lunes, 12 de mayo de 2008

La empleada del mes

Le escupí el café. Lo acabo de hacer, no me pude contener. Así es que, siguiendo algunas recomendaciones de un par de comentarios, cuando le preparé el cortado dejé que un hilito de saliva cayera en la tacita dibujando transparentes firuletes, como la baba paciente y silenciosa de los caracoles.

Es que hoy no estoy teniendo un buen día. Desde el paro de subtes hasta que terminé de lavarle los platos después del almuerzo, no paré un minuto. Y las humillaciones y las tareas serviles tampoco aflojaron, todo lo contrario.

A la mañana, al llegar a la estación de Once, después del multitudinario viaje en tren, una barricada de policías bloqueó mi acceso a las escaleras mecánicas que comunican con el subte A, diciendo que tenían órdenes de no dejar pasar a nadie, ya que la línea no estaba funcionando a causa de problemas gremiales. Me apresuré a la parada del 64 y, aunque la cola se extendía a lo largo de toda la cuadra y seguía creciendo, no me desanimé hasta recordar que no tenía ni una moneda encima. Entonces, volví a entrar en la estación en busca de un quiosco. Una vez en el quiosco traté de comprar algo por menos de $1 (lo cuál no es nada fácil), para poder conseguir cambio con un billete de $2. Investigué, divisé una Tita, la agarré y me predispuse a pagarla extendiendo el billete, pero tampoco tuve suerte: “No tengo nada de cambio. ¿No tenés monedas?”, me preguntó el quiosquero desubicado. Ni le respondí, me evaporé hacia otro quiosco y conseguí la Tita y las monedas. Después fui hasta la parada del 86 sobre Yrigoyen. Nuevamente la fila de subte-abandonados era interminable. Cruzando Jujuy, los 64 que venían desbordantes desde la estación, ni siquiera aminoraban la velocidad; pasaban de largo sin piedad frente a los brazos alzados.

En ese momento la conocí a Silvia. Estaba delante de mí en la fila y cada tanto se daba vuelta y me fruncía los labios con hastío, pero sin resignación. Un rato después ya me estaba haciendo comentarios tales como: “¿Vos hasta dónde vas?”, “Yo voy hasta Perú e Yrigoyen”, “¿Compartimos un taxi?”. “Por supuesto que compartimos un taxi, si encontramos un taxi”, pensé. Pero cinco minutos más tarde me sugirió que empezáramos a caminar para tener más posibilidades de conseguir un coche vacío. Así lo hicimos, y no en vano tendremos ambas el culo tan generoso que enseguida pescamos un auto del que se estaba bajando una mujer con un escolar. Así es que con Silvia nos acompañamos en el viaje hasta Diagonal Sur mientras conversábamos de la vida y ella me contaba que trabaja en el PAMI, que tiene tres hijos: Laura (12), Mariana (9) y Leandro (7), que vive en Palermo, que tiene 45 años y que está estudiando abogacía en la Kennedy.

Tras la odisea de atravesar la ciudad con todas sus ratas fuera del sótano desesperadas por llegar a sus respectivos basureros, llegué a la oficina media hora más tarde (y la saqué bastante barata porque había salido de casa temprano). Cuando entré, no lo podía creer. ¿No había sido suficiente, acaso, el trastorno del viaje? No, parece que no, porque él ya estaba ahí con la máquina prendida listo para darme la orden de prepararle el desayuno.

Y la mañana siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido: hacer llamados, servirle el café, preparar las reuniones, servirle el café, aguantar que vaya al baño y servirle, otra vez, el café. Al mediodía me llamó, me lanzó $50 pesos sobre el escritorio y me dijo: “Andá a comprarme una hamburguesa acá abajo”.

¡Ay! ¡Cómo odio ir a comprarle la comida! Que se quede a comer en la oficina implica, esencialmente, tres cosas que no tolero: en primer lugar que se queda respirándome en la nuca y eructando en el sillón, en segundo lugar que le tengo que servir la comida y lavarle los platos y, por último, que yo no puedo comer tranquila sobre mi escritorio mientras chateo, sino que me tengo que arreglar en la cocinita de 1 m x 0.80 cm, parada, incómoda y tragando el almuerzo en cinco minutos.

Por eso no me quedó más remedio. Él se lo buscó. Después de chasquear los dedos, recostado sobre la cuerina negra mientras hacía la digestión, después de señalarme la bandeja con el índice derecho e indicarme que la retire y después de haber lavado sus trastos con restos de fastfood y aderezos, no me quedó otra opción que una pequeña venganza. No podría soportarlo sin el atenuante de un mínimo desquite. Así es que le llevé el café, como siempre, tratando de no volcarlo y esforzando mis gestos hacia una expresión gentil. Pero esta vez la sonrisa asomaba sola y autónoma entre los subordinados músculos. Se filtraba y trataba de contenerse para no exagerar, mientras yo apoyaba la taza y él le agregaba el edulcorante, revolvía saliva, leche y café y se lo tomaba de un sorbo.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Uy, así que cuando llegaste a tu trabajo tu calvario continuó.
y bueh! es lo que nos toca, a mi los compa del Pami me convidaron unas facturas, como para seguir ensanchando las caderas viste.

Anónimo dijo...

Bueno Caro, te compadezco.
Me encuentro con tu blog en un momento en que tengo ganas de mandar todo a la mierda, especialmente a mi jefa.
Hay veces que me tiene muy muy harta y otras veces en que parece màs humana y menos hija de puta y què sè yo...
Leyèndote me doy cuenta una vez màs que lo mìo puede ser peor, que siempre se puede estar peor.
Agradezco no estar con una persona tan desagradable en 20mts cuadrados, eso sì, mne sigo quejando que hace màs de un mes tengo todo revuelto por las reformas en la ofi...
Seguirè visitando tu blog para tomar notas jejeje y hasta quizà me animè a hacer catarsis contando en un blog los pro y los contra de mi jefa, si lo hago te invito.

Soledad Jácome dijo...

La verdad es que acá no cuento nada nuevo, esto le pasa a miles de personas (sobre todo mujeres) todos los días en sus trabajos. Así que, este es simplemente un espacio válido para mí (y quizás también para otros) en el cuál plasmar y compartir las insufribles experiencias diarias. Y además, por qué no, intercambiar algunas ideas para ejercer la resistencia silenciosa.
Contame algo más sobre tu jefa!

Anónimo dijo...

no puedo dejar de ver un chorrito de saliva en mi café con leche!!! no me saco la imagen de la cabeza!!! auxuilio!!!

Anónimo dijo...

El otro día hablabamos con una compañera (también secretaria) que si fuéramos jefas no dejaríamos a nuetra secretaria ni servirnos el café ni prepararnos la comida.
Se nota que estos jefes nunca fueron secretarias si no no tomarían tan tranquilos sus numerosos cafés.