros, llegué a la oficina media hora más tarde (y la saqué bastante barata porque había salido de casa temprano). Cuando entré, no lo podía creer. ¿No había sido suficiente, acaso, el trastorno del viaje? No, parece que no, porque él ya estaba ahí con la máquina prendida listo para darme la orden de prepararle el desayuno.
Y la mañana siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido: hacer llamados, servirle el café, preparar las reuniones, servirle el café, aguantar que vaya al baño y servirle, otra vez, el café. Al mediodía me llamó, me lanzó $50 pesos sobre el escritorio y me dijo: “Andá a comprarme una hamburguesa acá abajo”.
¡Ay! ¡Cómo odio ir a comprarle la comida! Que se quede a comer en la oficina implica, esencialmente, tres cosas que no tolero: en primer lugar que se queda respirándome en la nuca y eructando en el sillón, en segundo lugar que le tengo que servir la comida y lavarle los platos y, por último, que yo no puedo comer tranquila sobre mi escritorio mientras chateo, sino que me tengo que arreglar en la cocinita de 1 m x 0.80 cm, parada, incómoda y tragando el almuerzo en cinco minutos.
Por eso no me quedó más remedio. Él se lo buscó. Después de chasquear los dedos, recostado sobre la cuerina negra mientras hacía la digestión, después de señalarme la bandeja con el índice derecho e indicarme que la retire y después de haber lavado sus trastos con restos de fastfood y aderezos, no me quedó otra opción que una pequeña venganza. No podría soportarlo sin el atenuante de un mínimo desquite. Así es que le llevé el café, como siempre, tratando de no volcarlo y esforzando mis gestos hacia una expresión gentil. Pero esta vez la sonrisa asomaba sola y autónoma entre los subordinados músculos. Se filtraba y trataba de contenerse para no exagerar, mientras yo apoyaba la taza y él le agregaba el edulcorante, revolvía saliva, leche y café y se lo tomaba de un sorbo.
Es que hoy no estoy teniendo un buen día. Desde el paro de subtes hasta que terminé de lavarle los platos después del almuerzo, no paré un minuto. Y las humillaciones y las tareas serviles tampoco aflojaron, todo lo contrario.
A la mañana, al llegar a la estación de Once, después del multitudinario viaje en tren, una barricada de policías bloqueó mi acceso a las escaleras mecánicas que comunican con el subte A, diciendo que tenían órdenes de no dejar pasar a nadie, ya que la línea no estaba funcionando a causa de problemas gremiales. Me apresuré a la parada del 64 y, aunque la cola se extendía a lo largo de toda la cuadra y seguía creciendo, no me desanimé hasta recordar que no tenía ni una moneda encima. Entonces, volví a entrar en la estación en busca de un quiosco. Una vez en el quiosco traté de comprar algo por menos de $1 (lo cuál no es nada fácil), para poder conseguir cambio con un billete de $2. Investigué, divisé una Tita, la agarré y me predispuse a pagarla extendiendo el billete, pero tampoco tuve suerte: “No tengo nada de cambio. ¿No tenés monedas?”, me preguntó el quiosquero desubicado. Ni le respondí, me evaporé hacia otro quiosco y conseguí la Tita y las monedas. Después fui hasta la parada del 86 sobre Yrigoyen. Nuevamente la fila de subte-abandonados era interminable. Cruzando Jujuy, los 64 que venían desbordantes desde la estación, ni siquiera aminoraban la velocidad; pasaban de largo sin piedad frente a los brazos alzados.
En ese momento la conocí a Silvia. Estaba delante de mí en la fila y cada tanto se daba vuelta y me fruncía los labios con hastío, pero sin resignación. Un rato después ya me estaba haciendo comentarios tales como: “¿Vos hasta dónde vas?”, “Yo voy hasta Perú e Yrigoyen”, “¿Compartimos un taxi?”. “Por supuesto que compartimos un taxi, si encontramos un taxi”, pensé. Pero cinco minutos más tarde me sugirió que empezáramos a caminar para tener más posibilidades de conseguir un coche vacío. Así lo hicimos, y no en vano tendremos ambas el culo tan generoso que enseguida pescamos un auto del que se estaba bajando una mujer con un escolar. Así es que con Silvia nos acompañamos en el viaje hasta Diagonal Sur mientras conversábamos de la vida y ella me contaba que trabaja en el PAMI, que tiene tres hijos: Laura (12), Mariana (9) y Leandro (7), que vive en Palermo, que tiene 45 años y que está estudiando abogacía en la Kennedy.
Tras la odisea de atravesar la ciudad con todas sus ratas fuera del sótano desesperadas por llegar a sus respectivos basureros, llegué a la oficina media hora más tarde (y la saqué bastante barata porque había salido de casa temprano). Cuando entré, no lo podía creer. ¿No había sido suficiente, acaso, el trastorno del viaje? No, parece que no, porque él ya estaba ahí con la máquina prendida listo para darme la orden de prepararle el desayuno.
Y la mañana siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido: hacer llamados, servirle el café, preparar las reuniones, servirle el café, aguantar que vaya al baño y servirle, otra vez, el café. Al mediodía me llamó, me lanzó $50 pesos sobre el escritorio y me dijo: “Andá a comprarme una hamburguesa acá abajo”.
¡Ay! ¡Cómo odio ir a comprarle la comida! Que se quede a comer en la oficina implica, esencialmente, tres cosas que no tolero: en primer lugar que se queda respirándome en la nuca y eructando en el sillón, en segundo lugar que le tengo que servir la comida y lavarle los platos y, por último, que yo no puedo comer tranquila sobre mi escritorio mientras chateo, sino que me tengo que arreglar en la cocinita de 1 m x 0.80 cm, parada, incómoda y tragando el almuerzo en cinco minutos.
Por eso no me quedó más remedio. Él se lo buscó. Después de chasquear los dedos, recostado sobre la cuerina negra mientras hacía la digestión, después de señalarme la bandeja con el índice derecho e indicarme que la retire y después de haber lavado sus trastos con restos de fastfood y aderezos, no me quedó otra opción que una pequeña venganza. No podría soportarlo sin el atenuante de un mínimo desquite. Así es que le llevé el café, como siempre, tratando de no volcarlo y esforzando mis gestos hacia una expresión gentil. Pero esta vez la sonrisa asomaba sola y autónoma entre los subordinados músculos. Se filtraba y trataba de contenerse para no exagerar, mientras yo apoyaba la taza y él le agregaba el edulcorante, revolvía saliva, leche y café y se lo tomaba de un sorbo.
viernes, 9 de mayo de 2008
El que le roba a un ladrón...
Ayer a la nochecita, al regreso del trabajo, estaba con una amiga en una perfumería suburbana haciendo compras domésticas y nos sorprendió el precio del desodorante líquido para inodoros. Ella necesitaba comprar uno de esos repuestos que tienen dentro una especie de solución viscosa verde o azul, con aroma a pino o algas marinas, que se encastra en un dispositivo y se cuelga a un costadito del inodoro. Lo explico en detalle para diferenciarlo bien, porque no es lo mismo que las florcitas o las canastitas que son mucho más baratas. El asunto es que nos encontramos con que el precio de este tipo de repuestos está entre los $7 y los $8, bastante saladito por ser un accesorio para el inodoro que hay que cambiar seguido. Así que le dije a mi amiga:
-Dejá, yo te traigo uno de la oficina.
-No te preocupes, compro otra cosa. Me fijo. – Y siguió analizando el estante azulverdoso.
La agarré del brazo obligándola a darse vuelta e insistí:
-Mañana te traigo uno de la oficina.
-Bueno, está bien.- Contestó dudosa, filtrando en su titubeo un poco de miedo a que ese accionar me traiga problemas. Por lo que, adivinando su preocupación, le dije:
-No pasa nada. Si la compra del supermercado la hago yo por Internet. Pido lo que quiero, nadie me controla, así que siempre trato de agregar algo. Él (mi jefe) ni sabe si pido, ni qué pido, ni cuánto pido…Con asegurarle su café y sus galletitas ya lo dejo contento.- Aseguré.
Esta práctica, que tantos ejercitamos en nuestros respectivos trabajos, se denomina escamoteo*. Surgida en el ámbito fabril y extendida a administraciones comerciales, oficinas y grandes empresas, es este un recurso de obreros y empleados. Un desvío, una táctica sutil y silenciosa de los dominados en el campo del orden impuesto.
El escamoteo es una práctica popular que funciona como una forma de resistencia a la jerarquización social que organiza el trabajo.
Los trabajadores utilizamos material o máquinas (teléfono, impresora) para provecho propio, robamos pequeños objetos (cartuchos, hojas, cds, liquid paper) y, por sobre todo, los trabajadores que escamoteamos, le sustraemos tiempo a la empresa. En este último caso los ejemplos son infinitos: colgarse en el msn, dormir en el baño, estudiar en el escritorio, estirar la hora de almuerzo, ir a fumar a la escalera un largo rato, transformar los cinco minutos para tomar un café en una charla de tres cuartos de hora en la cocina, hacer trabajos para la facultad, leer el diario (o ciertos blogs) en internet, bajar música o películas, enviar y contestar mails personales, pintarse las uñas, jugar al “busca minas” (eso ya es demodé, ¿no?), etc.
Así es que este post es ante todo una recomendación, un consejo: PRACTIQUEN EL ESCAMOTEO!!! Es una forma de resistencia válida y efectiva, por lo menos para quien la ejecuta que, de algún modo (aunque a veces ínfimo), resulta beneficiado.
Este es un fenómeno que se ha generalizado, aún cuando los empleadores lo penalizan y ponen en práctica diversos mecanismos de control: cámaras, factura detallada de teléfono, censura a internet, revisión de bolsos, etc. El escamoteo sobrevive, se expande, muta, se supera.
Yo, personalmente, lo vengo practicando hace años y, además del msn, estudiar en el horario laboral o “tomar prestado” algún producto de limpieza, mis favoritos siempre fueron los artículos de oficina. En otra empresa, en la que trabajé muchos años, yo era la encargada de las compras de librería, así que al usual pedido siempre agregaba marcadores, sobres, folios, hojas de colores (que son bien caras) y cualquier cosita que anduviera necesitando.
Fomentemos y contagiemos el escamoteo, una herramienta mediante la cual quitarle aunque sea un mínimo de rentabilidad a quienes nos explotan y nos subordinan. Es una práctica legítima para una menguada venganza de quiénes nos roban con cada grito humillante, con cada orden incoherente, con cada tarea inapropiada, con cada hora extra impaga, con cada exigencia insólita y con cada abuso, nuestra doblegada dignidad.
*de Certeau, Michel, La invención de lo cotidiano
-Dejá, yo te traigo uno de la oficina.
-No te preocupes, compro otra cosa. Me fijo. – Y siguió analizando el estante azulverdoso.
La agarré del brazo obligándola a darse vuelta e insistí:
-Mañana te traigo uno de la oficina.
-Bueno, está bien.- Contestó dudosa, filtrando en su titubeo un poco de miedo a que ese accionar me traiga problemas. Por lo que, adivinando su preocupación, le dije:
-No pasa nada. Si la compra del supermercado la hago yo por Internet. Pido lo que quiero, nadie me controla, así que siempre trato de agregar algo. Él (mi jefe) ni sabe si pido, ni qué pido, ni cuánto pido…Con asegurarle su café y sus galletitas ya lo dejo contento.- Aseguré.
Esta práctica, que tantos ejercitamos en nuestros respectivos trabajos, se denomina escamoteo*. Surgida en el ámbito fabril y extendida a administraciones comerciales, oficinas y grandes empresas, es este un recurso de obreros y empleados. Un desvío, una táctica sutil y silenciosa de los dominados en el campo del orden impuesto.
El escamoteo es una práctica popular que funciona como una forma de resistencia a la jerarquización social que organiza el trabajo.
Los trabajadores utilizamos material o máquinas (teléfono, impresora) para provecho propio, robamos pequeños objetos (cartuchos, hojas, cds, liquid paper) y, por sobre todo, los trabajadores que escamoteamos, le sustraemos tiempo a la empresa. En este último caso los ejemplos son infinitos: colgarse en el msn, dormir en el baño, estudiar en el escritorio, estirar la hora de almuerzo, ir a fumar a la escalera un largo rato, transformar los cinco minutos para tomar un café en una charla de tres cuartos de hora en la cocina, hacer trabajos para la facultad, leer el diario (o ciertos blogs) en internet, bajar música o películas, enviar y contestar mails personales, pintarse las uñas, jugar al “busca minas” (eso ya es demodé, ¿no?), etc.
Así es que este post es ante todo una recomendación, un consejo: PRACTIQUEN EL ESCAMOTEO!!! Es una forma de resistencia válida y efectiva, por lo menos para quien la ejecuta que, de algún modo (aunque a veces ínfimo), resulta beneficiado.
Este es un fenómeno que se ha generalizado, aún cuando los empleadores lo penalizan y ponen en práctica diversos mecanismos de control: cámaras, factura detallada de teléfono, censura a internet, revisión de bolsos, etc. El escamoteo sobrevive, se expande, muta, se supera.
Yo, personalmente, lo vengo practicando hace años y, además del msn, estudiar en el horario laboral o “tomar prestado” algún producto de limpieza, mis favoritos siempre fueron los artículos de oficina. En otra empresa, en la que trabajé muchos años, yo era la encargada de las compras de librería, así que al usual pedido siempre agregaba marcadores, sobres, folios, hojas de colores (que son bien caras) y cualquier cosita que anduviera necesitando.
Fomentemos y contagiemos el escamoteo, una herramienta mediante la cual quitarle aunque sea un mínimo de rentabilidad a quienes nos explotan y nos subordinan. Es una práctica legítima para una menguada venganza de quiénes nos roban con cada grito humillante, con cada orden incoherente, con cada tarea inapropiada, con cada hora extra impaga, con cada exigencia insólita y con cada abuso, nuestra doblegada dignidad.
*de Certeau, Michel, La invención de lo cotidiano
miércoles, 7 de mayo de 2008
Habitación en suite
Mi jefe y yo compartimos el baño de la oficina. Mi escritorio está separado apenas por 2.5 m de la puerta del toilette. Él suele ir al baño tres veces por día. No, ni toma mucha agua, ni toma mucho té. No va a hacer pis, o por lo menos no va sólo a eso. Va al baño tres veces por día a defecar.
¡Sí, caga de lo lindo el muy puerco! Y yo no puedo evitar pensar que se está cagando en mí…
No tiene el menor pudor y el menor reparo. Cuando quiere ir al baño agarra el diario y me dice: “No me pases ningún llamado que voy al baño” ó “Dejame ir al baño, hijita”. ¡Puaj! Escribirlo lo hace todavía más repugnante. Además, no sé para qué me lo aclara, es obvio que va al baño, adónde va a ir en una oficina de 20 m2, no tiene muchas opciones.
La oficina es un cuadrado pequeño. La cocina y el baño, que están uno al lado del otro, sólo están divididos por medio de ese material que imita a una pared pero que es una especie de cartón duro y hueco con un aislamiento acústico pésimo.
Así es que, tal como pueden imaginarse, cada vez que va al baño me regala una estruendosa sinfonía sin el menor recato. Yo, desde mi escritorio (o desde cualquier rincón de la diminuta oficina), puedo sentir cada una de sus flatulencias como los truenos de una terrible tormenta de la que no puedo esconderme.
El toilette cuenta con un extractor que él enciende invariablemente al ingresar, pero dicho aparato sólo sirve de batifondo para su inmunda melodía. Él debe estar absolutamente convencido de que el ruido del extractor amortigua sus propios sonidos, pero claro, yo ya les expliqué que es muy corto de genio. Eso lo podría haber pensado los primeros días, pero a dos años de involuntaria convivencia la simple lógica le tendría ayudar a visualizar la siguiente ecuación: “Si yo, estando en el baño con el extractor prendido, escucho cuando suena el teléfono, cuando lo atiende mi secretaria y hasta lo que dice, de eso se deduce que ella debe escuchar mis pedos perfectamente”. Pero no, ni siquiera es capaz de hacer esa simple reflexión o, quizás sí, pero no le importa en lo más mínimo. Esto es evidente porque muchas veces, al salir del baño, me hace comentarios sobre los llamados que recibí, por ejemplo: “Llamó Perez, ¿no? Llamámelo ya mismo”. Entonces es obvio que si él oyó claramente el llamado el efecto es reversible.
Por lo tanto, todos los días laborales tengo aseguradas por lo menos tres performances en el baño, en las que debo escuchar, sin escapatoria posible, desde su completa pedorrera hasta su última gargajeada. Y no me extiendo en mayores detalles escatológicos porque no es mi estilo, pero soy una silenciosa testigo hasta de las más repulsivas porquerías que puedan imaginar.
Al finalizar, como para rematar el show, sale del baño arrastrando tras de sí un vaho fétido y nauseabundo, me llama sin la menor decencia para que lo siga hasta su escritorio y mientras me escupe alguna nueva orden a cumplir, se cierra la bragueta.
¡Sí, caga de lo lindo el muy puerco! Y yo no puedo evitar pensar que se está cagando en mí…
No tiene el menor pudor y el menor reparo. Cuando quiere ir al baño agarra el diario y me dice: “No me pases ningún llamado que voy al baño” ó “Dejame ir al baño, hijita”. ¡Puaj! Escribirlo lo hace todavía más repugnante. Además, no sé para qué me lo aclara, es obvio que va al baño, adónde va a ir en una oficina de 20 m2, no tiene muchas opciones.
La oficina es un cuadrado pequeño. La cocina y el baño, que están uno al lado del otro, sólo están divididos por medio de ese material que imita a una pared pero que es una especie de cartón duro y hueco con un aislamiento acústico pésimo.
Así es que, tal como pueden imaginarse, cada vez que va al baño me regala una estruendosa sinfonía sin el menor recato. Yo, desde mi escritorio (o desde cualquier rincón de la diminuta oficina), puedo sentir cada una de sus flatulencias como los truenos de una terrible tormenta de la que no puedo esconderme.
El toilette cuenta con un extractor que él enciende invariablemente al ingresar, pero dicho aparato sólo sirve de batifondo para su inmunda melodía. Él debe estar absolutamente convencido de que el ruido del extractor amortigua sus propios sonidos, pero claro, yo ya les expliqué que es muy corto de genio. Eso lo podría haber pensado los primeros días, pero a dos años de involuntaria convivencia la simple lógica le tendría ayudar a visualizar la siguiente ecuación: “Si yo, estando en el baño con el extractor prendido, escucho cuando suena el teléfono, cuando lo atiende mi secretaria y hasta lo que dice, de eso se deduce que ella debe escuchar mis pedos perfectamente”. Pero no, ni siquiera es capaz de hacer esa simple reflexión o, quizás sí, pero no le importa en lo más mínimo. Esto es evidente porque muchas veces, al salir del baño, me hace comentarios sobre los llamados que recibí, por ejemplo: “Llamó Perez, ¿no? Llamámelo ya mismo”. Entonces es obvio que si él oyó claramente el llamado el efecto es reversible.
Por lo tanto, todos los días laborales tengo aseguradas por lo menos tres performances en el baño, en las que debo escuchar, sin escapatoria posible, desde su completa pedorrera hasta su última gargajeada. Y no me extiendo en mayores detalles escatológicos porque no es mi estilo, pero soy una silenciosa testigo hasta de las más repulsivas porquerías que puedan imaginar.
Al finalizar, como para rematar el show, sale del baño arrastrando tras de sí un vaho fétido y nauseabundo, me llama sin la menor decencia para que lo siga hasta su escritorio y mientras me escupe alguna nueva orden a cumplir, se cierra la bragueta.
lunes, 5 de mayo de 2008
Ideología barata y zapatos de taco
-¡Vení, hijita!- Ordenó desde su escritorio en su estricto imperativo.
Cuando me dice “hijita” se apodera de mí una furia semiótica implacable. Con qué derecho me dice “hijita” ese híbrido extraño, mezcla de Lilita Carrió y perrito pekinés de solterona resentida. Nadie tiene derecho a llamarme “hijita”, nadie. Sólo mi padre…y, como no tengo padre, nadie en el mundo. Porque las madres no suelen decir hijita, por lo menos no las madres del oeste del conurbano bonaerense. Bueno, volvamos al incipiente diálogo.
-¡Vení, hijita!- dijo. Y yo (su falsa hijita border) fui.
Simplemente traspasé la puerta y me paré en la entrada de su oficina a esperar la chorrera de incoherencias que le siguen al “hijita” (porque si me llama por algún asunto de trabajo siempre se refiere a mí por mi nombre completo) y no me defraudó…
-¿Vos cuántos zapatos tenés?- preguntó esbozando esa mueca extraña que procura ser su sonrisa socarrona, pero que nunca superó la jerarquía de mueca extraña.
Sinceramente me sorprendió. De todos los sinsentidos a los que me tiene acostumbrada esta pregunta me desencajó por completo.
-¿Cómo?- Retruqué, tratando de ganar unos segundos para poder adaptarme a la extraña sensación de que me estuviera haciendo una pregunta personal y no me estuviera contando algo personal, que es lo que más suele hacer.
-¿Tenés muchos zapatos?
-No, algunos. No sé cuántos.- La verdad que existen miles de respuestas mejores que podría haberle dicho, pero me agarró desprevenida, sin tener idea hacia dónde me llevaba ese camino amarillo.
-¿Sabés cuántos zapatos tiene nuestra presidenta? Tiene más de 250 pares de zapatos. ¿Vo (sin la “ese”, porque debe pensar que lo hace más Cardón hablar así de vez en cuando) cuánto tené? Seguro que tené meno de 250. ¡Já, ja, ja!-
Mientras, por aquí, cara de nada. Estoy acostumbrada a que me llame para decirme todo tipo de idioteces, pero eso no quiere decir que dejen de irritarme o que con el tiempo me haya acostumbrado. Y siguió…
-De verdad.- Dijo, tratando de robarme algún gesto que, para un lado o para el otro (aunque él bien sabe para qué lado), pudiera traslucir mi opinión al respecto. Y como para legitimizar su afirmación añadió: - Lo dice La Nación de hoy.-
¡Ah, listo! Así es otra cosa. Hubiéramos empezado por ahí, hombre. Si lo dice La Nación de hoy entonces me quedo mucho más tranquila. Claro, no se discute más, como descreer de un diario que es más largo que yo en puntas de pie. No, no, no, si cuando digo que no le da, es porque no le da…
Así que le contesté: - Mire, si La Nación no tiene nada más interesante para decir, no es mi problema.- Me di media vuelta y salí de su oficina zarandeando mi abundante cabellera cristinesca al ritmo del vaivén de mi orgulloso pandeiro.
Pensar que tengo que subordinarme diariamente a un facho ignorante que, además, no es capaz de generar opiniones propias, un reaccionario colgado del cable que tiene el control remoto tildado en C5N, que no puede hilvanar por sí mismo un par de conceptos para sostener su discurso (sucias hilachas desprendidas de los calzones de los politólogos más baratos de la televisión). A veces se ríe interminablemente en su escritorio como una hiena epiléptica, leyendo algún chiste de esos que le mandan sus amigotes (que por andar con él puedo imaginar cómo son) y me da lástima. Pobre rata retrasada que pellizca el queso de los que piensan por él, que se revuelca en la basura de los que se abusan de esa triste cabecita hueca y pelada y encima le hacen creer que es un animal importante. Y él se lo cree…mete la mano en el bolsillo interior del traje, saca una tarjeta y la muestra.
Cuando me dice “hijita” se apodera de mí una furia semiótica implacable. Con qué derecho me dice “hijita” ese híbrido extraño, mezcla de Lilita Carrió y perrito pekinés de solterona resentida. Nadie tiene derecho a llamarme “hijita”, nadie. Sólo mi padre…y, como no tengo padre, nadie en el mundo. Porque las madres no suelen decir hijita, por lo menos no las madres del oeste del conurbano bonaerense. Bueno, volvamos al incipiente diálogo.
-¡Vení, hijita!- dijo. Y yo (su falsa hijita border) fui.
Simplemente traspasé la puerta y me paré en la entrada de su oficina a esperar la chorrera de incoherencias que le siguen al “hijita” (porque si me llama por algún asunto de trabajo siempre se refiere a mí por mi nombre completo) y no me defraudó…
-¿Vos cuántos zapatos tenés?- preguntó esbozando esa mueca extraña que procura ser su sonrisa socarrona, pero que nunca superó la jerarquía de mueca extraña.
Sinceramente me sorprendió. De todos los sinsentidos a los que me tiene acostumbrada esta pregunta me desencajó por completo.
-¿Cómo?- Retruqué, tratando de ganar unos segundos para poder adaptarme a la extraña sensación de que me estuviera haciendo una pregunta personal y no me estuviera contando algo personal, que es lo que más suele hacer.
-¿Tenés muchos zapatos?
-No, algunos. No sé cuántos.- La verdad que existen miles de respuestas mejores que podría haberle dicho, pero me agarró desprevenida, sin tener idea hacia dónde me llevaba ese camino amarillo.
-¿Sabés cuántos zapatos tiene nuestra presidenta? Tiene más de 250 pares de zapatos. ¿Vo (sin la “ese”, porque debe pensar que lo hace más Cardón hablar así de vez en cuando) cuánto tené? Seguro que tené meno de 250. ¡Já, ja, ja!-
Mientras, por aquí, cara de nada. Estoy acostumbrada a que me llame para decirme todo tipo de idioteces, pero eso no quiere decir que dejen de irritarme o que con el tiempo me haya acostumbrado. Y siguió…
-De verdad.- Dijo, tratando de robarme algún gesto que, para un lado o para el otro (aunque él bien sabe para qué lado), pudiera traslucir mi opinión al respecto. Y como para legitimizar su afirmación añadió: - Lo dice La Nación de hoy.-
¡Ah, listo! Así es otra cosa. Hubiéramos empezado por ahí, hombre. Si lo dice La Nación de hoy entonces me quedo mucho más tranquila. Claro, no se discute más, como descreer de un diario que es más largo que yo en puntas de pie. No, no, no, si cuando digo que no le da, es porque no le da…
Así que le contesté: - Mire, si La Nación no tiene nada más interesante para decir, no es mi problema.- Me di media vuelta y salí de su oficina zarandeando mi abundante cabellera cristinesca al ritmo del vaivén de mi orgulloso pandeiro.
Pensar que tengo que subordinarme diariamente a un facho ignorante que, además, no es capaz de generar opiniones propias, un reaccionario colgado del cable que tiene el control remoto tildado en C5N, que no puede hilvanar por sí mismo un par de conceptos para sostener su discurso (sucias hilachas desprendidas de los calzones de los politólogos más baratos de la televisión). A veces se ríe interminablemente en su escritorio como una hiena epiléptica, leyendo algún chiste de esos que le mandan sus amigotes (que por andar con él puedo imaginar cómo son) y me da lástima. Pobre rata retrasada que pellizca el queso de los que piensan por él, que se revuelca en la basura de los que se abusan de esa triste cabecita hueca y pelada y encima le hacen creer que es un animal importante. Y él se lo cree…mete la mano en el bolsillo interior del traje, saca una tarjeta y la muestra.
miércoles, 30 de abril de 2008
Jurar en vano es pecado
Después de haber trabajado de secretaria durante 8 años para un déspota, tirano, explotador, juré que jamás volvería hacerlo. Y dios me castigó…
Cuando empecé, allá lejos y hace tiempo, a mediados de los ’90, tuve que aprender desconocidas tareas que iban desde servir el café hasta facturar a máquina con papel carbónico. En el transcurrir de esa espantosa experiencia también realicé muchas otras labores tales como: ir al banco todos los días, ir a cobrar a los lugares más recónditos (para que la empresa no pierda rentabilidad pagando una moto), llevarle a mi jefe los zapatos al zapatero, los anteojos a ajustar a la óptica (entre 3 y 4 veces por semana, no fuera a ser que tuviera que cambiarlos y gastar $150 de una), ir a buscarle al auto (que dejaba estacionado a tres cuadras) algún mapa de algún lugar al que nunca iba a viajar, ir a pagarle el colegio y la facultad a sus cinco hijos, ir a comprarle el yogur todos los días cuando se le ocurría hacer una de sus infructuosas dietas (se ve que lo quería fresquito el hijo de puta). He llegado a subirme a un colectivo y viajar durante 2 hs. hasta Béccar, bajarme y caminar media hora más, para llevar un sobre a una fábrica ubicada en medio de un espeluznante descampado.
Todas estas actividades las hacía a diario y aunque lloviera, tronara o erupcionara un volcán en plena ciudad, las tenía que cumplir al pie de la letra. No importaba si comía, si iba al baño o si después, cuando volvía agotada, malhumorada y resentida, tenía todavía que traducir una hoja técnica de algún producto químico, preparar unas muestras en el laboratorio clandestino improvisado en una de las oficinas o liquidar los sueldos de todos los empleados. Sí, porque todo eso hacía yo por el mismo precio, pero me pagaban como si apenas estuviera capacitada para servir el café.
En la entrevista para ese trabajo mi ex-jefe jamás me aclaró que me iba a tener como bola sin manija para hacer cualquier tipo de tarea por más insólita o personal que fuera. Todo lo contrario, parecía valorar en exceso mis conocimientos de inglés y mi “redacción propia” (como se estila decir ahora a la habilidad de poder escribir un mail o una carta correctamente, sin ayudita y sin errores ortográficos ni gramaticales). Pero él mintió, así que espero que dios también lo haya castigado…
A los días no más yo ya estaba de acá para allá y un par de años más tarde ya se aprovechaba en esa empresa mi escaso pero efectivo manejo de Corel Draw, para falsificar certificados de los productos químicos que se comercializaban. Y así fue, ni el inglés avanzado, ni mi destreza gráfica, ni la correcta escritura me salvaron de servir café y lavar tacitas.
Me había prometido a mi misma que iba a ser pasajero. ¡Qué ilusa! Si hasta estaba entusiasmada con dejar la incipiente experiencia de maestra particular para tener un sueldo fijo mensual y así poder ahorrar, comprarme ropa e irme de vacaciones. ¡Flor de pelotuda! Terminé pagando tan caras esas vacaciones…
Todavía en ese entonces pensaba que las cosas salían como uno las planeaba, por lo menos si uno se esforzaba lo suficiente como para lograrlas. Claro, se vivía en un contexto muy new age, muy exitista, muy menemista; entonces me parece que me creí un poco el mensaje subliminal de Jugate Conmigo: “tu puedes lograr todo lo que te propongas, sólo tienes que intentarlo”. Y yo me dije: “Agarro este trabajito mientras termino esta carrera que es corta, en un par de años ya tengo una salida laboral y, después, estudio lo que quiero aunque me lleve diez años más”.
Finalmente pasaron quince años y entre tanto que me caigo y me levanto (aunque más que nada me caigo), que abandonos, que desamores, que se muere algún ser querido, que te agarra algún que otro brote, que te psicoanalizás (eso toma su tiempo), que por su parte el psiquiatra te da unas pastillitas, que las pastillitas te dan alergia y te da un ataque, que tenés pesadillas muy seguido, que te da pánico dar los exámenes, que te agarra hipotiroidismo y engordás 9 kg., que te odiás, que terminás sola como una bombacha percudida secándose al sol… Bueno, lo usual. Tras todo ese barullo que se arma por las vueltas de la vida misma (¡ay, qué lindo!, seguro que eso no lo ha dicho nunca nadie), así quedé: resentida, endurecida, humillada y resignada a que ya estoy grande para aquellos trabajos más prometedores para los que trato de postularme todos los lunes.
Y de nuevo la maraña de torturantes pensamientos y las vocecitas molestas de la conciencia chillando como ratitas atrapadas (que bien podrían ser los espíritus de Rosita y José) que me dicen al unísono: “Tenés que cambiar de trabajo, merecés un trabajo mejor, estás capacitada para hacer otras cosas más interesantes; pero también es verdad que necesitás este trabajo,que tenés que comer, que tenés una casa que mantener, que ya no sos una pendeja”.
Sí, sí, pensé en un fernecito con raticida para liquidar las vocecitas molestas, pero es complicado porque yo amo a los animalitos...mi problema son las plagas de engendros retrógradas, reaccionarios, ignorantes y machistas. ¿Quién se atreve a fumigar eso? Por ahora, empiezo yo solita por esta rejilla…
Cuando empecé, allá lejos y hace tiempo, a mediados de los ’90, tuve que aprender desconocidas tareas que iban desde servir el café hasta facturar a máquina con papel carbónico. En el transcurrir de esa espantosa experiencia también realicé muchas otras labores tales como: ir al banco todos los días, ir a cobrar a los lugares más recónditos (para que la empresa no pierda rentabilidad pagando una moto), llevarle a mi jefe los zapatos al zapatero, los anteojos a ajustar a la óptica (entre 3 y 4 veces por semana, no fuera a ser que tuviera que cambiarlos y gastar $150 de una), ir a buscarle al auto (que dejaba estacionado a tres cuadras) algún mapa de algún lugar al que nunca iba a viajar, ir a pagarle el colegio y la facultad a sus cinco hijos, ir a comprarle el yogur todos los días cuando se le ocurría hacer una de sus infructuosas dietas (se ve que lo quería fresquito el hijo de puta). He llegado a subirme a un colectivo y viajar durante 2 hs. hasta Béccar, bajarme y caminar media hora más, para llevar un sobre a una fábrica ubicada en medio de un espeluznante descampado.
Todas estas actividades las hacía a diario y aunque lloviera, tronara o erupcionara un volcán en plena ciudad, las tenía que cumplir al pie de la letra. No importaba si comía, si iba al baño o si después, cuando volvía agotada, malhumorada y resentida, tenía todavía que traducir una hoja técnica de algún producto químico, preparar unas muestras en el laboratorio clandestino improvisado en una de las oficinas o liquidar los sueldos de todos los empleados. Sí, porque todo eso hacía yo por el mismo precio, pero me pagaban como si apenas estuviera capacitada para servir el café.
En la entrevista para ese trabajo mi ex-jefe jamás me aclaró que me iba a tener como bola sin manija para hacer cualquier tipo de tarea por más insólita o personal que fuera. Todo lo contrario, parecía valorar en exceso mis conocimientos de inglés y mi “redacción propia” (como se estila decir ahora a la habilidad de poder escribir un mail o una carta correctamente, sin ayudita y sin errores ortográficos ni gramaticales). Pero él mintió, así que espero que dios también lo haya castigado…
A los días no más yo ya estaba de acá para allá y un par de años más tarde ya se aprovechaba en esa empresa mi escaso pero efectivo manejo de Corel Draw, para falsificar certificados de los productos químicos que se comercializaban. Y así fue, ni el inglés avanzado, ni mi destreza gráfica, ni la correcta escritura me salvaron de servir café y lavar tacitas.
Me había prometido a mi misma que iba a ser pasajero. ¡Qué ilusa! Si hasta estaba entusiasmada con dejar la incipiente experiencia de maestra particular para tener un sueldo fijo mensual y así poder ahorrar, comprarme ropa e irme de vacaciones. ¡Flor de pelotuda! Terminé pagando tan caras esas vacaciones…
Todavía en ese entonces pensaba que las cosas salían como uno las planeaba, por lo menos si uno se esforzaba lo suficiente como para lograrlas. Claro, se vivía en un contexto muy new age, muy exitista, muy menemista; entonces me parece que me creí un poco el mensaje subliminal de Jugate Conmigo: “tu puedes lograr todo lo que te propongas, sólo tienes que intentarlo”. Y yo me dije: “Agarro este trabajito mientras termino esta carrera que es corta, en un par de años ya tengo una salida laboral y, después, estudio lo que quiero aunque me lleve diez años más”.
Finalmente pasaron quince años y entre tanto que me caigo y me levanto (aunque más que nada me caigo), que abandonos, que desamores, que se muere algún ser querido, que te agarra algún que otro brote, que te psicoanalizás (eso toma su tiempo), que por su parte el psiquiatra te da unas pastillitas, que las pastillitas te dan alergia y te da un ataque, que tenés pesadillas muy seguido, que te da pánico dar los exámenes, que te agarra hipotiroidismo y engordás 9 kg., que te odiás, que terminás sola como una bombacha percudida secándose al sol… Bueno, lo usual. Tras todo ese barullo que se arma por las vueltas de la vida misma (¡ay, qué lindo!, seguro que eso no lo ha dicho nunca nadie), así quedé: resentida, endurecida, humillada y resignada a que ya estoy grande para aquellos trabajos más prometedores para los que trato de postularme todos los lunes.
Y de nuevo la maraña de torturantes pensamientos y las vocecitas molestas de la conciencia chillando como ratitas atrapadas (que bien podrían ser los espíritus de Rosita y José) que me dicen al unísono: “Tenés que cambiar de trabajo, merecés un trabajo mejor, estás capacitada para hacer otras cosas más interesantes; pero también es verdad que necesitás este trabajo,que tenés que comer, que tenés una casa que mantener, que ya no sos una pendeja”.
Sí, sí, pensé en un fernecito con raticida para liquidar las vocecitas molestas, pero es complicado porque yo amo a los animalitos...mi problema son las plagas de engendros retrógradas, reaccionarios, ignorantes y machistas. ¿Quién se atreve a fumigar eso? Por ahora, empiezo yo solita por esta rejilla…
viernes, 25 de abril de 2008
Consejos útiles para servir un rico desayuno
Cuando llego a la oficina y él ya está sé que ese día va a ser peor que cualquier otro. Me escucha abrir la puerta y desde su escritorio, lo primero que me grita es: “¡Carolina, todavía no desayuné!”. Ni me saluda, ni hola, ni buen día, ni nada. No saluda. Esto no es algo figurativo, una forma de decir…no me saluda. Después, y si brilla mucho el sol en el cielo, quizás cuando entro en su oficina para depositar el diario sobre el escritorio se digna a emitir algún tipo de salutación al descuido.
Me indigna, me exaspera, me enferma cuando él llega a la oficina antes que yo.
Yo llego siempre a eso de las 8.40 / 8.50 hs, y por lo menos necesito media hora para lavarme las manos, ir a hacer pis, prepararme un té con leche, peinarme un poco y, lo que más tiempo me lleva, acomodarme la ropa retorcida y arrugada que queda como recién sacada del centrifugador (pero sucia) cuando salgo del subte. Nada de todo eso puedo hacer. Nada. Se entiende por lo tanto, como acabo de decir, que no me lavo las manos.
Y así, con las manos sucias, con esas manitas que dios me dio, que han saludado a primera hora al perrito de la estación regalándole una caricia sobre su mugrienta y pulgosa cabecita, que se han deslizado por los grasosos caños del tren Sarmiento, que se han apoyado sobre la espalda húmeda de un pasajero gordo y sudado, tratando de alejarlo para evitar un aplastamiento irremediable…con esas manos que toquetearon monedas y billetes, que empujaron el bastón del molinete dónde otros apoyan sus partes impúdicas, que descansaron unos instantes sobre la cinta de la escalera mecánica para recobrar fuerzas y seguir camino…con esas mismas manecitas locas, le preparo el desayuno.
Al principio al “¡Carolina, todavía no desayuné!” le seguía un “Traeme un café con leche grande, con más café que leche, un vasito de agua y dos o tres galletitas”. Siempre dice “dos o tres galletitas”, no se porqué, si total le llevo seis o siete e igual se las come. Ahora ya nos ahorramos toda esa cantinela porque me sé de memoria lo que tengo que hacer. Así que así como entro, sin pasar siquiera por el baño y casi, casi hasta con la cartera al hombro pongo a hacer el café.
En una bandeja dispongo la taza, un platito, un vaso con agua fría y unas servilletas; porque si me olvido de las servilletas soné, ya sé que me voy a tener que bancar otro grito más: “¡Carolina, las servilletas!”. Después, con mis manos mágicas, abro el frasco y tanteo hasta sacar más o menos cuatro galletitas (Melitas o Manón) que pongo sobre el platito. Cuando el café está listo sirvo ¾ de taza y completo con leche (tratando de que sea leche vieja, en la medida de lo posible).
Pero, ¿cómo saber si el café con leche está en su punto justo? ¿Cómo darse cuenta si está lo suficientemente caliente o si todavía está frío? Bueno, para resolver esta simple cuestión utilizo un método muy sencillo: introduzco uno de mis dedos índices profundamente dentro de la taza y revuelvo un poquito. Esto es absolutamente necesario porque las manos suelen ser engañosas a la hora de controlar la temperatura, es por eso que las madres besan las frentes de sus hijos para comprobar si tienen fiebre o introducen el codo en la bañera para verificar si el agua está tibia. Así que, para no tener dudas, dejo que el dedo de un par de vueltitas en el líquido hasta sensibilizarse y, sí siento que empieza a latir y me arde, ahí me doy cuenta que el café con leche está caliente, pero si después de algunos instantes no reacciona sé que tengo que darle un golpe de microondas.
No es para nada difícil, es un método rápido y me permite servirle el café en la temperatura adecuada y así, por lo menos, evitar un tercer grito consecutivo: “¡Carolinaaaaaaa, el café con leche está frío!”.
Me indigna, me exaspera, me enferma cuando él llega a la oficina antes que yo.
Yo llego siempre a eso de las 8.40 / 8.50 hs, y por lo menos necesito media hora para lavarme las manos, ir a hacer pis, prepararme un té con leche, peinarme un poco y, lo que más tiempo me lleva, acomodarme la ropa retorcida y arrugada que queda como recién sacada del centrifugador (pero sucia) cuando salgo del subte. Nada de todo eso puedo hacer. Nada. Se entiende por lo tanto, como acabo de decir, que no me lavo las manos.
Y así, con las manos sucias, con esas manitas que dios me dio, que han saludado a primera hora al perrito de la estación regalándole una caricia sobre su mugrienta y pulgosa cabecita, que se han deslizado por los grasosos caños del tren Sarmiento, que se han apoyado sobre la espalda húmeda de un pasajero gordo y sudado, tratando de alejarlo para evitar un aplastamiento irremediable…con esas manos que toquetearon monedas y billetes, que empujaron el bastón del molinete dónde otros apoyan sus partes impúdicas, que descansaron unos instantes sobre la cinta de la escalera mecánica para recobrar fuerzas y seguir camino…con esas mismas manecitas locas, le preparo el desayuno.
Al principio al “¡Carolina, todavía no desayuné!” le seguía un “Traeme un café con leche grande, con más café que leche, un vasito de agua y dos o tres galletitas”. Siempre dice “dos o tres galletitas”, no se porqué, si total le llevo seis o siete e igual se las come. Ahora ya nos ahorramos toda esa cantinela porque me sé de memoria lo que tengo que hacer. Así que así como entro, sin pasar siquiera por el baño y casi, casi hasta con la cartera al hombro pongo a hacer el café.
En una bandeja dispongo la taza, un platito, un vaso con agua fría y unas servilletas; porque si me olvido de las servilletas soné, ya sé que me voy a tener que bancar otro grito más: “¡Carolina, las servilletas!”. Después, con mis manos mágicas, abro el frasco y tanteo hasta sacar más o menos cuatro galletitas (Melitas o Manón) que pongo sobre el platito. Cuando el café está listo sirvo ¾ de taza y completo con leche (tratando de que sea leche vieja, en la medida de lo posible).
Pero, ¿cómo saber si el café con leche está en su punto justo? ¿Cómo darse cuenta si está lo suficientemente caliente o si todavía está frío? Bueno, para resolver esta simple cuestión utilizo un método muy sencillo: introduzco uno de mis dedos índices profundamente dentro de la taza y revuelvo un poquito. Esto es absolutamente necesario porque las manos suelen ser engañosas a la hora de controlar la temperatura, es por eso que las madres besan las frentes de sus hijos para comprobar si tienen fiebre o introducen el codo en la bañera para verificar si el agua está tibia. Así que, para no tener dudas, dejo que el dedo de un par de vueltitas en el líquido hasta sensibilizarse y, sí siento que empieza a latir y me arde, ahí me doy cuenta que el café con leche está caliente, pero si después de algunos instantes no reacciona sé que tengo que darle un golpe de microondas.
No es para nada difícil, es un método rápido y me permite servirle el café en la temperatura adecuada y así, por lo menos, evitar un tercer grito consecutivo: “¡Carolinaaaaaaa, el café con leche está frío!”.
martes, 22 de abril de 2008
Mala leche
Tengo una leche vencida fuera de la heladera. La tengo escondida en el bajomesada atrás del tacho de basura. La fecha de vencimiento que tiene impresa dice “26/03/08”. Tampoco es tanto. La saqué de la heladera antes de ayer.
La leche la abrí hace tres semanas, más o menos. Trato de rebobinar mañana tras mañana y estoy segura de que la semana pasada no fue. Trato de buscar alguna referencia escondida en la rutina y me ilumino. Busco el comprobante del envío del supermercado, es del ocho de abril y, para ese entonces, yo ya tenía abierta esa leche porque era la última que quedaba.
El problema es que toma muy poca leche. Solamente unas gotas para cortar el café. Bueno, problema para mí, que quiero intoxicarlo, a él lo está salvando de la indigestión. Me acuerdo cuando recién empecé a trabajar y una vez, cuando le llevé el café, me dijo: – Tratá de hacerme el cortado con menos leche. ¡Es cor-ta-do! Ponele un chorrito apenas de leche. A mí me gusta con muy poca leche y casi todo café.-
Por ese entonces yo recién había empezado y casi no lo conocía. Obviamente que no me hizo falta más que la primer tarde con él para ver como perfilaba el asunto, pero en esa época estaba con las defensas aún más bajas que ahora. Hacía más de un año que estaba desocupada, así que no quise arriesgarme a contestar lo que me hubiera gustado, como en el último trabajo, en el que había durado un mes y medio. Y aquí estoy…a dos años de tanto practicar el papel de secretaria obediente me empezó a salir solo, tan natural, tan convincente que él lo compró a precio nuevo y, en realidad, estaba usadísimo.
El café le gusta siempre cortado, con muy poca leche, muy oscuro. Exactamente al revés que a mí, que me gusta la lágrima. Le pone un solo sobrecito de edulcorante porque tiene alta el azúcar en la sangre y no puede consumir demasiado. Claro que se olvida seguido, sobre todo cuando me ocupo de dejar las carameleras de los escritorios rebosantes de tentadores Butter Toffees de chocolate rellenos.
Una vez, mientras le llevaba el cortado hasta el escritorio (un recorrido de 7 mts. aproximadamente) un mínimo chorrito desbordó de la taza. Llevar el café no es mi fuerte, definitivamente no lo es. Es la tarea que más me molesta, que más detesto y que más hago. Apoyé la taza en su escritorio, junto con la cucharita, el sobrecito de edulcorante y el vaso de agua, y me fui o, por lo menos, lo intenté. Al instante me llama, yo no había alcanzado siquiera a cruzar la puerta del patíbulo, – Te voy a explicar una cosa: a los jefes nos gusta que nos traigan el café caliente y sin volcarse, porque si no, cuando levantamos la taza, se nos puede manchar la corbata. Así que traé ya mismo algo para limpiar acá. ¿Entendido?.-
En esos momentos me lo imagino muerto. Realmente siento unas profundas ganas de que se muera. He llegado a imaginar que le daba un infarto adelante mío. He llegado a imaginarme en su velorio.
Sin embargo, siempre algún verbo imperativo me despierta de la ensoñación y me doy cuenta, resignada y fastidiosa, que la leche cortada no va a llegar a matarlo. Pero no importa, existen otros métodos…
La leche la abrí hace tres semanas, más o menos. Trato de rebobinar mañana tras mañana y estoy segura de que la semana pasada no fue. Trato de buscar alguna referencia escondida en la rutina y me ilumino. Busco el comprobante del envío del supermercado, es del ocho de abril y, para ese entonces, yo ya tenía abierta esa leche porque era la última que quedaba.
El problema es que toma muy poca leche. Solamente unas gotas para cortar el café. Bueno, problema para mí, que quiero intoxicarlo, a él lo está salvando de la indigestión. Me acuerdo cuando recién empecé a trabajar y una vez, cuando le llevé el café, me dijo: – Tratá de hacerme el cortado con menos leche. ¡Es cor-ta-do! Ponele un chorrito apenas de leche. A mí me gusta con muy poca leche y casi todo café.-
Por ese entonces yo recién había empezado y casi no lo conocía. Obviamente que no me hizo falta más que la primer tarde con él para ver como perfilaba el asunto, pero en esa época estaba con las defensas aún más bajas que ahora. Hacía más de un año que estaba desocupada, así que no quise arriesgarme a contestar lo que me hubiera gustado, como en el último trabajo, en el que había durado un mes y medio. Y aquí estoy…a dos años de tanto practicar el papel de secretaria obediente me empezó a salir solo, tan natural, tan convincente que él lo compró a precio nuevo y, en realidad, estaba usadísimo.
El café le gusta siempre cortado, con muy poca leche, muy oscuro. Exactamente al revés que a mí, que me gusta la lágrima. Le pone un solo sobrecito de edulcorante porque tiene alta el azúcar en la sangre y no puede consumir demasiado. Claro que se olvida seguido, sobre todo cuando me ocupo de dejar las carameleras de los escritorios rebosantes de tentadores Butter Toffees de chocolate rellenos.
Una vez, mientras le llevaba el cortado hasta el escritorio (un recorrido de 7 mts. aproximadamente) un mínimo chorrito desbordó de la taza. Llevar el café no es mi fuerte, definitivamente no lo es. Es la tarea que más me molesta, que más detesto y que más hago. Apoyé la taza en su escritorio, junto con la cucharita, el sobrecito de edulcorante y el vaso de agua, y me fui o, por lo menos, lo intenté. Al instante me llama, yo no había alcanzado siquiera a cruzar la puerta del patíbulo, – Te voy a explicar una cosa: a los jefes nos gusta que nos traigan el café caliente y sin volcarse, porque si no, cuando levantamos la taza, se nos puede manchar la corbata. Así que traé ya mismo algo para limpiar acá. ¿Entendido?.-
En esos momentos me lo imagino muerto. Realmente siento unas profundas ganas de que se muera. He llegado a imaginar que le daba un infarto adelante mío. He llegado a imaginarme en su velorio.
Sin embargo, siempre algún verbo imperativo me despierta de la ensoñación y me doy cuenta, resignada y fastidiosa, que la leche cortada no va a llegar a matarlo. Pero no importa, existen otros métodos…
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