jueves, 26 de marzo de 2009

Quieren matar al ladrón

Empiezo a creer que debería haberme tocado la teta izquierda aquella vez cuando mi ex-jefe me lo exigió por haber mencionado a Cacho Castaña sin saber que era mufa.

Creo que podría haber matado dos pájaros de un tiro: satisfacer a ese gordo pajero y ahorrarme una racha de mala suerte que ya parece haber empezado. Porque de ahí en más se desencadenaron una serie de hechos que me arrastraron hasta dónde estoy ahora. Sí, definitivamente Cacho Castaña es mufa.

El año pasado dejé de escribir este blog en el que solía exorcizar periódicamente mis demonios bilingües y ejecutivos. La causa principal en ese momento fue la paranoia. Tuve un descuido y casi me descubre. Fue un accidente que me dejó muy expuesta (esa cosita loca llamada inconsciente…) y que merece ser contado con más detalle en otra oportunidad, para no confundir. A eso se le sumaron ciertos problemas personales, y esos sí que no vale la pena contarlos porque todos tienen los suyos y este no es un blog de lamentos y enfermedades. Este es un blog de justicia, reivindicación y venganza. Bue…quizás estuve muy pretenciosa, pero me puedo dar esos lujos en este cielo virtual sin censura.

Volví. Por lo menos por ahora, por lo menos por hoy. Necesito de vez en cuando este espacio en el que dejo de ser secretaria y vuelvo a ser yo. Soy por fuera de lo que hago. Acá no soy lo que hago, soy quien relata lo que hago y eso me reconcilia con mi deseo. Al menos por un ratito.

En esta pequeña y cálida oficina de ambiente familiar (si es que a uno le hubiera gustado ser pariente de Hitler) el tema estrella por estos días es la inseguridad, que ha sabido luchar por su primer puesto destronando nada menos que al precio del petróleo y la crisis mundial.

Esta mañana el cretino entró sacando chispas. Arrastraba un hedor inmundo, mezcla de mal aliento, loción de afeitar y café de máquina. Hasta viéndolo de espaldas se le notaba que había discutido con la mujer. No saludó, como de costumbre. Fue directo a su escritorio y me gritó que le prepare café. Entonces fui a la cocina y me dispuse a preparar un cafecito de los especiales, porque presentí un día denso. Después me gruñó un nombre para que lo comunicara por teléfono con esa persona. Le pasé el llamado y mientras se preparaba el café pude escuchar de fondo la conversación: que había discutido con la mujer, que encima lo agarró una congestión de tránsito para entrar a Puerto Madero, que qué bien que había hablado la gorda (así le dice a Lilita, porque entre los cerdos fascistas siempre hay confianza) después del escrache, etc. Y por fin llegó la obvia, pero no por eso menos esperada, coincidencia, aprobación y reivindicación de las brutales declaraciones de Cacho “Cruzo los Dedos” Castaña.

Cerdo fascista: - Alguien lo tenía que decir con todas las letras. La gorda no lo puede decir por una cuestión política. Se la tiene que aguantar, se tiene que cuidar un poco porque si abre la boca se le vienen todo el zurdaje* encima. Acá hay que limpiar, como dijo este tipo. Y te repito, hay que tener los huevos bien puestos para salir a decirlo. - No, si hasta ya me parece que le gusta y todo. Pobre, hay que avisarle que es yeta. – Hay que matar a unos cuantos delante de todo el mundo y que lo televisen en directo para todo el país. A ver si le quedan ganas a algún negrito de provincia de venirse para acá después de eso.

No sé qué le habrá contestado en ese momento la otra bestia equivalente que oficiaba de interlocutor, porque largó una carcajada fuerte y nauseabunda con todo el aire que había en sus pulmones. Y fue tan pero tan intensa y tan pero tan repulsiva esa carcajada que me contagió las ganas de ver sangre y poder reírme igual que él. En la cocina, mientras la cafetera escupía, rítmica y persistente la infusión preparada especialmente con agua recién sacada del inodoro, cerré los ojos e imaginé mi propio paredón de fusilamiento. Mi jefe y mis ex-jefes indefensos y humillados mientras yo los obligo a tomar un cortado no sin antes escupirlo delante de sus narices.

Porque yo creo que si esto es ojo por ojo no va a quedar nadie. Pero no lo digo como una frase romántica y barata de magazine de la tarde. Lo que pienso es que si hay que matar “por las dudas”, “para que no reproduzcan”, “porque no tienen cura, no aprenden y no pueden reformarse” a todos los que cometieron algún delito contra la integridad física y psíquica de otra persona, entonces yo tengo un listadito con varios nombres que caen seguro.

Sabe que pasa, jefe, la gente está cansada de que la asesinen. No es que no se puede salir a la calle, es mucho peor que eso, porque dentro de su casa uno también corre peligro. Y esto no sólo pasa en Capital o el Gran Buenos Aires. Usted va a Salta, por ejemplo, a Las Lajitas, un pueblo chico y tranquilo, esos lugares en los cuáles la gente deja la puerta de calle abierta y el auto con las llaves puestas. Los nenes juegan en las calles de tierra y los viejos toman mate a la vera de las vías muertas de un tren que ya no pasa por ahí. Pero un día llegan unos tipos muy empilchados, haciéndose los gauchos pero con camisa rosa (gauchos eran los de antes, pensará seguramente más de uno en el pueblo) y les dicen que van a instalar un campamento, obviando aclarar ciertos detalles, porque seguramente los pueblerinos no entienden tales negociados. Les cuentan que van a traer unas máquinas para excavar y comprobar si en ese lugar hay petróleo. Tampoco les dicen que si hay petróleo ellos no verán nunca ni la más mínima ganancia, aunque lo encuentren debajo de su propia cama.

Al principio las personas del lugar se entusiasman porque les explican que esto va a ser muy beneficioso para todos. Van a darle trabajo a unos cuantos hombres para iniciar el proceso de exploración y tampoco les dicen que los van a contratar porque son mano de obra mucho más barata que la que se consigue en Buenos Aires, total ellos qué saben del mínimo salarial y el sindicato. También van a necesitar comida para las 30 ó 40 personas que van abastecerse en los negocios del pueblo comprando todo lo que precisen y los servicios que les puedan ofrecer. Así que hasta las putas festejan. Pero pasa un tiempo y muere un peón que arriesgó su vida para excavar un pozo que, con suerte, no está seco. El agua se contamina, los nenes ya no juegan en las calles, los viejos se mueren, pero no se mueren de viejos. Y ni hablar si en lugar de petróleo el negocio es minero. Entonces el pueblo queda devastado, familias desmembradas, enfermedades, miseria y, para colmo, se fue el circo.

Por eso le digo, lo de la inseguridad es terrible. Ya no se puede vivir en ningún lado. Dígame si eso no es un asalto a mano armada. Usted está lo más tranquilo en la paz del campo o la montaña, en un lugar remoto en el que cree que nunca le va a pasar nada y vienen unos tipos, le mienten (porque vio que los ladrones tienen estrategias muy astutas para engañarlo a uno), lo desvalijan y se van lo más panchos. Totalmente impunes. Y guarda con querer defenderse, con hacer la denuncia. ¡Ojito! Ni se le ocurra porque lo pueden amenazar y hacerlo callar como sea.

Por eso, reflexionando sobre todo esto, yo también creo que hay que hacer algo con el tema de la inseguridad. Pero tené cuidado Cacho, no te olvides quién es el ladrón que se robó una mujer.



* Entiéndase por zurdaje al conjunto que incluye a todas aquellas personas que no están de acuerdo con aplicar la tortura y la pena de muerte como política de seguridad para combatir la delincuencia

sábado, 6 de diciembre de 2008

El sí de la niña...

Rimel.
Desayuno de los párpados.
Lágrimas negras.

Una blusa de falso broderie,
una hebilla que duele,
una cartera al tono.
Zapatos de imitación,
muñequita de estación,
coquetea con los durmientes.

Se le mueren las plantas en el viaje.
Le aplastan las tetas.
Le tocan el culo.
Se resbala el silencio por las arrugas del traje.

Fotocopia de peatonal,
un escote infernal,
cerebro barato.
Duplicado de escritorio,
blanco de mejitorio,
puta bilingüe.
Figurita de colección,
ejemplo de aberración,
excusa misógina.

Palabra subestimada,
la parte censurada,
el libro prohibido.

Con la sangre de los sueños
corta el café.
Un grito.
Una respuesta.
Su voz de cortesana
regresa siniestra
por el pasillo.
Y se oye obediente,
automático,
resentido,
aterrador….
el sí de la niña.

jueves, 24 de julio de 2008

Vocación docente | Lección Nº1

Instrucción Cívica: El voto es secreto

Somos como un matrimonio arreglado. Ninguno de los dos eligió al otro, pero estamos condenados a una convivencia forzosa, por lo menos hasta que se sancione la ley de divorcio. Claro que esto recién va a suceder en 1987 y nosotros nos casamos en 1930.

Imagino a esas mujeres jóvenes, condenadas a dormir con un italiano malhumorado o con un gallego tozudo, al que con suerte conocieron a través de alguna borrosa imagen sepia. Las puedo ver desorientadas e inciertas al pie del barco que importó su desgracia a través del océano, recibiendo con resignación a ese señor mayor con el que se van a casar unas horas más tarde.

Me duele el espejo de esas fotos viejas, al reconocerme obedeciendo a un machista reaccionario 50 años después de la revolución sexual.

Con este desagradable ejemplar de bestia fabulera prehistórica no tenemos absolutamente nada en común. Desde los gustos más simples hasta los valores más importantes. No coincidimos en nada.

El problema, en este caso, soy yo. Así como existen los antihéroes que no han nacido para volar, pero que no se resignan y siguen tirándose desde la terraza a ver si lo logran, están las antisecretarias. Yo soy una de ellas: mujeres que desde siempre han odiado el secretariado, la asistencia, que les dicten, que las presionen, que las controlen. Pero, alguna vez, hace varios años, han aceptado sentarse detrás del peligroso escritorio de una Pyme pensando: “es por un tiempito, hasta que me reciba” y se quedaron ahí, enredadas en su neurosis irreversible.

Las antisecretarias tampoco se rinden y van todos los días, puntuales y prolijas, a sus trabajos grises, convencidas de que luchan por una causa justa. Pretenden aleccionar a los jefes opresores, creen que la ideología se contagia, tienen delirios de revolución urbana. La verdad es que se hacen las víctimas y se quejan todo el tiempo de su condición intolerable porque tienen miedo. Sí, les da miedo tener que enfrentar las miradas masculinas de quiénes les toman las entrevistas, más concentrados en sus escotes que en sus currículums. Están cansadas de contestar preguntas como: “¿soltera o casada?” “¿con quién vive?”, “¿piensa tener hijos?”, “¿sus menstruaciones son dolorosas?”. No soportan tener que hacer el triple de esfuerzo que un hombre para lograr el mismo puesto pero ganar 1/3 de sueldo, tratando de demostrar que son tan competentes como ellos. ¿Por qué no les exigen a ellos probar que son tan eficientes como las empleadas mujeres? ¿Por qué no los hacen servir café? ¿Por qué nunca es al revés? Entonces, como han trabajado tanto tiempo para jefes tiranos, como los conocen de pies a cabeza, como los odian con toda su furia, se reciclan jornada tras jornada interpretando su malvado papel.

Así soy yo. Y no pretendo con esto una justificación, sino contextualizar, reflexionar. Dicen que el primer paso para poder curarse es reconocer el problema. ¿Será cierto? Me gustaría poder decir algún día: “Hola, soy Carolina y hace 10 meses, 8 días y 3 horas que no sirvo café”. Y después escuchar los aplausos en ronda de otras secretarias en recuperación.

Entretanto, sigo lavando tacitas, cosiendo botones, sirviendo el café y escuchando barbaridades.

La semana pasada el vicepresidente me jugó una muy mala pasada. Bueno, reconozco que no soy la única que se vio seriamente afectada pero, al amanecer con la noticia de su voto en contra, debo confesar que las perspectivas de pasar el día con mi jefe gritando a cada rato “¡Aguante el Cleto!” me dolieron más que la traición.

Tras dos años de esta unión por conveniencia (a mí me conviene que me pague y a él le conviene mi aptitud y mi experiencia) pude comprobar infinidad de veces que él no piensa. Él copia y pega, como los alumnos mediocres que presentan monografías de 100 páginas haciendo un colage de párrafos robados de Internet y, encima, están convencidos de que investigan. Así hace él pero con La Nación, con El Cronista y con las apariciones televisivas de Lilita. Lo más triste es que, tal como a esos estudiantes a los que les quedan las oraciones incoherentemente vinculadas una tras otra, a él le quedan los enunciados torcidos y llenos de plasticota en los bordes. No hay frase que coincida o se entrelace con la anterior siguiendo lógica alguna.

Su razonamiento es el siguiente: “Mi apellido es Alonso. Ascendencia española. Hijo de la Madre Patria. Familia religiosa y conservadora. Apoyo absoluto al Bando Nacional, aunque sin ensuciarse la ropa. Educado bajo inflexibles valores antiperonistas (de la primera hora). Conclusión: ¡Yo ser gorila!, aunque no saber bien por qué.”

Y por eso, la Bestia Mediocre, reflexiona de la siguiente manera:

Bestia Mediocre: - ¡Qué paisito, qué paisito! ¿Qué me contás, eh? Yo no sé a dónde vamos a ir a parar. Esto no es joda, la cosa está muy mal. Porque estos tipos están locos, no saben lo que hacen. ¡Por favor! Ponerse al campo en contra, ¿quiénes se creen que son? Estos no saben con quién se meten. Lo que pasa es que ella no hace nada. A ella la levantan a las 11 de la mañana, la peinan, la visten, la empastillan y la mandan a inaugurar algo. Pero ella no hace nada. Esto no lo estoy inventando yo, me lo dijo alguien que está metido ahí adentro. Yo veo todos los días cuando llega el helicóptero a Casa de Gobierno. ¿Sabés las ganas que tengo de apuntarle y tirarlo abajo? ¡Listo! Solucionaría todos los problemas del país… ¿Y qué querés? Si es mujer. A la señora lo único que le interesa es que le combinen los zapatos. ¿Sabés que tiene una colección de zapatos, no? ¿Te conté?

No, por favor. ¡Otra vez con eso de los 200 zapatos, no!

Así son sus conversaciones. Escucharlo opinar da vergüenza ajena. Pero, lo peor, es cuando no tiene con quién hablar. Cuando ningún amigote está disponible para ir a almorzar. Entonces me llama y me dice: “Vení, hijita, sentate”. Así pasó, por ejemplo, una tarde de octubre del año pasado…

Bestia Mediocre: - ¿Y vos a quién vas a votar? – Me preguntó con la ansiedad de un nene en la mañana de Reyes, pero filtrando un brillo provocador y camorrero por los ojos.

Yo: - Mire, yo ya le dije que prefiero no hablar con usted de estas cosas. Me parece que no corresponde que me pregunte. – Contesté categórica, aún sabiendo que por más tajante que fuera mi respuesta no lo intimidaría en lo más mínimo y seguiría insistiendo insoportablemente, como hacía siempre.

Lo que pasa es que el problema de las antisecretarias es ideológico. Cuando uno piensa de cierta manera no hace falta que lo ande diciendo todo el día, se nota al caminar, al servir el café, en la actitud. Y esto no es algo impostado, no hay que hacer ningún esfuerzo. Cada persona en sus gestos para con los otros, en sus comentarios al conversar, en sus suspiros al enterarse de alguna noticia, en sus sonrisas al enterarse alguna otra, en su manera de discutir aún sobre los temas más frívolos, destila su forma de vivir, de pensar, sus valores.

El perfil de las secretarias de las empresas de capital extranjero suele ser el de una chica bien que estudia en la de San Andrés. Y que se entienda, estoy hablando del perfil. Quizás estudian Psicología Social en Aldo Bonzi, pero el perfil es UCA. Es decir, familia tradicional y adinerada. Sus padres, médicos o abogados, se jactan de haberlas educado en el libre pensamiento, dejándoles siempre bien claro que para tener la extensión de la gold hay que pensar como ellos. Sus madres creen que hay temas de hombres en los que las mujeres no deben meterse, que hay que hacer la vista gorda si tu marido tiene un desliz y que Evita era una puta. Sus abuelas van a misa a Nuestra Señora del Socorro envueltas en sus tapados de piel y purgan los scones de sus meriendas con pequeñas obras de caridad. Las siluetas de estas chicas serviciales y automáticas es así, aún las de aquellas que han dormido su infancia en la cama marinera de una piecita en el corazón de la Paternal. Pero ellas son las peores, las más estereotipadas, porque estudian los movimientos y se esfuerzan por lograr el tono, el permanente, el “a mí la política no me interesa”, de las auténticas.

Pero a este pobre infeliz justo le viene a tocar una a la que no la seducen ni los faroles turquesas ni los bolsillos verdes de Macri. Una a la que no se va a encontrar ninguna tarde de
sábado en un partido de polo como le pasa con Teresita, la secretaria de su socio. Una que jamás le va a decir “ayer cené con papá en la Recova de Posadas”.

Por eso, el lunes 29 de octubre del año pasado, insistió con su propia boca de urna.

Bestia Mediocre: - ¿Y? ¿No me vas a decir a quién votaste?


Yo: - No, ya le dije que no. Le agradecería que no me siga preguntando.

BM: - ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?

Y: - No tiene nada de malo, pero no quiero discutir con usted de política. Tenemos formas de pensar muy distintas y, ya que trabajamos bajo el mismo techo durante tantas horas, prefiero evitar este tipo de discusiones para resguardar el ámbito laboral. - Ni yo me creía que hubiera algo que resguardar, pero bueno…

BM: - Ya sé…vos no lo querés decir porque votaste a Cristina. ¿Votaste a Cristina?

Y: - No.

BM: - ¿A Lavagna?

Y: - No.

BM: - ¿A Saá? No, vos no votaste a Saá.

Y: - …

BM: - ¿A López Murphy? Naaaa.....

Y: - … - Lo miraba furiosa jugar a las adivinanzas, conteniendo mi respuesta.

BM: ¿A quién votaste? No puede ser, ya no falta casi nadie. Tiene que ser uno de esos.

Harta, fastidiosa y con una impaciencia urgente por cruzarme de vereda antes de que corte el semáforo, le dije:

Y: - Voté a Pino Solanas.

Me miró desconcertado y perplejo. Creo que no le debe haber resultado políticamente correcto que la secretaria de una petrolera canadiense haya confesado haber votado a un candidato que reclamaba en sus afiches la nacionalización del petróleo.


lunes, 14 de julio de 2008

Lluvia ácida

Llegó, arrasando con todo el aire que se atravesaba entre la puerta de entrada y su oficina, dejando un surco en la alfombra que anunciaba un día complicado. Se paró frente a su escritorio, gruñó mi nombre y sin mirarme, mientras se desabrigaba, me dijo:

- Oime…eh…preparame…eh…

- ¿Café? – Pregunté. Anticipándome al imperativo que se avecinaba. Porque ya saben que mi causa, prácticamente, se basa en la abolición de ese tiempo verbal.

- No, no. Café no. No me siento nada bien, no tendría que haber venido. – Eso seguro. – No ando bien del estómago y creo que el problema es el café. No me doy cuenta pero tomo mucho café y me va a dar una úlcera. – ¡Yupi!, grité mentalmente.

- Ah, bueno. – Dije con desilusión, tras ver frustrada mi oportunidad de alimentar esa llaga estomacal con mi ácido café venenoso, y volví a mi escritorio.

Sin exagerar, sin mentir, sin artimañas andaluzas de por medio que condimenten el relato, no llegaron a pasar 10 minutos para que me grite desde su trono de cuero:

- ¡¡Carolina, un cortado!!

Me di vuelta, con el ímpetu y la cámara lenta de las viejas propagandas de Wellapon, como si mis pelos trataran de acomodarse a mi desconcierto. Está rozando el límite de la incoherencia, la burla, la opresión. ¡No lo soporto más!

Al rato sentí como me aplastaba el mediodía, con su pesado augurio de un almuerzo imposible, con el oscuro presagio de que se iba a quedar en la oficina hasta cualquier hora. Veía el futuro de una tarde eterna y me quería matar. Todo el día encerrada con esa alimaña. Sin poder poner la radio y sin escuchar música de ningún tipo, porque le molesta cualquier sonido que no sea su propio rebuzno. Sin poder comer, ya que el olor de cualquier clase de alimento, así sea el vinagre de la ensalada, lo pone de malhumor, empieza a abrir las ventanas, aunque esté helando, y a atragantarme con sus protestas hasta la indigestión.

A la 13.55 yo seguía de aquí para allá, me faltaban los rollers. El insensible me tenía como bola sin manija construyendo ladrillo a ladrillo, con cada llamado que me pedía, el simulacro de que en esta oficina hay algo importante para hacer. Y la verdad es que no hay nada para hacer más que llamar frenéticamente, hasta el cansancio, a gerentes, presidentes, CEOs, gobernadores, diputados y secretarios que jamás lo atienden. ¿Para qué, entonces, insistir durante la hora del almuerzo, si el NO ya está reconfirmado desde las 9 de la mañana? ¿Masoquismo? No, no tiene ese perfil. Supongo que se debe a que, a esta altura, él mismo compró su personaje. Sospecho que ya no actúa, se lo cree y para reafirmarse y legitimizarse necesita dar vueltas por toda la oficina con cara de preocupado y hablar en voz bien alta repitiéndole a un interlocutor imaginario que el problema es el país, que la gente ya no quiere hacer negocios y que por eso no lo escuchan, porque están desilusionados, incrédulos, cautos.

No, imbécil, animalito del demonio. Vos, yo, las secretarias que me niegan a sus jefes sin el menor disimulo y esos empresarios que no te atienden aunque te presentes bajo identidad falsa, todos nosotros sabemos que la situación del país no tiene nada que ver con esto. Sabés de sobra que los negocios que vos no podés concretar porque los contactos y los amigotes que decís tener no son más que apellidos ordenados alfabéticamente en una base de datos, tus colegas de las oficinas de arriba los firman todos los días con mayor frecuencia y naturalidad que los comprobantes de la tarjeta de crédito. Así que no hace falta que trates de enmascarar esta triste rutina que te tiene más preso que a mí entre estas paredes y más gris que a cualquier cajero de banco. Porque ni siquiera hay un atisbo de inquietud en tu persona, un asomo de dignidad que trascienda tu histeria de rata enjaulada tratando de alcanzar el queso.

No, no puedo respetarte. Porque sos un empresario faldero (con mayúsculas, con vocación), que va con media lengua afuera dando pequeños saltitos en dos patas atrás de los culos de los peces gordos, salivando en exceso, a ver si le tiran algún huesito masticado. No es lo mismo trabajar de mucama, de mesera, de cajero, de secretaria, que ser mucama, ser mesera, ser cajero, ser secretaria. La diferencia está en las inquietudes, las preguntas, los sueños, los intereses. La diferencia está en creérselo. ¿Qué hace el empresario faldero a fin de mes con sus diez mil dólares y qué hace el cajero del banco con sus mil quinientos pesos?

Y cuando te veo así, desde mi biblioteca, desde mi butaca del cine, desde mis álbumes de fotos, me doy cuenta que con la mitad de tus años leí lo que vos no llegarías a leer en lo que te queda de vida aunque empezaras hoy, miré más películas que vos partidos de fútbol en tu largo medio siglo y viajé no sé si más, pero sí mucho mejor con ínfimas posibilidades económicas comparadas a las tuyas y con mucho menos tiempo disponible.

A las 15.20 yo ya me estaba por desmayar. Trataba de esconderme de a ratos en la cocina, aprovechando algún llamado telefónico prolongado, es decir, los de su amante, para pellizcar de a poco la tarta que me había traído. Pero ni con un Uvasal de ½ kg, ni empujando con grandes sorbos de soda cáustica apenas diluida, se puede tragar el almuerzo cuando él está presente. Los gritos y las órdenes son tan constantes como innecesarios. La mayoría de las personas a las que me hace llamar a esa hora salieron a comer. Los mails que me dicta son para empresas que se encuentran a la vuelta del planeta y que no los van a leer hasta dentro de 14 horas. Nada tiene sentido. A veces me llama y, cuando entro en su oficina, no sabe qué decirme, o se olvida o nunca lo supo, y sólo me hace ir para molestarme, para que me levante. Otras veces entro y lo único que me dice es: “Tengo sueño”, mientras bosteza y se estira adelante mío, reclinando al tope su heroico sillón y apoyando las piernas sobre el escritorio en un ángulo agudo que termina en sus medias. ¿Por qué tengo que ver cómo se despereza? ¿Por qué tengo que oler sus medias? ¿Por qué tengo que soportar que se acomode la bragueta adelante mío cuando sale del baño?

A las 15.35 me llama una vez más y me dice:

- Bajá y traeme algo de comer.

- ¿Qué quiere? – Le ladré.

- Mmmmmm, no sé. ¿Qué se puede comer acá abajo que sea livianito? Porque la verdad no me siento nada bien. No ando bien del estómago, me tengo que cuidar. – Cuando dice “acá abajo” se refiere a “Mostaza”, así que lo de livianito se los debo, aunque alguna alternativa siempre hay.

- Una ensalada. – Sugerí.

- No, ensalada no. ¿Otra cosa?

- Una hamburguesa. – Le dije, resignada ante su irracionalidad.

- Sí, sí. Traeme una hamburguesa completa, con papas y gaseosa grandes.

¡Eso sí que es cuidarse! Cuidarse la úlcera. La supuesta úlcera, porque no son nada creíbles sus lamentos hipocondríacos. Así que le traje la hamburguesa, se la serví y me quedé en la cocina terminando mi tarta, con su ruidoso engullir como música de fondo. Pero ni el sonido gutural de su devorar, ni el olor a papa frita que invadió la oficina parecía molestarlo para nada. Así que estuvo un rato tragando su almuerzo a deshora o su merienda temprana y salada. Un rato que habrá durado 10 minutos, porque las boas constrictoras mastican a sus presas mucho más de lo que él puede llegar a masticar una tira de asado. Cuando terminó, chasqueó los dedos y me pidió que retirara la bandeja.

A los cinco minutos llegó uno de sus “socio-amigotes”, se acomodó como en su casa, me llamó y me pidió un cortado. Mi jefe me dijo que no quería nada, mientras acariciaba su vientre hinchado, cual embarazada en la semana 38. Al rato entré a la oficina con el cortado para el “intruso invasor”, usurpador del espacio ajeno y aprovechador de la secretaria de turno, porque este hombre se quedó sin trabajo y no tiene oficina propia, por lo que suele venir a hablar por teléfono y a colgarse de Internet. Le serví el cortado, inmediatamente me lo devolvió y me dijo: “Mejor, traeme uno doble”. Salí de la oficina enfurecida, le serví el cortado doble, no sin antes dejar caer un hilo espeso de baba rabiosa en la taza. Volví. Me dijo: “Me arrepentí. Prefiero café solo”, y sin mirarme hizo un gesto displicente con su mano izquierda como diciendo “Volá de acá y traeme lo que te pedí”. Le llevé el café renegrido, recalentado, que había preparado temprano a la mañana y al que también corté con un poco de saliva. Cuando se lo dejé sobre el escritorio, mi jefe se incorporó levemente, sólo para tomar el aire suficiente que necesitaba para decir: “Ahora sí quiero un café. Traemelo”.

¿Necesito tanto este trabajo para comer, para pagar la luz, el gas y el teléfono? ¿Tanto miedo me da estar desempleada? ¿Tan orgullosa soy como para preferir esta tortura a tener que pedir ayuda? La respuesta a todas esas preguntas es sí, pero no me alcanza, no me satisface, no me justifica. Ya no son suficientes excusas la desesperación y la incertidumbre que padecí tras haber estado sin trabajo algunas veces. Ya nada parece peor que esto. En la comparación, todo es más digno.

En la cocina serví el café para mi jefe, mientras los escuchaba reírse con algún chiste estúpido que les llegó por mail. Pero a este café le puse más dedicación, así que añadí unas gotitas del Rapilax, que no sé si recordarán, pero siempre tengo a mano. Se lo llevé, hizo fondo blanco y me pidió otro instantáneamente. Supuse que estaría muy rico, ya que quería repetir, así que le preparé otro igual. Pero, esta vez, intensifiqué la dosis de laxante, recordando esos instructivos avisos de televisión que explican en detalle lo feo que es padecer “tránsito lento”.

Después fui al baño, apreté el botón y trabé el flotante de la mochila. Al rato se empezó a quejar sin el menor recato sobre sus molestias intestinales, como de costumbre, y le avisó a su amigote que iba al baño. Cuando pasó por mi escritorio y me dijo: “Voy al ñoba”, con el diario bajo el brazo, le avisé que se había trabado el botón y que en un rato subía el encargado para solucionarlo. Pero él estaba muy apurado, no podía esperar.

Desesperado, transpirando, enrojecido, le dijo a su amigo que lo llevara a su casa urgente. Y se fueron rapidísimo, huyendo de mi astucia mínima pero efectiva. Quizás hasta cándida e inocentona, pero suficiente para lidiar con esta mente tan corta y lograr mis pequeñas revanchas cotidianas. Mi silenciosa resistencia.

Ojalá, mientras se retuerce en medio de algún embotellamiento, reflexione y se de cuenta de que siempre se puede sufrir un poco más…

miércoles, 25 de junio de 2008

Pensión completa

“No quiero encontrarme con los cartoneros, con los chicos pidiendo en la calle. Prefiero encerrarme en mi auto importado y ser feliz." :: Moria Casán


- Bien, muy bien. La verdad es que por lo menos me sirvió para estar 10 días sin Plaza de Mayo. Je, je… - Le contaba el limitado mental de mi jefe a algún colega suyo por teléfono tras volver de unas vacaciones en Playa del Carmen.

- ¡Qué paisito! Eh….¡Qué paisito! ¿Qué me contás? La verdad es que me tendría que haber quedado allá. - Y por qué no se quedó, es lo que yo me pregunto.

- Naaaaa…all inclusive. Cuchame, papá, yo fui a la agencia y le dije a la chica: quiero all-in-clu-si-ve. No quiero hacer nada, no quiero mover un dedo. - Suerte que la asesora turística no le sugirió que, en tal caso, lleve a su secretaria.

- Así que yo me tiraba panza arriba (claro, si hubiera intentado echarse panza abajo todavía estaría como un Topi Playa balanceándose para siempre), chasqueaba los dedos y listo, me traían lo que quería hasta la reposera. No hacía nada. ¡Na-da! Mi mayor preocupación era decidir si tomarme una caipirinha o un daiquiri. En esos lugares tenés constantemente a alguien atrás tuyo, atento, pendiente de lo que necesites y, en cuando levantás una mano, ya están trayéndote lo que se te antoja. De diez, gordo…una atención de prima. Sólo faltaba un negro que me apantalle. – La verdad, para hacerla más fácil, no sé por qué no le dijo directamente: “Igual que en la oficina, pero en pleno Caribe Mexicano”.


“All-inclusive”: slogan noventoso de la burguesía menemista cuyo bajovientre rollizo multiplicó sus centímetros (y sus exponentes) gracias a las delicatessen importadas que, por ese entonces, se conseguían a la vuelta de la esquina. Y “todos” pudieron viajar a Miami y comprar los chicles en pomo que, diez años atrás, sólo veían en las películas. Y “todos” pudieron ir a Disney y traer llaveritos de los parques acuáticos con arena blanca, agua turquesa y pececitos de plástico, para reemplazar las conchillas marplatenses con el recuerdo estampado en marcador indeleble.

Pero el verdadero sumum fue que “todos” pudieron ir al Caribe, hospedarse en un complejo hotelero como el de las revistas y ser Susana Giménez por 15 días. Se dejaron atender, se dejaron servir, jugaron a Dinastía y manejaron un Eclipse alquilado en Alamo Rent a Car. Todos los sueños de la década anterior se hacían realidad, es decir, un dólar era igual a un peso, ¿qué más se podía pedir? La venganza de las víctimas de la plata dulce, de los estafadores estafados, de las señoras que suspiraban por los tapados de zorro gris que ostentaba Nelly Raymond y ahora podían tener uno como el de la mismísima María Julia. ¡Qué tul!

Cuarentonas devenidas en Barbies de plastilina trataban de olvidar que habían hecho colas larguísimas los sábados al mediodía en Munro para conseguir un Gatopardo segunda selección, desquitándose contra las vidrieras de los malls que les enrostraban tentadores ofertones. Se enjuagaban en las olas tibias los recuerdos mugrientos de aquellas mañanas baldeando la vereda de su casa suburbana y fingían haber nacido señoras bien dándole órdenes a la mucama del hotel cuando se la cruzaban por el pasillo. Así legitimaban su nivel.

Cincuentones achanchados, disfrazados de Don Johnsons de látex, trataban de convencerse de que jamás habían estacionado su Fiat 600 a tres cuadras de Zodíaco para disimular la modestia del bolsillo, mientras se paseaban por la Collins en descapotable. La brisa de neón les despeinaba los reproches irreversibles que los hacían preguntarse por qué se habían casado en 1974 enfundados en un traje celeste grisáceo, e intentaban movimientos sexies durante la cena en el comedor del hotel, cuando alguna mulatona, con turbante frutal, los tentaba zarandeándose al ritmo del mambo. Así plastificaban su status.

Hoy en día, al caminar por las calles de una Buenos Aires post-devaluatoria, mil basuritas con olor a convertibilidad se nos van metiendo en los ojos. Vuelan de aquí para allá buscando el pozo ciego más cercano en el cuál acomodarse según los tiempos que corren.

Una de esas basuritas, molestas, irritantes y pasadas de moda, es mi jefe. La síntesis de la ignorancia cristalizada en un discurso que tomó prestado de algún programa de televisión, en el que una gorda de piel carbónica con delirios místicos les pasa letra a un montón de cabecitas mediocres.

Así es él, como tantos otros, un rinoceronte dando manotazos de ahogado y rezando porque en la orilla haya algún idiota, tan grande como él, que le tire un flotador. Un simulador, para el cual tener plata significa ostentar un auto importado mediopelo y alardear contando un viaje que la mayoría hizo hace 15 años. Un mitómano cuyo currículum es una burbuja que se sigue inflando cada vez que abre la boca para hacerle creer a algún desprevenido que es amigo de gobernadores que ni siquiera lo atienden por teléfono.

Al igual que tantos otros piojos resucitados, que llenan todos los sábados en Disco el changuito que se llevaban medio vacío del Supercoop, mi jefe cree progresar al comprarse algún frasquito de conservas alemanas o un pedazo de bacalao congelado. Eso lo hace sentir más, lo hace sentir diferente, lo pone por encima de los que compran merluza.

Así volvió de México, desparramando retratos de plástico importado cada vez que se pone a contar las sesiones de masajes, cada vez que elogia la actitud servil de los empleados del hotel, cada vez que aplaude los beneficios del all-inclusive.

Yo me lo imagino a las 8.30 hs de una mañana tropical, con la gorra incrustada en su triste pelada inútil, acomodando su barriga en el asiento del micro, dejándose llevar en un tour de enciclopedia y escuchando, atento y disciplinado, las palabras perpetuas de la guía. Esa es toda su aventura, su viaje marrón por el mundo, su forma opaca de desperdiciar los dólares ahorrados en un paquete turístico de producción en serie.

Y pensar que se cree más jefe pegando tres gritos y chasqueando los dedos para que le retire la tacita del café. Así como se siente más importante contando como hacía bailar a las mucamas del hotel pidiendo un cocktail tras otro para justificar el "todo incluido". Ni sospecha que cada vez que lo dice muestra la más fiel postal de una pensión completa en Mar de Ajó, con entrada se sopa de cabellos de ángel.

El lunes, cuando volvió, pensé que no me había traído nada del viaje. Por un lado sentí un gran alivio, no fuera a ser que me hubiera traído algo horrible que yo jamás me pondría y que él, con su estilo invasivo e intimidatorio, me preguntara todos los días por qué no lo usaba. Pero, de todas formas, no puedo entender cómo una persona que gana 10 mil dólares por mes más gastos, no es capaz de comprar un chocolate de U$S 5 en el free-shop cuando vuelve de algún lado. Si bien él viaja mucho menos de lo que a mí me gustaría, así sea que se vaya a Jujuy o a Canadá jamás me trae nada. A mí, en lo personal, no me afecta. Yo soy su secretaria y apenas me acuerdo de su cumpleaños, jamás le compro un regalo ni le traigo algo cuando vuelvo de las vacaciones. Pero igual me indigna, porque sé que lo hace de amarrete y de machote mandamás que jamás va a fijarse en esos detalles. Sus peones tienen que cumplir todas sus órdenes y obedecer todos sus gritos sin pretender mayores retribuciones ni beneficios que trabajar para él.

Pero me equivoqué. Pasé dos días puteándolo en susurros con toda mi furia mientras añoraba unos Lindts y me los imaginaba olvidados en el aeropuerto, como el dominó multicolor de algún despistado que casi pierde su vuelo.

Me trajo algo pero, para mi desgracia, no fueron chocolates. Me trajo un collar. Un espantoso e imponible collar de hematites. En cuanto lo vi supe que me lo compró sólo porque viajó con su mujer y fue ella la que se acordó. También supe de inmediato que fue ella la que lo había elegido.

Un collar de hematites…esas piedritas negras espejadas con nombre de plaqueta sanguínea que abundaban en las repisas de los negocios de bijouterie en los veranos Gesellinos de la década del 80.

Está visto que el mal gusto sobrevive a las privatizaciones.

viernes, 13 de junio de 2008

Importante financiera seleccionará secretaria de directorio

Ayer tuve una entrevista a la que no quería ir, pero que tampoco podía rechazar. De antemano sabía que no iba a resultar, que no me iba a convenir, que era más de lo mismo, pero una conocida a la que le había pasado mi currículum hace un tiempo, lo presentó en su empresa en cuanto se enteró que andaban necesitando una secretaria de directorio.

En el imaginario de muchas de las personas con las que me relaciono no hay posibilidad de pensarme en otro rol que no sea el de secretaria. Quiénes me conocen mejor, y saben cuáles son mis intereses y mis cualidades, entienden que hago lo que hago porque no me queda otra. En cambio, con quiénes tengo charlas más ocasionales y escuchan mis angustiosos relatos sobre mi situación laboral actual, con toda su buena voluntad tratan de ayudarme a conseguir otra cosa, que termina siendo la misma cosa.

Además, también suele suceder que muchos no conciben, no aceptan, no les entra en la cabeza que no me encante ser secretaria bilingüe en una importante empresa, asistiendo a un alto ejecutivo. Sería imprescindible, en estos casos, definir importante empresa y alto ejecutivo, porque existen significativas diferencias de criterio.

Ese anhelo equivocado, ese sueño a contramano de Susanitas setentosas que estudiaban secretariado en el Ilven, es el brote del que se desprende la concepción que sostiene que existen trabajos ideales para mujeres y que esos trabajos son, justamente, los más serviles o los que implican la manipulación del gran terror del machote argentino promedio: los niños. Cuántas veces, de chica, habré sido una testigo fastidiosa de conversaciones femeninas, esperando detrás de la pollera de mi abuela mientras ella conversaba en la calle con alguna vecina, y habré escuchado algo así:

- Claudita, la hija de Graciela, entro de maestra en la 21.


- Mirá vos…¡Qué bien! Ese es un lindo trabajo para una mujer.

¡¿Lindo trabajo para una mujer?! ¿Por qué? ¿Será porque todos piensan que las mujeres adoramos a los niños “naturalmente”? (También en este caso sería importante definir naturalmente. Y, por qué no, niños.) ¿Será porque tenemos “instinto maternal”? Bueno, sí, lo del instinto y el amor por los niños se filtra siempre en esos discursillos de machismo barato de las 11 de la mañana del martes mientras se baldea la vereda. Sin embargo, el magisterio ha sido considerado por muchos como una linda profesión para señoras y señoritas porque les permite mayor flexibilidad de horarios, encontrar alguna escuela cerca de la casa y, si la docente en cuestión tiene la fortuna de casarse y echar al mundo un par de críos, puede resignar algún turno y así tener la comida siempre lista cuando llega el jefe de la familia.

La docencia, a mi criterio, tiene la nobleza de la medicina porque también salva vidas. Los maestros nos curan la enfermedad de no-leer, que es una de las cosas más terribles que nos pueden pasar en estos tiempos. Pero, sin embargo, en casa la que es maestra es la nena, el otro es “M’hijo el dotor”
[1].

Por esa misma época (25 años atrás) en la que hacía vereda con mi abuela, quien intercambiaba opiniones con todo el barrio en un ida y vuelta de armonioso cotorreo, si una chica, la hija de tal o de cual, había conseguido un buen puesto de secretaria en una empresa reconocida, eso ya eran palabras mayores.

- Sandrita entró a trabajar de secretaria de un gerente en la empresa Sevel. Parece que es un hombre muy importante.


- ¡Ah! Ese es un muy buen trabajo. Ahí puede progresar, puede ganar bien.

- Sí, por lo que dice Nilda, la oficina es muy linda, con todos los lujos. Y le dan uniforme.

¡Nooo, Sandrita! ¡No te pongas uniforme! Y no me vengas con que es lo mejor, con que es cómodo, con que es práctico, con que no tenés que pensar qué ponerte todas las mañanas o que no tenés que gastar para vestirte. Que te paguen más para que puedas comprarte la ropa necesaria para ir al trabajo, lo cual realmente implica un gasto considerable, ya que no es lo mismo que estar en casa todo el día en jogging o en pijama. Pero el uniforme nos homogeniza, nos aliena, nos hace parecer a todas las mismas pelotudas, nos borra los rasgos, anula nuestras diferencias y no las diferencias de clase, que es la excusa de muchos uniformadores, porque si alguna tiene más plata que otra va a venir con una cartera más cara, lo que suprime es nuestra diversidad. El uniforme nos disfraza de iguales, destiñe nuestro color y el color de los otros.

Distinto es un delantal, necesario para que quienes están realizando un trabajo con riesgo de mancharse no terminen arruinando su propia ropa todos los días. ¿Pero las empleadas de oficina necesitan uniforme/delantal? ¿No corren acaso el mismo riesgo que el personal jerárquico de mancharse con una lapicera de sangre azul o con un café inquieto?

Claro, sin embargo, imaginen qué paisaje tan grasa ofrecería el banco Francés si la dark-receptionist usara sus trajes góticos, mientras la cajera contrastara con una polera en tono mostaza. Ni hablar de que justo pase, en un descuido, la encargada de la limpieza en remerón y calzas. ¡Me muero! ¡Por dios! Acá no importa de dónde somos, mientras no se note que algunos se vienen todos los días desde Isidro Casanova.

Todo este encadenamiento divanesco surgió del primer eslabón de la entrevista que me consiguieron, con las mejores intenciones, ignorando que hoy en día yo preferiría ir a vivir a Trevelin y preparar dulces caseros todas las tardes o vender poesías en el tren, antes de volver a la frustración cotidiana de servir el café. Creo mi experiencia actual marca un antes y un después. Es decir, una vez que logre salir de acá no quiero volver a trabajar de lo mismo en una oficina similar a esta, sometiendo mis habilidades al látigo degradante de otro jefe abusivo.

Todo esto yo ya lo pensaba antes de entrar, pero tenía que ir, tenía que soportar ese momento y decir que no, eso era todo. Además, por lo menos eso era más sencillo que decirle que no iba a la persona que me consiguió la entrevista, totalmente convencida de que me hacía un gran favor.

Así que fui a la hora señalada y me encontré con la fotografía exacta que tenía en la cabeza: una financiera muy top, decoración muy minimalista y masculina, con sillones de cuero negro y paredes de piedra gris, y un señorito joven, pedante y engreído que fue quien me entrevistó en su oficina. Otro pichón de mamut.

Este ejemplar presumido y altanero, representante último modelo del machismo actual, me confesó no haber leído mi cv y me pidió que le cuente lo que estaba haciendo actualmente, cuáles eran mis intereses, etc. Después de comentarle, con muy poco entusiasmo, aquellos puntos que me parecían más relevantes, él se atrevió con un par de preguntas:

Pregunta idiota_1: - Acá veo que estudiaste diseño casi 3 años. ¿Y? ¿Qué pasó que no terminamos?


Pregunta idiota_2: – Y ahora te faltan 10 materias de esta carrera pero no estás cursando. ¿Por qué? ¿Qué pasó ahí? – Decía levantando la vista del papel y esbozando una patética sonrisa picaresca que pretendía ser intimidatoria pero, en su cara de nabo, resultaba grotesca.

Pregunta idiota_3: - ¿Trabajás en Puerto Madero y querés cambiar de ambiente? ¿Querés venir a trabajar acá, a pleno centro? ¿Lo pensaste bien? - Cuestionaba asombrado, y se le hacía agua la boca recordando mil restaurantes en un sólo segundo.

Su rubia y limitada cabecita repasaba el resumen académico y laboral de mi vida y no podía concebir que yo, a 15 años de haber salido del colegio, no hubiera terminado ninguna carrera. Sus gestos displicentes y el absoluto desinterés de sus ojos me dejaron completamente aliviada. Ya sabía que ni siquiera iba a tener que decir que no y tratar de explicarle a ese proyecto de Donald Trump por qué no iba a aceptar el puesto

Yo corría con ventaja. Quien presentó mi cv en la empresa tiene a este parásito financiero como jefe y me había anticipado que tenía 35 años, mucha plata, que pretendía ser muy cool, que tenía una noviecita hueca y un estilo de vida como el los personajes de las publicidades de seguros. Así que me fui preparada, pero tenía que esperar la oportunidad.

Cuando terminó la reunión me pidió que esperara un segundo, que iba a hacer una consulta a RRHH. Yo no podía creer tanta suerte, mis glúteos generosos jugaban a mi favor una vez más. Así que fui hasta el perchero, donde estaba colgada la valijita porta-notebook, la abrí, inspeccioné y en el bolsillo de adelante, en el que no guardaba nada fundamental como para revisarlo constantemente, dejé caer una diminuta tanga fucsia, que se acomodó casual y divertida en su nuevo rincón, cual recuerdo de perrita trepadora en celo.

- Muchas gracias por haber venido, la verdad es que por el momento no te vamos a necesitar. En realidad tenés mucha experiencia para el puesto que tenemos que cubrir ahora y bueno, estamos buscando alguien más joven.- Se atrevió a decirme como despedida.

- No hay problema. Seguramente tu novia (típica señorita de bien que se mantiene alerta ante el ataque de cualquier tilinga que ponga en peligro su chequera), muy pronto, también va a empezar a buscar alguien más joven y no tan experimentado como vos.




[1] Florencio Sánchez

miércoles, 4 de junio de 2008

El Jockey Club (sede Lugano)

Cuando una trabaja con hombres entiende mucho mejor a las monjas de clausura. Hasta se te cruza por la cabeza unírteles y así poder pasar el día rezándole a un tipo ideal que está muy lejos en el cielo, pero que es bien sabido que ha hecho gozar a Santa Teresa de un profundo éxtasis místico aquí en la tierra.

Me tocó trabajar un duro invierno en los confines de Lugano, a pasitos de la autopista Dellepiane. Un primor de lugar, no sólo por lo trasmano que me quedaba, sino porque la “oficina” consistía en un amplio depósito de hormigón con paredes de 4 m de alto, piso de cerámica helada y abundante personal masculino. Para ser más precisa éramos 3 mujeres y 15 hombres en ese ambiente acogedor, separados el uno del otro por delgados paneles de durlock. Por lo tanto, eso era como un vestuario de cancha después de un clásico reñido: temática futbolera constante, discusión futbolera permanente, vozarrones arrastrando insultos de mil colores y el aire impregnado del hedor rancio de los calzoncillos que emanan la tibieza de una noche con la estufa al máximo. Sí, esos calzones heroicos que han resistido el picadito de ayer a la salida del trabajo, el manoseo de anoche mientras su dueño miraba “Expertos en pinchazos” y el cambio de ropa matinal.

En ese contexto laboral que auguraba un invierno gélido, largo y machista, yo solía soñar melancólica con mis mañanas rosadas en el colegio. Cuarenta bombachas felices encerradas en un aula en la que los lazos femeninos se enredaban en una confusión de desamores incipientes y corpiños que iban creciendo día a día. Pero claro, dicen que la felicidad son sólo pequeños momentos. Hoy esa etapa parece haber durado un instante. Y después a la calle, a enfrentar la masculina realidad en la facultad, en el primer trabajo bajo las órdenes de un déspota, en todos los otros trabajos bajo las órdenes de otros déspotas.

Mis compañeros de la empresa de Lugano no tenían desperdicio. Un séquito de extraños varones que se despachaban con todas sus asquerosidades en mis propias narices. A continuación, haré una breve descripción de los personajes más significativos.

Horacio

Era la voz de Mostaza Merlo empaquetada en 1.60 de altura. Flacucho, barba olvidada y ropa percudida. Ostentaba una foto gris y cruel de su mujer quien, según él mismo afirmaba, tenía 38 años (pero aparentaba 64). En la foto también aparecía su hijo, un nene aburrido que acusaba no tener muchas luces. Ni hablemos de cómo se vestía Horacio: jeans azul eléctrico clásicos (muy Munro), buzos ochentosos (no por la onda retro, sino porque los había comprado, literalmente, en 1984) y un sobretodo largo hasta los pies (yo tampoco sé por qué, María Elena). Horacio fumaba constantemente, un cigarrillo tras otro, y las serpentinas de humo se colaban por entre los boxes y venían a intoxicar mi rincón desde las 9 de la mañana. Su risa nicotínica dejaba ver una dentadura amarronada y ojerosa. Los bordes de los dientes eran negros y el resto ambarino, lo cual le otorgaba un tinte siniestro que desencajaba por completo con en resto de su fisonomía. No era mal tipo, pero lo que le faltaba de maldito lo tenía de asqueroso. Todas las mañanas se servía el café empetrolado en su taza de plástico poroso. Esas tazas que solían venir con las promociones de sopas Knorr 25 años atrás y que estaban hechas de ese plástico permeable, al cual se le impregna toda sustancia que se le arrima. Esa taza tenía un color muy raro e indescifrable: era el color del tiempo gastado por la luz del tubo y la rutina. Del logo de YPF le quedaba sólo el esqueleto. Después de tomar el renegrido café siempre fumaba un cigarrillo, práctica que se repetía innumerables veces durante el día. Cuando en el fondo de la taza quedaban un par de milímetros de infusión, Horacio metía sus dedos sosteniendo la colilla, sumergía la punta ardiente y la dejaba ahí, a medio flotar en el charco de café, como un cadáver abandonado a la vera del Riachuelo.

Miguel

Alto y gordo. También tenía una dentadura repulsiva pero no por el café y el cigarrillo, sino por no haber pisado nunca en su vida el consultorio del dentista. En los dientes tenía costras anaranjadas adheridas para siempre, a las cuáles se le adosaban a su vez los restos de las sustancias alimenticias que iba ingiriendo a lo largo del día. Se jactaba de haber conocido a su mujer en una reunión de solos y solas, de haberse acercado a la mesa dónde ella se encontraba con un par de amigas y de haberla elegido entre todas para sacarla a bailar mientras las otras suspiraban desconsoladas (yo, sin embargo, estoy convencida de que suspiraban de alivio). Él describía a su mujer como alta, rubia y de ojos claros. Debo decir que no mentía para nada, pero sí omitía cierta información, por ejemplo que era muy gorda y muy fea. Los ojos de Claudia se precipitaban por fuera de sus órbitas cual cotillón macabro y barato destinado al festejo de un día de brujas tercermundista en un pelotero de Liniers. En las fotos salía haciendo unas muecas imposibles que me hacían soñar con monstruos espantosos. Miguel le decía “bebu” y nos demostraba su enamoramiento cantando los clásicos de César Banana Pueyrredón, de quién era fiel admirador (no en 1989, por lo menos lo seguía siendo hasta hace 3 años atrás). Pero este personaje tampoco nos ahorraba sus inmundicias, sus relatos preferidos solían estar dedicados a sus peripecias escatológicas. Así que, por la mañana, nos contaba si había tenido o no éxito en el baño, si se sentía hinchado porque hacía 3 hs. que no iba o si había tenido que hacerse un enema la noche anterior asistido por su mujer (este fue el peor: muy temprano y sin escatimar detalles).

Jorge

Petiso y gordo. Pero no petisito, no 1.60 m como Horacio. Jorge medía 1.46 m. Yo misma lo escuché declararle su estatura a Miguel en secreto (en secreto, pero a medio metro de mi escritorio). Así que hasta yo tenía que inclinar la cabeza hacia abajo para mirarlo, situación que sólo se da cuando estoy con niños. Jorge tenía los dedos de las manos cortitos y regordetes. En el dedo mayor de su mano derecha lucía un enorme anillo de oro con una piedra roja, rectangular e inmensa, cual padrino de la mafia italiana pero en versión enano de jardín. Siempre tuve la idea de que ese anillo, de a poco, le iba a ir estirando el brazo hasta que lo arrastrara por el piso y le quedara raspado y curtido. Jorge era un Cuasimodo diminuto que contaba historias absolutamente inverosímiles sobre imaginarias conquistas con una voz ridícula y atroz.

Así trascurrieron mis frías jornadas en las electrónicas oficinas de Lugano, a las que llegaba por la mañana arrastrando un fuerte olor a carne cruda que se me aferraba a la nariz mientras el colectivo paseaba por el corazón vacuno de Mataderos.

Esa experiencia laboral fue mucho más parecida a trabajar de enfermera en el Cottolengo Don Orione que a ser asistente de ventas de una empresa de tecnología. Cada rostro, cada anécdota, cada minuto compartido parecían las más logradas escenas del cine clase B.

Tan inusual era la presencia femenina en ese ámbito que esto no sólo se apreciaba a través de las groserías que rebotaban contra las paredes mugrientas durante todo el día (los machistas suelen creer que hablar a los gritos y decir frases guarangas, en la medida de lo posible elogiando algún culo renombrado, los hace más hombres). En ese lugar todo el entorno sudaba testosterona: diferentes objetos yacían semanas tirados en el piso, las computadoras estaban sucias desde que eran máquinas de escribir (a Horacio casi no se le hundían las teclas de tanto pegote) y la mezcla de olor a cigarrillo y café me hacían pensar cada mañana que en lugar de llegar a la oficina estaba entrando a la pieza de mi supuesto hermano adolescente y malcriado. Hasta para llegar al baño había que atravesar un patio descubierto así estuviera nevando y hacer pis o ponerse un tampón en ese sucucho angosto y glacial con puerta de chapa.

No fue fácil. Mejor dicho, fue tan difícil que no pude tolerarlo y me fui sin que me echen justo cuando despuntaba la primavera. Es que el sólo pensar en pasear mi escote entre esos escritorios me alentaba a huir, aún a riesgo de terminar durmiendo debajo de algún puente. Por lo menos me escapé a tiempo, evitando la inminente pestilencia de las chombas sudadas, el concierto de eructos después de una gaseosa refrescante y los soeces piropos estivales.