martes, 27 de mayo de 2008

Pichón de mamut

- A las mujeres no las tenés que escuchar. Ay, ay, ay!!! Me ponés nervioso. No le des bola, escuchá lo que te digo. – Clamaba mientras hablaba por teléfono con su hijo.

- ………

- No te das cuenta que son todas iguales. Si, ya sé, ya sé…vos tenés que hacer como hago yo con tu madre, decile a todo que sí y después vas y hacés lo que querés, porque el que sabe qué es lo más conveniente sos vos y a vos no te conviene ir a vivir allá. – Continuaba aleccionando a su chachorro troglodita.


- ……… - ¿Qué le habrá contestado el cachorrito?

- ¡No tienen nada en la cabeza, no te das cuenta que no tienen nada en la cabeza! – Gritaba exasperado. - No piensan, hijito, no piensan. Vo (sin “s” para que sea más estrecho, más de padre a hijo) no te preocupes, dejá que grite todo lo que quiera que ya se le va a pasar. Cuando vea el auto que va a tener, la casa que va a tener, ya se va a olvidar de que quiere irse a vivir al campo. Lo que pasa es que esta chiquita (refiriéndose a su nuera) es tonta, es más tonta que tu hermana (refiriéndose a su hija menor). Es pueblerina, por eso acá está asustada, pero vos tenés que comprarle algo lindo y vas a ver cómo se calma.

La bestia mediocre y cavernícola que ha pronunciado este discurso tan instructivo ha sido mi jefe actual. Ayer exteriorizaba vehemente estas palabras mientras discutía por teléfono con su hijo treintañero a cuya mujer, oriunda de un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires, se le ha ocurrido la descabellada idea de querer criar a sus futuros niños en ese lugar. No es la primera vez que lo escucho hablar del tema, se pone loco, no se puede controlar y se desvive por aconsejar a su hijo bajo la más estricta doctrina machista.

¿Y por casa cómo andamos?

Claro, la mujer de mi jefe es el típico ejemplar de ama de casa cincuentona, residuo de una clase media alta, que olvidó su apogeo en los años de la plata dulce. Su misión en la vida ha sido criar a los hijos que “le hizo su marido” quienes ya han crecido y, tras su irremediable partida, han dejado una estela de infelicidad crónica. - ¿Y ahora qué? - Se pregunta Martita todas las mañanas.

Pero tampoco crean que ella es de las que se ahogan en un vaso de agua, para exteriorizar tales traumas recurre todas las semanas a una experimentada analista con un amplio currículum de angustias barriales, penas de rulero y sabios consejos sobre si “rubio ceniza o cobrizo intenso”. La peluquera y sus secuaces, léase ayudantes y clientela frecuente, en una tarde de cafecito, masitas secas y brushing, resolverán las inquietudes angustiosas de Martita haciendo puesta en común de sus crudas experiencias acerca de cómo lograr un buen merengue italiano, efectos colaterales de las cremas antiarrugas y el reporte completo de lo acontecido en el vecindario.

Es lastimoso ver a este tipo de mujeres barrer proyectos y echar a la basura miles de oportunidades cada vez que, por error, agarran la escoba. Su problema es sentirse unas mantenidas en una actualidad de mujeres independientes, resueltas e inteligentes. Su gran miedo es no tener “quién las mantenga” en un tiempo que las encuentra flacas de capacidades y excedidas en edad inútil.

Entonces me pregunto: ¿quién es el que está esculpiendo ese monstruo maltratamujeres en esa casa? Evidentemente, ambos.

Aún en estos tiempos, los hombres jóvenes de entre 25 y 45 años, han sido criados en el machismo por sus propias madres y pegaron el estirón en el seno de una familia en la que papá llegaba del trabajo a la noche y mamá le servía puntualmente la cena o ardía Troya. Una relación así se da únicamente si uno lo permite, como todas las relaciones de poder. Uno puede rebelarse, reaccionar (y se los digo yo que tengo este engendro retrógrada como jefe).

Es verdad que muchas veces esto es difícil, sobre todo en el ámbito laboral, porque podemos tener convicciones muy fuertes e ideas muy claras con respecto al sometimiento femenino, pero también tenemos que comer. De todas formas, se puede limpiar un baño, ser mesera en una pizzería y servir el café en la oficina sin rebajarse y sin una actitud conformista y resignada, que sólo sirve para alimentar a los especímenes primitivos que todavía creen que las mujeres hemos nacido para lavar calzones.

¿O jamás han tenido una compañera rastrera (cerebrito de plástico taiwanés) que ha querido opacarlas, adulando al jefe en común con un trato empalagoso y rebajado: “Si, señor Eduardo”, “Lo que usted diga, señor Eduardo”, “Qué linda corbata, señor Eduardo”, “Ya le llevo su café, señor Eduardo”?

Definitivamente podemos servirle el café hasta al más vil de los jefes sin necesidad de chuparle el culo de esa forma. Esa es la diferencia entre tener o no una conducta laboral digna.

Esa empleada es la misma que en la cocina, cuando nos desahogamos criticando a nuestro jefe mientras recalentamos dos empanadas, lo defiende y lo justifica, engrosando con cada frase innecesariamente halagadora el peligroso ego de ese ser aberrante. Y lo peor, lo más peligroso, lo más triste, es que esa misma esclava microcéntrica va a criar varoncitos machistas que menospreciarán a sus mujeres y humillarán a sus empleadas.

Quizás este relato me quedó muy gritado, muy enfurecido, muy cargado de indignación, pero no pude sacudir estos pensamientos de mi cabeza desde ayer. Por eso ahora voy a aprovechar que salió a almorzar, voy a ir a la farmacia y voy a comprar Rapilax en gotas…a ver si de una vez por todas él puede experimentar también terribles espasmos abdominales y, mientras se retuerce y me pide que llame un taxi, yo disfruto viendo como sufre esa rata sin escrúpulos a quién sólo se le puede causar dolor achicharrándole los intestinos.

martes, 20 de mayo de 2008

Un día femenino

“El personal femenino podrá disponer de un día en el mes por razones particulares o de fuerza mayor, sin exigencias de comprobantes.” (Ver CCT art. 67)

Hoy podría matarlo. Creo que si lo mato hoy y llegan a descubrirme podrían reducirme la pena por Síndrome Pre Menstrual severo y agudo. No sé si actualmente esto está considerado como atenuante por el Código Penal, pero yo bien podría sentar jurisprudencia.


Para aquellos y aquellas (hay chicas con suerte) que no lo padecen, vale recordar que el subestimado SPM afecta a la mayoría de las mujeres en edad reproductiva. Está científicamente comprobado que el síndrome premenstrual se asocia con una reducción significativa de la calidad de vida vinculada con la salud. Los síntomas pueden ser tan variados y molestos como sufrir ansiedad, tensión nerviosa, problemas de sueño, fatiga, estreñimiento o diarrea, inestabilidad emocional, vértigo, hiperactividad exagerada, cambios de humor, estado depresivo, estrés, hinchazón de manos, piernas y pies, distensión abdominal, aumento de peso y de volumen, dolor y aumento de las mamas, jaqueca, etc.

Así estuve yo hoy: 110 el talle del corpiño, la cabeza me quemaba, pesaba 2 kg más, tenía las piernas tan hinchadas que me latían como tambores africanos, los párpados separados 0.5 mm uno del otro, la espalda dolorida como si me hubieran molido a palos, los riñones retorcidos como si los estuviera asando a la parrilla y la panza, ¿qué panza? ¡Ah, sí! Ese bolsón rollizo y gelatinoso que se desperdiga por los alrededores del ombligo y que rebota contra todo lo que choca… La panza me ardía.

Como para no querer destripar con las uñas recién hechas a cualquier desconsiderado que no pueda llegar a comprender lo que implica sentirse así. Y se despachan tantos machotes de cartón devenidos en pollerudos infelices con retóricas sobre la histeria femenina. ¡Por favor! Me gustaría que les pase aunque sea una vez, se la pasarían en cama como nenes enfermos.

Estamos sentenciadas a sufrir mensualmente. Ya sabemos que al mes siguiente se va a repetir, que por más que el dolor pueda atenuarse con algún barbitúrico amigo siempre habrá inflamación, molestias y sangre entre las piernas.

“Parirás con dolor…” Y pensar que nos asustamos de eso. Eso es lo de menos. El problema es “menstruarás con dolor”. Cuántas veces puede una parir, por más hijos que tenga. Pero menstruar menstruamos un promedio de 360 veces en la vida (salvo yo, que me hice señorita a los 11, así que andaré en un promedio de 408).

Tendría que tocar siempre domingo. Es verdad que no podríamos disfrutar a pleno el fin de semana, pero en este mundo machista no siempre podemos hacer valer laboralmente el día femenino y quedarnos en casa acurrucadas en la cama hasta que alivie. Si hasta en el examen pre-ocupacional nos preguntan si nuestras menstruaciones son abundantes y dolorosas. ¿Qué les importa? ¡Esa pregunta tendría que estar prohibida! Claro, pero el “patrón” tiene que saber esas cosas de antemano, no vaya a ser que la empleada le falte una vez por mes sin que se la pueda sancionar.

Hoy llegué a la oficina y él ya estaba. Bueno, ya saben lo que eso implica. La rabia y la angustia que me hace sentir. Encima el tren circulaba con demora y desbordaba de gente, así que al malestar femenino de mi cuerpo se le sumaron empujones y codazos. Lo primero que me dijo fue: “No desayuné”, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Hoy no podía contenerme. Hoy no podía con nada.

No se fue en todo el día, estuvo clavado al sillón como una estaca infecta en la madera vieja. Al mediodía me llamó para que me acerque hasta su oficina una vez más (después de las 254 del resto de la mañana). Cuando entré, sin siquiera levantar la mirada, me señaló el escritorio y me dijo:

- Traé algo para limpiar acá.

Lo miré con mis rasgos cargados de feminidad sufriente y le contesté:

- Pero Silvia lo limpió esta mañana.

- No importa, acá hay basuritas, pelusitas. No sé qué es, pero traé el trapo y el líquido ese y limpialo. ¿Ok?

El “ok” me terminó de exasperar. Fui con el multiuso y lo desparramé indiscriminadamente sobre papeles, agenda, notebook y escritorio.

El día fue muy difícil. Surgió un problema grave en la empresa causado por la incompetencia e ignorancia de mi jefe. Yo disfrutaría mucho que lo echen, pero la cosa está tan jodida que más que echarlo a él podrían hasta cerrar la compañía. Así que, entretanto, tengo que soportar que pase cada vez más y más tiempo encerrado conmigo en la oficina, echando manotazos de ahogado a todas las tarjetitas personales de su colección. Su humor y su trato son siempre pésimos y todo esto los ha exacerbado.

Y así se sucedieron un grito tras otro, seguidos por una contestación tras otra de mi parte. Yo no pude cambiar la cara de fastidio en todo el día. En un momento me dijo:

-Yo sé lo que te pasa. Vos estás así porque tenés miedo de lo que pueda pasar acá. Tenés miedo de que yo me vaya. – Dijo con esa omnipotencia que detesto y que lo hace creer que sin su presencia la tierra no seguiría girando.

-No.- Afirmé –Estoy así porque estoy indispuesta. – Y me fui a hacer un té para poder digerir su imbecilidad y darle tiempo a que él trague mi hemorrágica frase final.

No se esperaba esa respuesta. Pero me pareció justo y necesario enfrentarlo a su propia desvergüenza. Yo tengo que aguantar sus continuas inmundicias, así que creo que él tiene derecho a saber que estoy con la regla.

Tendría que tener más cuidado. Hay luna llena y podría correr sangre.

jueves, 15 de mayo de 2008

Magia negra

-Tocate la teta, chiquita. La izquierda. – Me exigió sin la menor decencia mientras él apoyaba impúdicamente una mano sobre sus testículos.

-¡No! ¡Ni loca, Daniel!- Le contesté, mientras me esforzaba por no ponerme totalmente violeta de golpe a causa de la indignación y la repugnancia.

Él era mi jefe y estábamos en su auto yendo a visitar un salón que pretendíamos contratar para el evento de un cliente. Durante el trayecto conversábamos acerca de algunos presupuestos que yo había solicitado en otros lugares y, en un descuido ignorante, comenté que en Madero Tango pensaba realizar por esos días su fiesta de casamiento Cacho Castaña. ¡Para qué lo habré nombrado!

-Tocate, yo no miro. – Insistió.

-No, ni pienso.- Reiteré, enfrentándolo a mi más contundente mueca de furia que, de todas formas, no lo asustó para nada.

-¿Vos no sabés que hay nombres que no se pueden mencionar? El que nombraste recién es yeta, todo el mundo lo sabe.

-Sos vos el que no sabe que prefiero 25 años de desgracia (aunque no me la merezco) antes que tocarme una teta adelante tuyo, cerdo infeliz.- Pensé.

En ese trabajo duré un mes y medio. No sé ni cómo, todavía. Otras de las manías más insufribles de este jefe que soportaba por entonces era que me llamara a su oficina y me dijera: “Chiquita, hacete unos mates”. Sí, me decía “chiquita”. Y lo decía con toda la lascivia que pudiera caber en ese cuerpazo inflado y obsceno. Yo preparaba el termo y el mate y se lo llevaba a su escritorio intentando siempre aprovechar que estuviera concentrado en alguna terrible idiotez en la computadora y así poder apoyar las cosas y retirarme instantáneamente. Pero no me dejaba. Me decía: “¿A dónde vas? Vení, vení que te muestro una cosa.”

Bueno, no se hagan ilusiones porque ahora no viene la parte en la que se baja los pantalones y lo castro con el cutter. Me hacía quedar en su oficina para poner una música tenue espantosamente melódica de fondo, mientras me leía inconcebibles poesías escritas por él, superadoras incluso hasta del verso más desagradable de Arjona.

Yo entré a trabajar ahí como asistente de marketing (supuestamente): armaba presupuestos publicitarios y presentaciones para los clientes, contrataba promotoras, le indicaba a la diseñadora de ropa el modelito para las chicas, le dibujaba al arquitecto el stand para las exposiciones, organizaba eventos, etc. Sí todo eso llegue a hacer en menos de dos meses. Lo cuento especialmente para algunos que andan diciendo que si no soporto mi trabajo de secretaria por qué no me busco otro. No es tan fácil.

Se preguntarán, quizás, si yo era asistente de marketing, por qué tenía que cebarle el mate a ese inmundo personaje, incluso teniendo él una secretaria a la que podía explotar y humillar tranquilamente como mi jefe actual lo hace conmigo. Yo también me lo preguntaba. Y a medida que se incrementaban las tareas inapropiadas y cada vez más desviadas de los requisitos según los cuáles me habían contratado, ya no sólo me lo preguntaba sino que lo pregunté. Y obtuve una clara respuesta por parte de mi única confidente ahí adentro: yo me parecía a su ex. Sí, el día que me entrevistó parece ser que en cuanto salí de la oficina se puso a comentar que yo le hacía recordar a su última novia, quién había ocupado el mismo puesto hasta poco tiempo antes de que yo empezara. Así que quizás ni leyó el currículum, con echarle una mirada a mi escote ya quedé contratada.

Así transcurrió mi breve experiencia en esa empresa. Muy pronto supe que no iba a durar mucho, pero también muy pronto recapacité que iba a tener que aguantar todo lo que me fuera posible porque no tenía dónde caerme muerta por esa época.

Día tras día rechacé invitaciones después de hora a la cancha (sí, sí, a la cancha), que supuestamente correspondían a mis horas extras de trabajo, soporté sus relatos sobre lo extremadamente loca que estaba su ex y cómo lo hacía sufrir, vi pasar promotoras por su oficina, que pretendían cobrar algún trabajo y salían retocándose la comisura de los labios.

Con mi leal compañera le decíamos “el cerdo”, porque su redonda figura transpirada un exceso de libidinosidad que nos obligaba a apodarlo. Salvo Corky, no creo que nadie le ponga nombre a los chanchos (pobres chanchos), así que yo no podía decirle Daniel, no me salía.

Y resulta que el cerdo era muy supersticioso. Desde usar cintita roja y apoyar la sal en la mesa hasta no permitirle a nadie en la empresa que escriba con tinta azul. Había que escribir con tinta negra porque, según él, la tinta azul trae mala suerte. Esa fue la primera y única vez que escuché esa terrible estupidez, pero él ratificaba su creencia afirmando que por eso en Estados Unidos nadie escribe con tinta azul, porque allá son muy cuidadosos con esas cosas. Y mientras más y más cábalas absurdas se apilaban día tras día sobre mi escritorio, más escribía yo con mi lapicera azul.

Él me lo advirtió, hacía rato que me venía avisando:

- Vos seguí rechazando invitaciones, chiquita… Así no vas a llegar muy lejos.

Y así fue. Muy pronto llegó mi último día de trabajo. Una mañana, tras haberse levantado de pésimo humor, llegó a la oficina y me echó a los gritos sin ningún motivo que lo justifique. Yo no tenía demasiado para reclamar tras 45 días de trabajo, mucho menos después haber convivido durante las horas laborales con su chofer y secretario personal, quién deambulaba por la oficina sin ninguna tarea aparente y temiblemente armado.

Un tiempo después, saliendo de un restaurant, el cerdo encontró su auto totalmente rayado con incisiones profundas que parecían haber sido hechas con un punzón puntiagudo. Sobre el capo podía leerse: “Mala suerte”.

No hay superstición tan poderosa que no se esfume ante la pintura arruinada de un Audi A3.

lunes, 12 de mayo de 2008

La empleada del mes

Le escupí el café. Lo acabo de hacer, no me pude contener. Así es que, siguiendo algunas recomendaciones de un par de comentarios, cuando le preparé el cortado dejé que un hilito de saliva cayera en la tacita dibujando transparentes firuletes, como la baba paciente y silenciosa de los caracoles.

Es que hoy no estoy teniendo un buen día. Desde el paro de subtes hasta que terminé de lavarle los platos después del almuerzo, no paré un minuto. Y las humillaciones y las tareas serviles tampoco aflojaron, todo lo contrario.

A la mañana, al llegar a la estación de Once, después del multitudinario viaje en tren, una barricada de policías bloqueó mi acceso a las escaleras mecánicas que comunican con el subte A, diciendo que tenían órdenes de no dejar pasar a nadie, ya que la línea no estaba funcionando a causa de problemas gremiales. Me apresuré a la parada del 64 y, aunque la cola se extendía a lo largo de toda la cuadra y seguía creciendo, no me desanimé hasta recordar que no tenía ni una moneda encima. Entonces, volví a entrar en la estación en busca de un quiosco. Una vez en el quiosco traté de comprar algo por menos de $1 (lo cuál no es nada fácil), para poder conseguir cambio con un billete de $2. Investigué, divisé una Tita, la agarré y me predispuse a pagarla extendiendo el billete, pero tampoco tuve suerte: “No tengo nada de cambio. ¿No tenés monedas?”, me preguntó el quiosquero desubicado. Ni le respondí, me evaporé hacia otro quiosco y conseguí la Tita y las monedas. Después fui hasta la parada del 86 sobre Yrigoyen. Nuevamente la fila de subte-abandonados era interminable. Cruzando Jujuy, los 64 que venían desbordantes desde la estación, ni siquiera aminoraban la velocidad; pasaban de largo sin piedad frente a los brazos alzados.

En ese momento la conocí a Silvia. Estaba delante de mí en la fila y cada tanto se daba vuelta y me fruncía los labios con hastío, pero sin resignación. Un rato después ya me estaba haciendo comentarios tales como: “¿Vos hasta dónde vas?”, “Yo voy hasta Perú e Yrigoyen”, “¿Compartimos un taxi?”. “Por supuesto que compartimos un taxi, si encontramos un taxi”, pensé. Pero cinco minutos más tarde me sugirió que empezáramos a caminar para tener más posibilidades de conseguir un coche vacío. Así lo hicimos, y no en vano tendremos ambas el culo tan generoso que enseguida pescamos un auto del que se estaba bajando una mujer con un escolar. Así es que con Silvia nos acompañamos en el viaje hasta Diagonal Sur mientras conversábamos de la vida y ella me contaba que trabaja en el PAMI, que tiene tres hijos: Laura (12), Mariana (9) y Leandro (7), que vive en Palermo, que tiene 45 años y que está estudiando abogacía en la Kennedy.

Tras la odisea de atravesar la ciudad con todas sus ratas fuera del sótano desesperadas por llegar a sus respectivos basureros, llegué a la oficina media hora más tarde (y la saqué bastante barata porque había salido de casa temprano). Cuando entré, no lo podía creer. ¿No había sido suficiente, acaso, el trastorno del viaje? No, parece que no, porque él ya estaba ahí con la máquina prendida listo para darme la orden de prepararle el desayuno.

Y la mañana siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido: hacer llamados, servirle el café, preparar las reuniones, servirle el café, aguantar que vaya al baño y servirle, otra vez, el café. Al mediodía me llamó, me lanzó $50 pesos sobre el escritorio y me dijo: “Andá a comprarme una hamburguesa acá abajo”.

¡Ay! ¡Cómo odio ir a comprarle la comida! Que se quede a comer en la oficina implica, esencialmente, tres cosas que no tolero: en primer lugar que se queda respirándome en la nuca y eructando en el sillón, en segundo lugar que le tengo que servir la comida y lavarle los platos y, por último, que yo no puedo comer tranquila sobre mi escritorio mientras chateo, sino que me tengo que arreglar en la cocinita de 1 m x 0.80 cm, parada, incómoda y tragando el almuerzo en cinco minutos.

Por eso no me quedó más remedio. Él se lo buscó. Después de chasquear los dedos, recostado sobre la cuerina negra mientras hacía la digestión, después de señalarme la bandeja con el índice derecho e indicarme que la retire y después de haber lavado sus trastos con restos de fastfood y aderezos, no me quedó otra opción que una pequeña venganza. No podría soportarlo sin el atenuante de un mínimo desquite. Así es que le llevé el café, como siempre, tratando de no volcarlo y esforzando mis gestos hacia una expresión gentil. Pero esta vez la sonrisa asomaba sola y autónoma entre los subordinados músculos. Se filtraba y trataba de contenerse para no exagerar, mientras yo apoyaba la taza y él le agregaba el edulcorante, revolvía saliva, leche y café y se lo tomaba de un sorbo.

viernes, 9 de mayo de 2008

El que le roba a un ladrón...

Ayer a la nochecita, al regreso del trabajo, estaba con una amiga en una perfumería suburbana haciendo compras domésticas y nos sorprendió el precio del desodorante líquido para inodoros. Ella necesitaba comprar uno de esos repuestos que tienen dentro una especie de solución viscosa verde o azul, con aroma a pino o algas marinas, que se encastra en un dispositivo y se cuelga a un costadito del inodoro. Lo explico en detalle para diferenciarlo bien, porque no es lo mismo que las florcitas o las canastitas que son mucho más baratas. El asunto es que nos encontramos con que el precio de este tipo de repuestos está entre los $7 y los $8, bastante saladito por ser un accesorio para el inodoro que hay que cambiar seguido. Así que le dije a mi amiga:

-Dejá, yo te traigo uno de la oficina.

-No te preocupes, compro otra cosa. Me fijo. – Y siguió analizando el estante azulverdoso.

La agarré del brazo obligándola a darse vuelta e insistí:

-Mañana te traigo uno de la oficina.

-Bueno, está bien.- Contestó dudosa, filtrando en su titubeo un poco de miedo a que ese accionar me traiga problemas. Por lo que, adivinando su preocupación, le dije:

-No pasa nada. Si la compra del supermercado la hago yo por Internet. Pido lo que quiero, nadie me controla, así que siempre trato de agregar algo. Él (mi jefe) ni sabe si pido, ni qué pido, ni cuánto pido…Con asegurarle su café y sus galletitas ya lo dejo contento.- Aseguré.

Esta práctica, que tantos ejercitamos en nuestros respectivos trabajos, se denomina escamoteo*. Surgida en el ámbito fabril y extendida a administraciones comerciales, oficinas y grandes empresas, es este un recurso de obreros y empleados. Un desvío, una táctica sutil y silenciosa de los dominados en el campo del orden impuesto.

El escamoteo es una práctica popular que funciona como una forma de resistencia a la jerarquización social que organiza el trabajo.


Los trabajadores utilizamos material o máquinas (teléfono, impresora) para provecho propio, robamos pequeños objetos (cartuchos, hojas, cds, liquid paper) y, por sobre todo, los trabajadores que escamoteamos, le sustraemos tiempo a la empresa. En este último caso los ejemplos son infinitos: colgarse en el msn, dormir en el baño, estudiar en el escritorio, estirar la hora de almuerzo, ir a fumar a la escalera un largo rato, transformar los cinco minutos para tomar un café en una charla de tres cuartos de hora en la cocina, hacer trabajos para la facultad, leer el diario (o ciertos blogs) en internet, bajar música o películas, enviar y contestar mails personales, pintarse las uñas, jugar al “busca minas” (eso ya es demodé, ¿no?), etc.

Así es que este post es ante todo una recomendación, un consejo: PRACTIQUEN EL ESCAMOTEO!!! Es una forma de resistencia válida y efectiva, por lo menos para quien la ejecuta que, de algún modo (aunque a veces ínfimo), resulta beneficiado.

Este es un fenómeno que se ha generalizado, aún cuando los empleadores lo penalizan y ponen en práctica diversos mecanismos de control: cámaras, factura detallada de teléfono, censura a internet, revisión de bolsos, etc. El escamoteo sobrevive, se expande, muta, se supera.

Yo, personalmente, lo vengo practicando hace años y, además del msn, estudiar en el horario laboral o “tomar prestado” algún producto de limpieza, mis favoritos siempre fueron los artículos de oficina. En otra empresa, en la que trabajé muchos años, yo era la encargada de las compras de librería, así que al usual pedido siempre agregaba marcadores, sobres, folios, hojas de colores (que son bien caras) y cualquier cosita que anduviera necesitando.

Fomentemos y contagiemos el escamoteo, una herramienta mediante la cual quitarle aunque sea un mínimo de rentabilidad a quienes nos explotan y nos subordinan. Es una práctica legítima para una menguada venganza de quiénes nos roban con cada grito humillante, con cada orden incoherente, con cada tarea inapropiada, con cada hora extra impaga, con cada exigencia insólita y con cada abuso, nuestra doblegada dignidad.


*de Certeau, Michel, La invención de lo cotidiano

miércoles, 7 de mayo de 2008

Habitación en suite


Mi jefe y yo compartimos el baño de la oficina. Mi escritorio está separado apenas por 2.5 m de la puerta del toilette. Él suele ir al baño tres veces por día. No, ni toma mucha agua, ni toma mucho té. No va a hacer pis, o por lo menos no va sólo a eso. Va al baño tres veces por día a defecar.

¡Sí, caga de lo lindo el muy puerco! Y yo no puedo evitar pensar que se está cagando en mí…

No tiene el menor pudor y el menor reparo. Cuando quiere ir al baño agarra el diario y me dice: “No me pases ningún llamado que voy al baño” ó “Dejame ir al baño, hijita”. ¡Puaj! Escribirlo lo hace todavía más repugnante. Además, no sé para qué me lo aclara, es obvio que va al baño, adónde va a ir en una oficina de 20 m2, no tiene muchas opciones.

La oficina es un cuadrado pequeño. La cocina y el baño, que están uno al lado del otro, sólo están divididos por medio de ese material que imita a una pared pero que es una especie de cartón duro y hueco con un aislamiento acústico pésimo.

Así es que, tal como pueden imaginarse, cada vez que va al baño me regala una estruendosa sinfonía sin el menor recato. Yo, desde mi escritorio (o desde cualquier rincón de la diminuta oficina), puedo sentir cada una de sus flatulencias como los truenos de una terrible tormenta de la que no puedo esconderme.

El toilette cuenta con un extractor que él enciende invariablemente al ingresar, pero dicho aparato sólo sirve de batifondo para su inmunda melodía. Él debe estar absolutamente convencido de que el ruido del extractor amortigua sus propios sonidos, pero claro, yo ya les expliqué que es muy corto de genio. Eso lo podría haber pensado los primeros días, pero a dos años de involuntaria convivencia la simple lógica le tendría ayudar a visualizar la siguiente ecuación: “Si yo, estando en el baño con el extractor prendido, escucho cuando suena el teléfono, cuando lo atiende mi secretaria y hasta lo que dice, de eso se deduce que ella debe escuchar mis pedos perfectamente”. Pero no, ni siquiera es capaz de hacer esa simple reflexión o, quizás sí, pero no le importa en lo más mínimo. Esto es evidente porque muchas veces, al salir del baño, me hace comentarios sobre los llamados que recibí, por ejemplo: “Llamó Perez, ¿no? Llamámelo ya mismo”. Entonces es obvio que si él oyó claramente el llamado el efecto es reversible.

Por lo tanto, todos los días laborales tengo aseguradas por lo menos tres performances en el baño, en las que debo escuchar, sin escapatoria posible, desde su completa pedorrera hasta su última gargajeada. Y no me extiendo en mayores detalles escatológicos porque no es mi estilo, pero soy una silenciosa testigo hasta de las más repulsivas porquerías que puedan imaginar.

Al finalizar, como para rematar el show, sale del baño arrastrando tras de sí un vaho fétido y nauseabundo, me llama sin la menor decencia para que lo siga hasta su escritorio y mientras me escupe alguna nueva orden a cumplir, se cierra la bragueta.

lunes, 5 de mayo de 2008

Ideología barata y zapatos de taco

-¡Vení, hijita!- Ordenó desde su escritorio en su estricto imperativo.

Cuando me dice “hijita” se apodera de mí una furia semiótica implacable. Con qué derecho me dice “hijita” ese híbrido extraño, mezcla de Lilita Carrió y perrito pekinés de solterona resentida. Nadie tiene derecho a llamarme “hijita”, nadie. Sólo mi padre…y, como no tengo padre, nadie en el mundo. Porque las madres no suelen decir hijita, por lo menos no las madres del oeste del conurbano bonaerense. Bueno, volvamos al incipiente diálogo.

-¡Vení, hijita!- dijo. Y yo (su falsa hijita border) fui.

Simplemente traspasé la puerta y me paré en la entrada de su oficina a esperar la chorrera de incoherencias que le siguen al “hijita” (porque si me llama por algún asunto de trabajo siempre se refiere a mí por mi nombre completo) y no me defraudó…

-¿Vos cuántos zapatos tenés?- preguntó esbozando esa mueca extraña que procura ser su sonrisa socarrona, pero que nunca superó la jerarquía de mueca extraña.

Sinceramente me sorprendió. De todos los sinsentidos a los que me tiene acostumbrada esta pregunta me desencajó por completo.

-¿Cómo?- Retruqué, tratando de ganar unos segundos para poder adaptarme a la extraña sensación de que me estuviera haciendo una pregunta personal y no me estuviera contando algo personal, que es lo que más suele hacer.

-¿Tenés muchos zapatos?

-No, algunos. No sé cuántos.- La verdad que existen miles de respuestas mejores que podría haberle dicho, pero me agarró desprevenida, sin tener idea hacia dónde me llevaba ese camino amarillo.

-¿Sabés cuántos zapatos tiene nuestra presidenta? Tiene más de 250 pares de zapatos. ¿Vo (sin la “ese”, porque debe pensar que lo hace más Cardón hablar así de vez en cuando) cuánto tené? Seguro que tené meno de 250. ¡Já, ja, ja!-

Mientras, por aquí, cara de nada. Estoy acostumbrada a que me llame para decirme todo tipo de idioteces, pero eso no quiere decir que dejen de irritarme o que con el tiempo me haya acostumbrado. Y siguió…

-De verdad.- Dijo, tratando de robarme algún gesto que, para un lado o para el otro (aunque él bien sabe para qué lado), pudiera traslucir mi opinión al respecto. Y como para legitimizar su afirmación añadió: - Lo dice La Nación de hoy.-

¡Ah, listo! Así es otra cosa. Hubiéramos empezado por ahí, hombre. Si lo dice La Nación de hoy entonces me quedo mucho más tranquila. Claro, no se discute más, como descreer de un diario que es más largo que yo en puntas de pie. No, no, no, si cuando digo que no le da, es porque no le da…

Así que le contesté: - Mire, si La Nación no tiene nada más interesante para decir, no es mi problema.- Me di media vuelta y salí de su oficina zarandeando mi abundante cabellera cristinesca al ritmo del vaivén de mi orgulloso pandeiro.

Pensar que tengo que subordinarme diariamente a un facho ignorante que, además, no es capaz de generar opiniones propias, un reaccionario colgado del cable que tiene el control remoto tildado en C5N, que no puede hilvanar por sí mismo un par de conceptos para sostener su discurso (sucias hilachas desprendidas de los calzones de los politólogos más baratos de la televisión). A veces se ríe interminablemente en su escritorio como una hiena epiléptica, leyendo algún chiste de esos que le mandan sus amigotes (que por andar con él puedo imaginar cómo son) y me da lástima. Pobre rata retrasada que pellizca el queso de los que piensan por él, que se revuelca en la basura de los que se abusan de esa triste cabecita hueca y pelada y encima le hacen creer que es un animal importante. Y él se lo cree…mete la mano en el bolsillo interior del traje, saca una tarjeta y la muestra.