lunes, 21 de abril de 2008

Juego de niñas

Cuando era chica, nunca jugué a ser secretaria. Me descubrí pensando eso y, de repente, me pareció comprenderlo todo.

Crecí respirando la bruma matriarcal del cacharrito de la cera de depilar sobre la hormalla. Telas de mil colores, hilo y aguja, los zapatos de taco de mamá, uñas recién pintadas de bordeaux remojadas en agua con hielo, el exuberante rulerón de la toca, la combinación de seda para ir al médico, el estuchecito de los cosméticos hurgueteado de contrabando, el perfume Mujercitas, medias de tul con pintitas, la caja de bombones devenida en alhajero, pequeños tapices bucólicos, punto santa clara, punto inglés y hasta ochitos…

Esos colores, más o menos, tienen las fotos de mi infancia. El colegio de monjas (sólo para nenas), mi abuela modista, mi hermana menor, mi mamá maestra, un par de vecinitas, la peluquera del barrio y la robusta profesora de danzas, completan la amazónica escena suburbana.

La figura masculina, vapuleada y censurada brillaba no sólo por su ausencia, si no por negación. El hombre: omitido, tabú, inexistente, era nombrado y reconocido sólo como causante y culpable de los males femeninos. Entonces, eso de la figura paterna no subió nunca el escalón de los mitos. Perdido concepto psicológico del que hay que quejarse cuando falta, pero que se deshonra cuando existe. Por eso, el referente femenino de mi infancia no está amparado en una génesis ideológica feminista (por lo menos hubiera tenido un origen más noble), si no en la negación de la masculinidad exacerbando la vie en rose.

Desde la punta de este trapo se deshilacha mi presente. Es importante tenerlo en cuenta de ahora en más, porque un comienzo tan histérico agrava una actualidad tan andropáusica.

Como se deduce por contexto, mis juegos infantiles eran juegos de nenas. Nenas que jugaban a ser amas de casa, para después poder quejarse de ser amas de casa. Jugábamos a la mamá, el clásico, yo tenía muchos juguetes que imitaban la cotidianeidad doméstica en réplicas pequeñitas: cocinita, planchita con enchufe de sopapa, frutas y verduras de plástico, jueguito de té, jueguito de mate, escoba y secador de piso de 70 cm, bolsa para hacer las compras, changuito para hacer las compras (en esa época se usaba), menudo delantal de cocina, muñecas y bebotes diversos, cochecito y cunita para el bebé, etc. Y eso mismo con el resto de los juegos. Mi hermana y yo teníamos cada una un pizarrón colgado de la pared al lado de nuestras respectivas camas, para jugar a la maestra. El supermercado ya era más complicado, había que sacar todo de la alacena y apilarlo sobre la mesa cuidadosamente tratando de improvisar la góndola. Con la verdulería, las que también participaban eran las plantas: las hojas del malvón hacían de lechuga arrepollada, las granadas hacían de tomates y las ciruelas no tenían que esforzarse para nada. En la pieza de costura de la casa de mi abuela solíamos cubrir la lámpara que estaba sobre la máquina con algún trapo azul y jugábamos al desfile de modas. Ahí teníamos de todo, era un paraíso de telas y vestidos a medio hacer todos para nosotras. Hasta había un vestido de novia abandonado que era, por supuesto, la estrella del hogareño show. Pero los juegos de niñas eran muchos, interminables, no pondría nombrarlos todos. Jugábamos también a las muñecas articuladas (se decía así porque casi no había Barbies), a casarnos, a Miss Argentina (usábamos un batidor como cetro), al elástico, a llenar el álbum de figuritas de Frutillitas y Sarah Kay, a maquillarnos, a las brujas, a la peluquería, a hacerle ropa a las muñecas, a ser princesas, a cocinar palmeritas de pascualina y bombones de avena y tantas cosas más…

Puedo recordar cada uno de esos juegos de muchachitas ochentosas y, seguramente, charlando con mi hermana y mis amigas surgirían muchos más. Sin embargo, no recuerdo haber jugado a la secretaria nunca. Quizás agarraba de vez en cuando la calculadora, pero por simple curiosidad, porque en una época sin computadoras ni celulares me divertía mucho la insignificante pero mágica experiencia electrónica de ver aparecer brillantes números verdes en una pequeña pantallita. De todas formas no tenía ni idea de cómo usarla y, hasta hoy en día, mi manejo de dicho aparato sigue siendo bastante básico.

La máquina de escribir sí me encantaba. Siempre que podía practicaba, aunque no era algo que me dejaran hacer seguido. Sin embargo, cuando lo hacía, no era con la excusa de jugar a la oficina, era por novedad, por la oportunidad de usar ese artefacto que tanto se cuidaba en casa. Recuerdo haber jugado a la escritora, pero jamás a ser secretaria.

Trato de imaginarme a mí misma en ese juego y no puedo. No puedo porque nunca lo hice. Me recuerdo jugando a otras cosas y vienen a mi mente mil imágenes: la distribución de los juguetes, las rutinas, los roles. Pero no me acuerdo de haberme sentado nunca en mi mesita, disfrazada de chica grande, pintada y con tacos, simulando ser secretaria. Busco, pero jamás me encuentro fingiendo responder órdenes a nadie, pretendiendo servirle el café a un jefe imaginario, aparentando tomar nota mientras me dictan, pasando llamados telefónicos constantemente, sirviendo café, soportando el maltrato de un hombre maduro con complejo de inferioridad, escuchando su grosera sinfonía cada vez que va al baño, sirviendo café, acudiendo al instante cada vez que me llama, dando la cara por sus errores, tolerando retos injustos, sirviendo café, apañando mentiras sin más remedio, ocultando al señor cuando no quiere atender, sirviéndole la ensalada, sirviendo café, corrigiéndome el escote para que no me mire las tetas, yendo a buscarle los anteojos al auto porque se los olvida todos los días, lavando sus platos, cosiéndole el botón del saco, ocultando a su amante, sirviendo café…

No sé por qué, si es un juego bastante común, debe haber un montón de nenas que juegan a ser secretarias. Yo no.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo que aunque hubieses jugado a "la secretaria", nunca podrías haber simulado semejante situación, porque los chicos sólo recrean sobre experiencias que de algún modo conocen.
Ah! Me encantó que el ciruelo no tuviese que fingir ser otra cosa.
Seguí con la historia.