miércoles, 30 de abril de 2008

Jurar en vano es pecado

Después de haber trabajado de secretaria durante 8 años para un déspota, tirano, explotador, juré que jamás volvería hacerlo. Y dios me castigó…

Cuando empecé, allá lejos y hace tiempo, a mediados de los ’90, tuve que aprender desconocidas tareas que iban desde servir el café hasta facturar a máquina con papel carbónico. En el transcurrir de esa espantosa experiencia también realicé muchas otras labores tales como: ir al banco todos los días, ir a cobrar a los lugares más recónditos (para que la empresa no pierda rentabilidad pagando una moto), llevarle a mi jefe los zapatos al zapatero, los anteojos a ajustar a la óptica (entre 3 y 4 veces por semana, no fuera a ser que tuviera que cambiarlos y gastar $150 de una), ir a buscarle al auto (que dejaba estacionado a tres cuadras) algún mapa de algún lugar al que nunca iba a viajar, ir a pagarle el colegio y la facultad a sus cinco hijos, ir a comprarle el yogur todos los días cuando se le ocurría hacer una de sus infructuosas dietas (se ve que lo quería fresquito el hijo de puta). He llegado a subirme a un colectivo y viajar durante 2 hs. hasta Béccar, bajarme y caminar media hora más, para llevar un sobre a una fábrica ubicada en medio de un espeluznante descampado.

Todas estas actividades las hacía a diario y aunque lloviera, tronara o erupcionara un volcán en plena ciudad, las tenía que cumplir al pie de la letra. No importaba si comía, si iba al baño o si después, cuando volvía agotada, malhumorada y resentida, tenía todavía que traducir una hoja técnica de algún producto químico, preparar unas muestras en el laboratorio clandestino improvisado en una de las oficinas o liquidar los sueldos de todos los empleados. Sí, porque todo eso hacía yo por el mismo precio, pero me pagaban como si apenas estuviera capacitada para servir el café.

En la entrevista para ese trabajo mi ex-jefe jamás me aclaró que me iba a tener como bola sin manija para hacer cualquier tipo de tarea por más insólita o personal que fuera. Todo lo contrario, parecía valorar en exceso mis conocimientos de inglés y mi “redacción propia” (como se estila decir ahora a la habilidad de poder escribir un mail o una carta correctamente, sin ayudita y sin errores ortográficos ni gramaticales). Pero él mintió, así que espero que dios también lo haya castigado…

A los días no más yo ya estaba de acá para allá y un par de años más tarde ya se aprovechaba en esa empresa mi escaso pero efectivo manejo de Corel Draw, para falsificar certificados de los productos químicos que se comercializaban. Y así fue, ni el inglés avanzado, ni mi destreza gráfica, ni la correcta escritura me salvaron de servir café y lavar tacitas.

Me había prometido a mi misma que iba a ser pasajero. ¡Qué ilusa! Si hasta estaba entusiasmada con dejar la incipiente experiencia de maestra particular para tener un sueldo fijo mensual y así poder ahorrar, comprarme ropa e irme de vacaciones. ¡Flor de pelotuda! Terminé pagando tan caras esas vacaciones…

Todavía en ese entonces pensaba que las cosas salían como uno las planeaba, por lo menos si uno se esforzaba lo suficiente como para lograrlas. Claro, se vivía en un contexto muy new age, muy exitista, muy menemista; entonces me parece que me creí un poco el mensaje subliminal de Jugate Conmigo: “tu puedes lograr todo lo que te propongas, sólo tienes que intentarlo”. Y yo me dije: “Agarro este trabajito mientras termino esta carrera que es corta, en un par de años ya tengo una salida laboral y, después, estudio lo que quiero aunque me lleve diez años más”.

Finalmente pasaron quince años y entre tanto que me caigo y me levanto (aunque más que nada me caigo), que abandonos, que desamores, que se muere algún ser querido, que te agarra algún que otro brote, que te psicoanalizás (eso toma su tiempo), que por su parte el psiquiatra te da unas pastillitas, que las pastillitas te dan alergia y te da un ataque, que tenés pesadillas muy seguido, que te da pánico dar los exámenes, que te agarra hipotiroidismo y engordás 9 kg., que te odiás, que terminás sola como una bombacha percudida secándose al sol… Bueno, lo usual. Tras todo ese barullo que se arma por las vueltas de la vida misma (¡ay, qué lindo!, seguro que eso no lo ha dicho nunca nadie), así quedé: resentida, endurecida, humillada y resignada a que ya estoy grande para aquellos trabajos más prometedores para los que trato de postularme todos los lunes.

Y de nuevo la maraña de torturantes pensamientos y las vocecitas molestas de la conciencia chillando como ratitas atrapadas (que bien podrían ser los espíritus de Rosita y José) que me dicen al unísono: “Tenés que cambiar de trabajo, merecés un trabajo mejor, estás capacitada para hacer otras cosas más interesantes; pero también es verdad que necesitás este trabajo,que tenés que comer, que tenés una casa que mantener, que ya no sos una pendeja”.

Sí, sí, pensé en un fernecito con raticida para liquidar las vocecitas molestas, pero es complicado porque yo amo a los animalitos...mi problema son las plagas de engendros retrógradas, reaccionarios, ignorantes y machistas. ¿Quién se atreve a fumigar eso? Por ahora, empiezo yo solita por esta rejilla…

viernes, 25 de abril de 2008

Consejos útiles para servir un rico desayuno

Cuando llego a la oficina y él ya está sé que ese día va a ser peor que cualquier otro. Me escucha abrir la puerta y desde su escritorio, lo primero que me grita es: “¡Carolina, todavía no desayuné!”. Ni me saluda, ni hola, ni buen día, ni nada. No saluda. Esto no es algo figurativo, una forma de decir…no me saluda. Después, y si brilla mucho el sol en el cielo, quizás cuando entro en su oficina para depositar el diario sobre el escritorio se digna a emitir algún tipo de salutación al descuido.

Me indigna, me exaspera, me enferma cuando él llega a la oficina antes que yo.

Yo llego siempre a eso de las 8.40 / 8.50 hs, y por lo menos necesito media hora para lavarme las manos, ir a hacer pis, prepararme un té con leche, peinarme un poco y, lo que más tiempo me lleva, acomodarme la ropa retorcida y arrugada que queda como recién sacada del centrifugador (pero sucia) cuando salgo del subte. Nada de todo eso puedo hacer. Nada. Se entiende por lo tanto, como acabo de decir, que no me lavo las manos.

Y así, con las manos sucias, con esas manitas que dios me dio, que han saludado a primera hora al perrito de la estación regalándole una caricia sobre su mugrienta y pulgosa cabecita, que se han deslizado por los grasosos caños del tren Sarmiento, que se han apoyado sobre la espalda húmeda de un pasajero gordo y sudado, tratando de alejarlo para evitar un aplastamiento irremediable…con esas manos que toquetearon monedas y billetes, que empujaron el bastón del molinete dónde otros apoyan sus partes impúdicas, que descansaron unos instantes sobre la cinta de la escalera mecánica para recobrar fuerzas y seguir camino…con esas mismas manecitas locas, le preparo el desayuno.

Al principio al “¡Carolina, todavía no desayuné!” le seguía un “Traeme un café con leche grande, con más café que leche, un vasito de agua y dos o tres galletitas”. Siempre dice “dos o tres galletitas”, no se porqué, si total le llevo seis o siete e igual se las come. Ahora ya nos ahorramos toda esa cantinela porque me sé de memoria lo que tengo que hacer. Así que así como entro, sin pasar siquiera por el baño y casi, casi hasta con la cartera al hombro pongo a hacer el café.

En una bandeja dispongo la taza, un platito, un vaso con agua fría y unas servilletas; porque si me olvido de las servilletas soné, ya sé que me voy a tener que bancar otro grito más: “¡Carolina, las servilletas!”. Después, con mis manos mágicas, abro el frasco y tanteo hasta sacar más o menos cuatro galletitas (Melitas o Manón) que pongo sobre el platito. Cuando el café está listo sirvo ¾ de taza y completo con leche (tratando de que sea leche vieja, en la medida de lo posible).

Pero, ¿cómo saber si el café con leche está en su punto justo? ¿Cómo darse cuenta si está lo suficientemente caliente o si todavía está frío? Bueno, para resolver esta simple cuestión utilizo un método muy sencillo: introduzco uno de mis dedos índices profundamente dentro de la taza y revuelvo un poquito. Esto es absolutamente necesario porque las manos suelen ser engañosas a la hora de controlar la temperatura, es por eso que las madres besan las frentes de sus hijos para comprobar si tienen fiebre o introducen el codo en la bañera para verificar si el agua está tibia. Así que, para no tener dudas, dejo que el dedo de un par de vueltitas en el líquido hasta sensibilizarse y, sí siento que empieza a latir y me arde, ahí me doy cuenta que el café con leche está caliente, pero si después de algunos instantes no reacciona sé que tengo que darle un golpe de microondas.

No es para nada difícil, es un método rápido y me permite servirle el café en la temperatura adecuada y así, por lo menos, evitar un tercer grito consecutivo: “¡Carolinaaaaaaa, el café con leche está frío!”.

martes, 22 de abril de 2008

Mala leche


Tengo una leche vencida fuera de la heladera. La tengo escondida en el bajomesada atrás del tacho de basura. La fecha de vencimiento que tiene impresa dice “26/03/08”. Tampoco es tanto. La saqué de la heladera antes de ayer.

La leche la abrí hace tres semanas, más o menos. Trato de rebobinar mañana tras mañana y estoy segura de que la semana pasada no fue. Trato de buscar alguna referencia escondida en la rutina y me ilumino. Busco el comprobante del envío del supermercado, es del ocho de abril y, para ese entonces, yo ya tenía abierta esa leche porque era la última que quedaba.

El problema es que toma muy poca leche. Solamente unas gotas para cortar el café. Bueno, problema para mí, que quiero intoxicarlo, a él lo está salvando de la indigestión. Me acuerdo cuando recién empecé a trabajar y una vez, cuando le llevé el café, me dijo: – Tratá de hacerme el cortado con menos leche. ¡Es cor-ta-do! Ponele un chorrito apenas de leche. A mí me gusta con muy poca leche y casi todo café.-

Por ese entonces yo recién había empezado y casi no lo conocía. Obviamente que no me hizo falta más que la primer tarde con él para ver como perfilaba el asunto, pero en esa época estaba con las defensas aún más bajas que ahora. Hacía más de un año que estaba desocupada, así que no quise arriesgarme a contestar lo que me hubiera gustado, como en el último trabajo, en el que había durado un mes y medio. Y aquí estoy…a dos años de tanto practicar el papel de secretaria obediente me empezó a salir solo, tan natural, tan convincente que él lo compró a precio nuevo y, en realidad, estaba usadísimo.

El café le gusta siempre cortado, con muy poca leche, muy oscuro. Exactamente al revés que a mí, que me gusta la lágrima. Le pone un solo sobrecito de edulcorante porque tiene alta el azúcar en la sangre y no puede consumir demasiado. Claro que se olvida seguido, sobre todo cuando me ocupo de dejar las carameleras de los escritorios rebosantes de tentadores Butter Toffees de chocolate rellenos.

Una vez, mientras le llevaba el cortado hasta el escritorio (un recorrido de 7 mts. aproximadamente) un mínimo chorrito desbordó de la taza. Llevar el café no es mi fuerte, definitivamente no lo es. Es la tarea que más me molesta, que más detesto y que más hago. Apoyé la taza en su escritorio, junto con la cucharita, el sobrecito de edulcorante y el vaso de agua, y me fui o, por lo menos, lo intenté. Al instante me llama, yo no había alcanzado siquiera a cruzar la puerta del patíbulo, – Te voy a explicar una cosa: a los jefes nos gusta que nos traigan el café caliente y sin volcarse, porque si no, cuando levantamos la taza, se nos puede manchar la corbata. Así que traé ya mismo algo para limpiar acá. ¿Entendido?.-

En esos momentos me lo imagino muerto. Realmente siento unas profundas ganas de que se muera. He llegado a imaginar que le daba un infarto adelante mío. He llegado a imaginarme en su velorio.


Sin embargo, siempre algún verbo imperativo me despierta de la ensoñación y me doy cuenta, resignada y fastidiosa, que la leche cortada no va a llegar a matarlo. Pero no importa, existen otros métodos…

lunes, 21 de abril de 2008

Juego de niñas

Cuando era chica, nunca jugué a ser secretaria. Me descubrí pensando eso y, de repente, me pareció comprenderlo todo.

Crecí respirando la bruma matriarcal del cacharrito de la cera de depilar sobre la hormalla. Telas de mil colores, hilo y aguja, los zapatos de taco de mamá, uñas recién pintadas de bordeaux remojadas en agua con hielo, el exuberante rulerón de la toca, la combinación de seda para ir al médico, el estuchecito de los cosméticos hurgueteado de contrabando, el perfume Mujercitas, medias de tul con pintitas, la caja de bombones devenida en alhajero, pequeños tapices bucólicos, punto santa clara, punto inglés y hasta ochitos…

Esos colores, más o menos, tienen las fotos de mi infancia. El colegio de monjas (sólo para nenas), mi abuela modista, mi hermana menor, mi mamá maestra, un par de vecinitas, la peluquera del barrio y la robusta profesora de danzas, completan la amazónica escena suburbana.

La figura masculina, vapuleada y censurada brillaba no sólo por su ausencia, si no por negación. El hombre: omitido, tabú, inexistente, era nombrado y reconocido sólo como causante y culpable de los males femeninos. Entonces, eso de la figura paterna no subió nunca el escalón de los mitos. Perdido concepto psicológico del que hay que quejarse cuando falta, pero que se deshonra cuando existe. Por eso, el referente femenino de mi infancia no está amparado en una génesis ideológica feminista (por lo menos hubiera tenido un origen más noble), si no en la negación de la masculinidad exacerbando la vie en rose.

Desde la punta de este trapo se deshilacha mi presente. Es importante tenerlo en cuenta de ahora en más, porque un comienzo tan histérico agrava una actualidad tan andropáusica.

Como se deduce por contexto, mis juegos infantiles eran juegos de nenas. Nenas que jugaban a ser amas de casa, para después poder quejarse de ser amas de casa. Jugábamos a la mamá, el clásico, yo tenía muchos juguetes que imitaban la cotidianeidad doméstica en réplicas pequeñitas: cocinita, planchita con enchufe de sopapa, frutas y verduras de plástico, jueguito de té, jueguito de mate, escoba y secador de piso de 70 cm, bolsa para hacer las compras, changuito para hacer las compras (en esa época se usaba), menudo delantal de cocina, muñecas y bebotes diversos, cochecito y cunita para el bebé, etc. Y eso mismo con el resto de los juegos. Mi hermana y yo teníamos cada una un pizarrón colgado de la pared al lado de nuestras respectivas camas, para jugar a la maestra. El supermercado ya era más complicado, había que sacar todo de la alacena y apilarlo sobre la mesa cuidadosamente tratando de improvisar la góndola. Con la verdulería, las que también participaban eran las plantas: las hojas del malvón hacían de lechuga arrepollada, las granadas hacían de tomates y las ciruelas no tenían que esforzarse para nada. En la pieza de costura de la casa de mi abuela solíamos cubrir la lámpara que estaba sobre la máquina con algún trapo azul y jugábamos al desfile de modas. Ahí teníamos de todo, era un paraíso de telas y vestidos a medio hacer todos para nosotras. Hasta había un vestido de novia abandonado que era, por supuesto, la estrella del hogareño show. Pero los juegos de niñas eran muchos, interminables, no pondría nombrarlos todos. Jugábamos también a las muñecas articuladas (se decía así porque casi no había Barbies), a casarnos, a Miss Argentina (usábamos un batidor como cetro), al elástico, a llenar el álbum de figuritas de Frutillitas y Sarah Kay, a maquillarnos, a las brujas, a la peluquería, a hacerle ropa a las muñecas, a ser princesas, a cocinar palmeritas de pascualina y bombones de avena y tantas cosas más…

Puedo recordar cada uno de esos juegos de muchachitas ochentosas y, seguramente, charlando con mi hermana y mis amigas surgirían muchos más. Sin embargo, no recuerdo haber jugado a la secretaria nunca. Quizás agarraba de vez en cuando la calculadora, pero por simple curiosidad, porque en una época sin computadoras ni celulares me divertía mucho la insignificante pero mágica experiencia electrónica de ver aparecer brillantes números verdes en una pequeña pantallita. De todas formas no tenía ni idea de cómo usarla y, hasta hoy en día, mi manejo de dicho aparato sigue siendo bastante básico.

La máquina de escribir sí me encantaba. Siempre que podía practicaba, aunque no era algo que me dejaran hacer seguido. Sin embargo, cuando lo hacía, no era con la excusa de jugar a la oficina, era por novedad, por la oportunidad de usar ese artefacto que tanto se cuidaba en casa. Recuerdo haber jugado a la escritora, pero jamás a ser secretaria.

Trato de imaginarme a mí misma en ese juego y no puedo. No puedo porque nunca lo hice. Me recuerdo jugando a otras cosas y vienen a mi mente mil imágenes: la distribución de los juguetes, las rutinas, los roles. Pero no me acuerdo de haberme sentado nunca en mi mesita, disfrazada de chica grande, pintada y con tacos, simulando ser secretaria. Busco, pero jamás me encuentro fingiendo responder órdenes a nadie, pretendiendo servirle el café a un jefe imaginario, aparentando tomar nota mientras me dictan, pasando llamados telefónicos constantemente, sirviendo café, soportando el maltrato de un hombre maduro con complejo de inferioridad, escuchando su grosera sinfonía cada vez que va al baño, sirviendo café, acudiendo al instante cada vez que me llama, dando la cara por sus errores, tolerando retos injustos, sirviendo café, apañando mentiras sin más remedio, ocultando al señor cuando no quiere atender, sirviéndole la ensalada, sirviendo café, corrigiéndome el escote para que no me mire las tetas, yendo a buscarle los anteojos al auto porque se los olvida todos los días, lavando sus platos, cosiéndole el botón del saco, ocultando a su amante, sirviendo café…

No sé por qué, si es un juego bastante común, debe haber un montón de nenas que juegan a ser secretarias. Yo no.