miércoles, 4 de junio de 2008

El Jockey Club (sede Lugano)

Cuando una trabaja con hombres entiende mucho mejor a las monjas de clausura. Hasta se te cruza por la cabeza unírteles y así poder pasar el día rezándole a un tipo ideal que está muy lejos en el cielo, pero que es bien sabido que ha hecho gozar a Santa Teresa de un profundo éxtasis místico aquí en la tierra.

Me tocó trabajar un duro invierno en los confines de Lugano, a pasitos de la autopista Dellepiane. Un primor de lugar, no sólo por lo trasmano que me quedaba, sino porque la “oficina” consistía en un amplio depósito de hormigón con paredes de 4 m de alto, piso de cerámica helada y abundante personal masculino. Para ser más precisa éramos 3 mujeres y 15 hombres en ese ambiente acogedor, separados el uno del otro por delgados paneles de durlock. Por lo tanto, eso era como un vestuario de cancha después de un clásico reñido: temática futbolera constante, discusión futbolera permanente, vozarrones arrastrando insultos de mil colores y el aire impregnado del hedor rancio de los calzoncillos que emanan la tibieza de una noche con la estufa al máximo. Sí, esos calzones heroicos que han resistido el picadito de ayer a la salida del trabajo, el manoseo de anoche mientras su dueño miraba “Expertos en pinchazos” y el cambio de ropa matinal.

En ese contexto laboral que auguraba un invierno gélido, largo y machista, yo solía soñar melancólica con mis mañanas rosadas en el colegio. Cuarenta bombachas felices encerradas en un aula en la que los lazos femeninos se enredaban en una confusión de desamores incipientes y corpiños que iban creciendo día a día. Pero claro, dicen que la felicidad son sólo pequeños momentos. Hoy esa etapa parece haber durado un instante. Y después a la calle, a enfrentar la masculina realidad en la facultad, en el primer trabajo bajo las órdenes de un déspota, en todos los otros trabajos bajo las órdenes de otros déspotas.

Mis compañeros de la empresa de Lugano no tenían desperdicio. Un séquito de extraños varones que se despachaban con todas sus asquerosidades en mis propias narices. A continuación, haré una breve descripción de los personajes más significativos.

Horacio

Era la voz de Mostaza Merlo empaquetada en 1.60 de altura. Flacucho, barba olvidada y ropa percudida. Ostentaba una foto gris y cruel de su mujer quien, según él mismo afirmaba, tenía 38 años (pero aparentaba 64). En la foto también aparecía su hijo, un nene aburrido que acusaba no tener muchas luces. Ni hablemos de cómo se vestía Horacio: jeans azul eléctrico clásicos (muy Munro), buzos ochentosos (no por la onda retro, sino porque los había comprado, literalmente, en 1984) y un sobretodo largo hasta los pies (yo tampoco sé por qué, María Elena). Horacio fumaba constantemente, un cigarrillo tras otro, y las serpentinas de humo se colaban por entre los boxes y venían a intoxicar mi rincón desde las 9 de la mañana. Su risa nicotínica dejaba ver una dentadura amarronada y ojerosa. Los bordes de los dientes eran negros y el resto ambarino, lo cual le otorgaba un tinte siniestro que desencajaba por completo con en resto de su fisonomía. No era mal tipo, pero lo que le faltaba de maldito lo tenía de asqueroso. Todas las mañanas se servía el café empetrolado en su taza de plástico poroso. Esas tazas que solían venir con las promociones de sopas Knorr 25 años atrás y que estaban hechas de ese plástico permeable, al cual se le impregna toda sustancia que se le arrima. Esa taza tenía un color muy raro e indescifrable: era el color del tiempo gastado por la luz del tubo y la rutina. Del logo de YPF le quedaba sólo el esqueleto. Después de tomar el renegrido café siempre fumaba un cigarrillo, práctica que se repetía innumerables veces durante el día. Cuando en el fondo de la taza quedaban un par de milímetros de infusión, Horacio metía sus dedos sosteniendo la colilla, sumergía la punta ardiente y la dejaba ahí, a medio flotar en el charco de café, como un cadáver abandonado a la vera del Riachuelo.

Miguel

Alto y gordo. También tenía una dentadura repulsiva pero no por el café y el cigarrillo, sino por no haber pisado nunca en su vida el consultorio del dentista. En los dientes tenía costras anaranjadas adheridas para siempre, a las cuáles se le adosaban a su vez los restos de las sustancias alimenticias que iba ingiriendo a lo largo del día. Se jactaba de haber conocido a su mujer en una reunión de solos y solas, de haberse acercado a la mesa dónde ella se encontraba con un par de amigas y de haberla elegido entre todas para sacarla a bailar mientras las otras suspiraban desconsoladas (yo, sin embargo, estoy convencida de que suspiraban de alivio). Él describía a su mujer como alta, rubia y de ojos claros. Debo decir que no mentía para nada, pero sí omitía cierta información, por ejemplo que era muy gorda y muy fea. Los ojos de Claudia se precipitaban por fuera de sus órbitas cual cotillón macabro y barato destinado al festejo de un día de brujas tercermundista en un pelotero de Liniers. En las fotos salía haciendo unas muecas imposibles que me hacían soñar con monstruos espantosos. Miguel le decía “bebu” y nos demostraba su enamoramiento cantando los clásicos de César Banana Pueyrredón, de quién era fiel admirador (no en 1989, por lo menos lo seguía siendo hasta hace 3 años atrás). Pero este personaje tampoco nos ahorraba sus inmundicias, sus relatos preferidos solían estar dedicados a sus peripecias escatológicas. Así que, por la mañana, nos contaba si había tenido o no éxito en el baño, si se sentía hinchado porque hacía 3 hs. que no iba o si había tenido que hacerse un enema la noche anterior asistido por su mujer (este fue el peor: muy temprano y sin escatimar detalles).

Jorge

Petiso y gordo. Pero no petisito, no 1.60 m como Horacio. Jorge medía 1.46 m. Yo misma lo escuché declararle su estatura a Miguel en secreto (en secreto, pero a medio metro de mi escritorio). Así que hasta yo tenía que inclinar la cabeza hacia abajo para mirarlo, situación que sólo se da cuando estoy con niños. Jorge tenía los dedos de las manos cortitos y regordetes. En el dedo mayor de su mano derecha lucía un enorme anillo de oro con una piedra roja, rectangular e inmensa, cual padrino de la mafia italiana pero en versión enano de jardín. Siempre tuve la idea de que ese anillo, de a poco, le iba a ir estirando el brazo hasta que lo arrastrara por el piso y le quedara raspado y curtido. Jorge era un Cuasimodo diminuto que contaba historias absolutamente inverosímiles sobre imaginarias conquistas con una voz ridícula y atroz.

Así trascurrieron mis frías jornadas en las electrónicas oficinas de Lugano, a las que llegaba por la mañana arrastrando un fuerte olor a carne cruda que se me aferraba a la nariz mientras el colectivo paseaba por el corazón vacuno de Mataderos.

Esa experiencia laboral fue mucho más parecida a trabajar de enfermera en el Cottolengo Don Orione que a ser asistente de ventas de una empresa de tecnología. Cada rostro, cada anécdota, cada minuto compartido parecían las más logradas escenas del cine clase B.

Tan inusual era la presencia femenina en ese ámbito que esto no sólo se apreciaba a través de las groserías que rebotaban contra las paredes mugrientas durante todo el día (los machistas suelen creer que hablar a los gritos y decir frases guarangas, en la medida de lo posible elogiando algún culo renombrado, los hace más hombres). En ese lugar todo el entorno sudaba testosterona: diferentes objetos yacían semanas tirados en el piso, las computadoras estaban sucias desde que eran máquinas de escribir (a Horacio casi no se le hundían las teclas de tanto pegote) y la mezcla de olor a cigarrillo y café me hacían pensar cada mañana que en lugar de llegar a la oficina estaba entrando a la pieza de mi supuesto hermano adolescente y malcriado. Hasta para llegar al baño había que atravesar un patio descubierto así estuviera nevando y hacer pis o ponerse un tampón en ese sucucho angosto y glacial con puerta de chapa.

No fue fácil. Mejor dicho, fue tan difícil que no pude tolerarlo y me fui sin que me echen justo cuando despuntaba la primavera. Es que el sólo pensar en pasear mi escote entre esos escritorios me alentaba a huir, aún a riesgo de terminar durmiendo debajo de algún puente. Por lo menos me escapé a tiempo, evitando la inminente pestilencia de las chombas sudadas, el concierto de eructos después de una gaseosa refrescante y los soeces piropos estivales.

25 comentarios:

ALMITA dijo...

que bueno secretaria que haya vuelto a escribir!!!
ya va a llegar el lugar que esté a la altura de su desempeño laboral! hasta ahora, un zoológico hubiera sido el paraíso!
saludos.

Angelita dijo...

Voy a vomitar! Tus relatos son tan precisos y tus descripciones tan detalladas, que parece que una estuviera ahí...

Anónimo dijo...

Hola Secretaria!
Primera vez que comento. Hace un par de semanas conocí tu blog luego de ver varios comentarios tuyos en otros como Ciega a citas y Atrapado en la oficina.
Yo también soy del Oeste y se exactamente a lo que te referís cuano relatás tu rally diario para ir y venir en el tren y demás transportes públicos.
Lográs textos muy divertidos.
Te felicito! Saludos!!

rivito dijo...

Bella prosa pero crueles palabras!
Horacio era un romántico ochentoso ¿por qué tanta cizaña con él? ¿Cuál era el problema de tener a estos especimenes de compañeros? ¿Su fealdad?
Lo del olor lo entiendo porque porto una nariz susceptible a toda sustancia pero ¿los dientes? Tanto énfasis en las dentaduras de estos hombres me hace pensar que en la hora del almuerzo jugaban a la botellita y siempre te tocaba Horacio o Miguel.
¡Pobres muchachas! A la que no le falta un lifting le sobran carnes, capaz que el sueldo no les daba para pagarse las vianditas diet ni para la Vichi antiage…pero perdonalas por ese desliz che.

¡Jotapé! dijo...

Muy, muy bueno.

Hacía tiempo no encontraba algo tan bien escrito. Además, me cagué de risa con las descripciones de tus ex compañeros, brillantes.

Saludetes.

Psicoloca dijo...

Nena.. te agradezco por haber hecho del comienzo de este día un asco total. SOS LO MÁS! Jajajaja
Mirá.. la vardad que las atrocidades por las que una tiene quepasar en este mundo son tantas y tan variadas que deberíamos estra 24 horas por día contandolas.
Si bien tu jefe actual es un zopenco... agradecé que saliste de ese antro asqueroso!...
Viste todo tiene su pro y su contra.. nada hay 100% genial. Yo creo que si así lo fuera... nos aburririamos bastante! (no tendríamos para leer tus divertidas anécdotas, tan bien redactdasa :))
Un besote...
P.d: Yo recomiendo fuertemente el chupa Freud... Sin daños colaterales, eleva el espíritu y calmaa dolores...

Psicoloca dijo...

Fe de ratas: "redactdasa",
quise escribir redactada :)

Feminoides dijo...

Caro! por fin volviste jaja ayer nos preocupamos por vos!
Ahora leo el post y comento algo contundente jajaja

Feminoides dijo...

Jajajaj por favor querida! Ese trabajo fue terrible! aún peor a este actual con ese jefe troglodita.
Me haces reir mucho. Yo también labure con hombres, pero a pesar de ser super machotes eran unos duques. Increíble.

Anónimo dijo...

Brillante !! Sin desperdicio !!

leticia dijo...

Qué descripciones tan logradas, una se imagina a cada uno de tus compañeros de pies a cabeza. Pero parecen bueno pibes, che, ¿por qué ser tan cruel con unos tipos que carecían de sonrisas perfectas? Obvio, para la publicidad de Corega no los iban a llamar.

A mí también me tocó trabajar en un ambiente que tenía mayoría masculina: 25 tipos y 4 minas. Te aseguro que ellos eran tan bonitos como los que describís, pero eran re copados. Yo prefería pasar todo el tiempo en el taller escuchando sus chistes y groserías, que volver a la oficina, donde yo me desempeñaba. Y por eso, más de una vez me vi terriblemente criticada por las otras 3 víboras que completaban el abanico femenino.

“En ese lugar todo el entorno sudaba testosterona”. Buenísimo! Es mejor que el olor a pochola. (Así dicen algunas que pasaron su adolescencia en colegios de mujeres).

Besitos!!

Soledad Jácome dijo...

Nina y Tiya

Quería aclarar un poco este tema porque no me gustaría que se me tome como una discriminadora irracional de personas feas (o personas que a mí me pueden parecer feas), ni tampoco quisiera que se piense que me siento tan linda con respecto al resto como para emitir feroces críticas a otros.

De ninguna manera mi profundo rechazo a trabajar con esos energúmenos radicaba en lo poco agraciados que eran. La belleza, por lo tanto también la fealdad, y toda valoración estética son relativas y subjetivas. Quien para mi es Cuasimodo para otras puede ser...no sé, el que más les guste.

Pero, por lo menos en mi caso, podrían entregárseme Cary Grant y Gregory Peck rogándome que los complazca con mi amor (sí, sí, un sueño no más…) que no se me movería un pelo si puedo oler sus calzones hediondos a 50 m de distancia. Tampoco me gustaría trabajar con ellos, no sé, por ejemplo estar rodando "Charade" o "Roman Holiday" (no, no tengo límites para el delirio) y tener que soportarles un aliento fétido, aún obviando las escenas de besos, o tener que esquivar pedazos de comida masticada escapando de su boca cada vez que hablan. No, eso no lo soporté en Lugano y no podría soportarlo tampoco en Hollywood (en Palermo Hollywood, quise decir).

Bueno, anécdotas de esos meses fríos y viriles tengo varias, pero lo que me llevó a abandonar a esos chicos fue el mix de discusiones futboleras violentas, baba cayendo (en forma literal) al referirse a los culos y a las tetas de las mujeres de las que hablaban en despreciativamente, críticas crueles a esas mismas mujeres como si ellos fueran clones de la perfección física y ejemplos de inteligencia etc, etc.

Simplemente eso...más que la fealdad del lugar o de sus empleados, lo que me molestaba era su mugre y su negación de lo femenino al punto de no procurar ni siquiera un baño adecuado alguna conversación en la que no se dijera: “es una tarada, es medio pelo, pero almohada en la cara y sabés como le doy…”.

leticia dijo...

Pero querida Carolaina, innecesaria tu aclaración. Me imagino que el motivo de tu desvinculación fue algo mucho más relevante que los atributos físicos de estos bellos hombres.

Pero dejás leer entre líneas que quien duerme con vos todas las noches goza de una pulcritud suprema!
qué agraciada.

Trefo dijo...

Celebro la frescura de esta entrada.
A mí tampoco me pareció que el punto de la misma haya sido la mayor o menor atracción física de los laburantes, sino las dificultades para una fémina para sobrevivir cuando la mayoría masculina que la rodea resulta en un vestuario de fulbo (cosa que no necesariamente sucede, pero este parece ser el caso).
Igualmente no puedo dejar de manifestar mi absoluta simpatía por la indumentaria de Horacio (esos jeans azul eléctrico de corte clásico nunca debieron haber fenecido) y mi apoyo incondicional a quien para manifestar su enamoramiento entona canciones del gran César Banana Pueyrredón (de quien sólo me distancia su apellido oligarca).

Anónimo dijo...

No lo entiendo, no entiendo cómo podés trabajar con ese imbécil. Ese tipo tiene que morir.

cralvbenalc dijo...

changos!!!

y yo que pensaba que mis ámigos eran raros

Anónimo dijo...

Jockey Club de Lugano??!!! me mató el título. Me encantó Horacio y pensar como todo el atrasa casi 30 años. Muy bueno todo.

(fuera de post)Ah! y me encantó nuestra coincidencia del Zar Saltán!!!! a veces pienso que fue alucinación infantil, menos mal que alguien más fue a verlo, xq tuve la dicha de cruzarme con alguien que lo haya visto, salvoo mis padres que me llevaron

Anónimo dijo...

Carolina, querida secretaria, te entiendo casi que perfectamente. Fui profesora de un colegio privado de bajo nivel, seamos honestas, en todo el secundario, colegio exclusivamente para hombres. Creo que nunca percibí aromas y humores tan fétidos como los de un salón de clases lleno con 35 adolescentes sudorosos luego de gimnasia; o interrumpí varias competencias de escupir en el techo; incluso una vez tuve que detener a uno que aaprovechó la distracción general porque veíamos una película y decidió experimentar si podía quemar su vello púbico con un encendedor!!!
Y no hablemos del lenguaje con el que se referían a las mujeres, a cualquier mujer, en fin, una pesadilla, que gracias a Dios, no duró mucho.
Allá descubri lo sucios que son los hombres (en mi casa todas somos mujeres excepto papá, que después de décadas ya parece una más; y fui toda la vida a u colegio femenino), y creo que pasará mucho antes de que me aventure a dictar una clase de nuevo sólo a adolescentes hormonales y sudorosos, asqueroso!

Anónimo dijo...

No sé si se entendió, escupían desde los escritorios, y ganaba el que lograba adherir el escupitajo al techo de salón de clases.

Anónimo dijo...

Me encantó el post... hace días que lo he leído... dejo mi comment hoy porque QUIERO UN NEW POST!!! y... si señorita insurrecta... escribir relatos taaaan "bonitos" hace que el fans club quiera más!!!
IMPECABLE BLOG!!! Besooo...

Luli :)

Feminoides dijo...

donde estaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaass??? jajaja

Nati Alabel dijo...

Exijo actualizar. Beso

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Impostergables Amores dijo...

No sé como aguantaste trabajar ahí mas de una semana.
Yo trabajé durante 1 año en una empresa de insumos de computación, donde laburaban todos hombres y predominaba constantemente el olor a cajas y encierro que emanaba el depósito (que era 3/4 más grande que la oficina en donde trabajabamos 4 pibes apiñados). Fué un asco. La peor experiencia laboral de mi vida. La oficinita minúscula no tenía ventanas, solo un vidrio falso en el techo que daba a una terraza de una viejita que tenía 1 millón de gatos. IMAGINATE EL OLOR. (Amo los gatos, pero esto era too much).
Eso hizo todo más deprimente.
Mis compañeros era igual de depravados y asquerosos que ingenuos y bobos.
Fué uno de los peores años de mi vida.
Me fuí porque el hijo del dueño quería que le hiciera favores sexuales... a cambio de nada.
Patético y triste a la vez.

Frankie.-

Frases hermosas dijo...

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