Instrucción Cívica: El voto es secreto
Somos como un matrimonio arreglado. Ninguno de los dos eligió al otro, pero estamos condenados a una convivencia forzosa, por lo menos hasta que se sancione la ley de divorcio. Claro que esto recién va a suceder en 1987 y nosotros nos casamos en 1930.
Imagino a esas mujeres jóvenes, condenadas a dormir con un italiano malhumorado o con un gallego tozudo, al que con suerte conocieron a través de alguna borrosa imagen sepia. Las puedo ver desorientadas e inciertas al pie del barco que importó su desgracia a través del océano, recibiendo con resignación a ese señor mayor con el que se van a casar unas horas más tarde.
Me duele el espejo de esas fotos viejas, al reconocerme obedeciendo a un machista reaccionario 50 años después de la revolución sexual.
Con este desagradable ejemplar de bestia fabulera prehistórica no tenemos absolutamente nada en común. Desde los gustos más simples hasta los valores más importantes. No coincidimos en nada.
El problema, en este caso, soy yo. Así como existen los antihéroes que no han nacido para volar, pero que no se resignan y siguen tirándose desde la terraza a ver si lo logran, están las antisecretarias. Yo soy una de ellas: mujeres que desde siempre han odiado el secretariado, la asistencia, que les dicten, que las presionen, que las controlen. Pero, alguna vez, hace varios años, han aceptado sentarse detrás del peligroso escritorio de una Pyme pensando: “es por un tiempito, hasta que me reciba” y se quedaron ahí, enredadas en su neurosis irreversible.
Las antisecretarias tampoco se rinden y van todos los días, puntuales y prolijas, a sus trabajos grises, convencidas de que luchan por una causa justa. Pretenden aleccionar a los jefes opresores, creen que la ideología se contagia, tienen delirios de revolución urbana. La verdad es que se hacen las víctimas y se quejan todo el tiempo de su condición intolerable porque tienen miedo. Sí, les da miedo tener que enfrentar las miradas masculinas de quiénes les toman las entrevistas, más concentrados en sus escotes que en sus currículums. Están cansadas de contestar preguntas como: “¿soltera o casada?” “¿con quién vive?”, “¿piensa tener hijos?”, “¿sus menstruaciones son dolorosas?”. No soportan tener que hacer el triple de esfuerzo que un hombre para lograr el mismo puesto pero ganar 1/3 de sueldo, tratando de demostrar que son tan competentes como ellos. ¿Por qué no les exigen a ellos probar que son tan eficientes como las empleadas mujeres? ¿Por qué no los hacen servir café? ¿Por qué nunca es al revés? Entonces, como han trabajado tanto tiempo para jefes tiranos, como los conocen de pies a cabeza, como los odian con toda su furia, se reciclan jornada tras jornada interpretando su malvado papel.
Así soy yo. Y no pretendo con esto una justificación, sino contextualizar, reflexionar. Dicen que el primer paso para poder curarse es reconocer el problema. ¿Será cierto? Me gustaría poder decir algún día: “Hola, soy Carolina y hace 10 meses, 8 días y 3 horas que no sirvo café”. Y después escuchar los aplausos en ronda de otras secretarias en recuperación.
Entretanto, sigo lavando tacitas, cosiendo botones, sirviendo el café y escuchando barbaridades.
La semana pasada el vicepresidente me jugó una muy mala pasada. Bueno, reconozco que no soy la única que se vio seriamente afectada pero, al amanecer con la noticia de su voto en contra, debo confesar que las perspectivas de pasar el día con mi jefe gritando a cada rato “¡Aguante el Cleto!” me dolieron más que la traición.
Tras dos años de esta unión por conveniencia (a mí me conviene que me pague y a él le conviene mi aptitud y mi experiencia) pude comprobar infinidad de veces que él no piensa. Él copia y pega, como los alumnos mediocres que presentan monografías de 100 páginas haciendo un colage de párrafos robados de Internet y, encima, están convencidos de que investigan. Así hace él pero con La Nación, con El Cronista y con las apariciones televisivas de Lilita. Lo más triste es que, tal como a esos estudiantes a los que les quedan las oraciones incoherentemente vinculadas una tras otra, a él le quedan los enunciados torcidos y llenos de plasticota en los bordes. No hay frase que coincida o se entrelace con la anterior siguiendo lógica alguna.
Su razonamiento es el siguiente: “Mi apellido es Alonso. Ascendencia española. Hijo de la Madre Patria. Familia religiosa y conservadora. Apoyo absoluto al Bando Nacional, aunque sin ensuciarse la ropa. Educado bajo inflexibles valores antiperonistas (de la primera hora). Conclusión: ¡Yo ser gorila!, aunque no saber bien por qué.”
Y por eso, la Bestia Mediocre, reflexiona de la siguiente manera:
Bestia Mediocre: - ¡Qué paisito, qué paisito! ¿Qué me contás, eh? Yo no sé a dónde vamos a ir a parar. Esto no es joda, la cosa está muy mal. Porque estos tipos están locos, no saben lo que hacen. ¡Por favor! Ponerse al campo en contra, ¿quiénes se creen que son? Estos no saben con quién se meten. Lo que pasa es que ella no hace nada. A ella la levantan a las 11 de la mañana, la peinan, la visten, la empastillan y la mandan a inaugurar algo. Pero ella no hace nada. Esto no lo estoy inventando yo, me lo dijo alguien que está metido ahí adentro. Yo veo todos los días cuando llega el helicóptero a Casa de Gobierno. ¿Sabés las ganas que tengo de apuntarle y tirarlo abajo? ¡Listo! Solucionaría todos los problemas del país… ¿Y qué querés? Si es mujer. A la señora lo único que le interesa es que le combinen los zapatos. ¿Sabés que tiene una colección de zapatos, no? ¿Te conté?
No, por favor. ¡Otra vez con eso de los 200 zapatos, no!
Así son sus conversaciones. Escucharlo opinar da vergüenza ajena. Pero, lo peor, es cuando no tiene con quién hablar. Cuando ningún amigote está disponible para ir a almorzar. Entonces me llama y me dice: “Vení, hijita, sentate”. Así pasó, por ejemplo, una tarde de octubre del año pasado…
Bestia Mediocre: - ¿Y vos a quién vas a votar? – Me preguntó con la ansiedad de un nene en la mañana de Reyes, pero filtrando un brillo provocador y camorrero por los ojos.
Yo: - Mire, yo ya le dije que prefiero no hablar con usted de estas cosas. Me parece que no corresponde que me pregunte. – Contesté categórica, aún sabiendo que por más tajante que fuera mi respuesta no lo intimidaría en lo más mínimo y seguiría insistiendo insoportablemente, como hacía siempre.
Lo que pasa es que el problema de las antisecretarias es ideológico. Cuando uno piensa de cierta manera no hace falta que lo ande diciendo todo el día, se nota al caminar, al servir el café, en la actitud. Y esto no es algo impostado, no hay que hacer ningún esfuerzo. Cada persona en sus gestos para con los otros, en sus comentarios al conversar, en sus suspiros al enterarse de alguna noticia, en sus sonrisas al enterarse alguna otra, en su manera de discutir aún sobre los temas más frívolos, destila su forma de vivir, de pensar, sus valores.
El perfil de las secretarias de las empresas de capital extranjero suele ser el de una chica bien que estudia en la de San Andrés. Y que se entienda, estoy hablando del perfil. Quizás estudian Psicología Social en Aldo Bonzi, pero el perfil es UCA. Es decir, familia tradicional y adinerada. Sus padres, médicos o abogados, se jactan de haberlas educado en el libre pensamiento, dejándoles siempre bien claro que para tener la extensión de la gold hay que pensar como ellos. Sus madres creen que hay temas de hombres en los que las mujeres no deben meterse, que hay que hacer la vista gorda si tu marido tiene un desliz y que Evita era una puta. Sus abuelas van a misa a Nuestra Señora del Socorro envueltas en sus tapados de piel y purgan los scones de sus meriendas con pequeñas obras de caridad. Las siluetas de estas chicas serviciales y automáticas es así, aún las de aquellas que han dormido su infancia en la cama marinera de una piecita en el corazón de la Paternal. Pero ellas son las peores, las más estereotipadas, porque estudian los movimientos y se esfuerzan por lograr el tono, el sí permanente, el “a mí la política no me interesa”, de las auténticas.
Pero a este pobre infeliz justo le viene a tocar una a la que no la seducen ni los faroles turquesas ni los bolsillos verdes de Macri. Una a la que no se va a encontrar ninguna tarde de sábado en un partido de polo como le pasa con Teresita, la secretaria de su socio. Una que jamás le va a decir “ayer cené con papá en la Recova de Posadas”.
Por eso, el lunes 29 de octubre del año pasado, insistió con su propia boca de urna.
Bestia Mediocre: - ¿Y? ¿No me vas a decir a quién votaste?
Yo: - No, ya le dije que no. Le agradecería que no me siga preguntando.
BM: - ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
Y: - No tiene nada de malo, pero no quiero discutir con usted de política. Tenemos formas de pensar muy distintas y, ya que trabajamos bajo el mismo techo durante tantas horas, prefiero evitar este tipo de discusiones para resguardar el ámbito laboral. - Ni yo me creía que hubiera algo que resguardar, pero bueno…
BM: - Ya sé…vos no lo querés decir porque votaste a Cristina. ¿Votaste a Cristina?
Y: - No.
BM: - ¿A Lavagna?
Y: - No.
BM: - ¿A Saá? No, vos no votaste a Saá.
Y: - …
BM: - ¿A López Murphy? Naaaa.....
Y: - … - Lo miraba furiosa jugar a las adivinanzas, conteniendo mi respuesta.
BM: ¿A quién votaste? No puede ser, ya no falta casi nadie. Tiene que ser uno de esos.
Harta, fastidiosa y con una impaciencia urgente por cruzarme de vereda antes de que corte el semáforo, le dije:
Y: - Voté a Pino Solanas.
Me miró desconcertado y perplejo. Creo que no le debe haber resultado políticamente correcto que la secretaria de una petrolera canadiense haya confesado haber votado a un candidato que reclamaba en sus afiches la nacionalización del petróleo.
jueves, 24 de julio de 2008
lunes, 14 de julio de 2008
Lluvia ácida
Llegó, arrasando con todo el aire que se atravesaba entre la puerta de entrada y su oficina, dejando un surco en la alfombra que anunciaba un día complicado. Se paró frente a su escritorio, gruñó mi nombre y sin mirarme, mientras se desabrigaba, me dijo:
- Oime…eh…preparame…eh…
- ¿Café? – Pregunté. Anticipándome al imperativo que se avecinaba. Porque ya saben que mi causa, prácticamente, se basa en la abolición de ese tiempo verbal.
- No, no. Café no. No me siento nada bien, no tendría que haber venido. – Eso seguro. – No ando bien del estómago y creo que el problema es el café. No me doy cuenta pero tomo mucho café y me va a dar una úlcera. – ¡Yupi!, grité mentalmente.
- Ah, bueno. – Dije con desilusión, tras ver frustrada mi oportunidad de alimentar esa llaga estomacal con mi ácido café venenoso, y volví a mi escritorio.
Sin exagerar, sin mentir, sin artimañas andaluzas de por medio que condimenten el relato, no llegaron a pasar 10 minutos para que me grite desde su trono de cuero:
- ¡¡Carolina, un cortado!!
Me di vuelta, con el ímpetu y la cámara lenta de las viejas propagandas de Wellapon, como si mis pelos trataran de acomodarse a mi desconcierto. Está rozando el límite de la incoherencia, la burla, la opresión. ¡No lo soporto más!
Al rato sentí como me aplastaba el mediodía, con su pesado augurio de un almuerzo imposible, con el oscuro presagio de que se iba a quedar en la oficina hasta cualquier hora. Veía el futuro de una tarde eterna y me quería matar. Todo el día encerrada con esa alimaña. Sin poder poner la radio y sin escuchar música de ningún tipo, porque le molesta cualquier sonido que no sea su propio rebuzno. Sin poder comer, ya que el olor de cualquier clase de alimento, así sea el vinagre de la ensalada, lo pone de malhumor, empieza a abrir las ventanas, aunque esté helando, y a atragantarme con sus protestas hasta la indigestión.
A la 13.55 yo seguía de aquí para allá, me faltaban los rollers. El insensible me tenía como bola sin manija construyendo ladrillo a ladrillo, con cada llamado que me pedía, el simulacro de que en esta oficina hay algo importante para hacer. Y la verdad es que no hay nada para hacer más que llamar frenéticamente, hasta el cansancio, a gerentes, presidentes, CEOs, gobernadores, diputados y secretarios que jamás lo atienden. ¿Para qué, entonces, insistir durante la hora del almuerzo, si el NO ya está reconfirmado desde las 9 de la mañana? ¿Masoquismo? No, no tiene ese perfil. Supongo que se debe a que, a esta altura, él mismo compró su personaje. Sospecho que ya no actúa, se lo cree y para reafirmarse y legitimizarse necesita dar vueltas por toda la oficina con cara de preocupado y hablar en voz bien alta repitiéndole a un interlocutor imaginario que el problema es el país, que la gente ya no quiere hacer negocios y que por eso no lo escuchan, porque están desilusionados, incrédulos, cautos.
No, imbécil, animalito del demonio. Vos, yo, las secretarias que me niegan a sus jefes sin el menor disimulo y esos empresarios que no te atienden aunque te presentes bajo identidad falsa, todos nosotros sabemos que la situación del país no tiene nada que ver con esto. Sabés de sobra que los negocios que vos no podés concretar porque los contactos y los amigotes que decís tener no son más que apellidos ordenados alfabéticamente en una base de datos, tus colegas de las oficinas de arriba los firman todos los días con mayor frecuencia y naturalidad que los comprobantes de la tarjeta de crédito. Así que no hace falta que trates de enmascarar esta triste rutina que te tiene más preso que a mí entre estas paredes y más gris que a cualquier cajero de banco. Porque ni siquiera hay un atisbo de inquietud en tu persona, un asomo de dignidad que trascienda tu histeria de rata enjaulada tratando de alcanzar el queso.
No, no puedo respetarte. Porque sos un empresario faldero (con mayúsculas, con vocación), que va con media lengua afuera dando pequeños saltitos en dos patas atrás de los culos de los peces gordos, salivando en exceso, a ver si le tiran algún huesito masticado. No es lo mismo trabajar de mucama, de mesera, de cajero, de secretaria, que ser mucama, ser mesera, ser cajero, ser secretaria. La diferencia está en las inquietudes, las preguntas, los sueños, los intereses. La diferencia está en creérselo. ¿Qué hace el empresario faldero a fin de mes con sus diez mil dólares y qué hace el cajero del banco con sus mil quinientos pesos?
Y cuando te veo así, desde mi biblioteca, desde mi butaca del cine, desde mis álbumes de fotos, me doy cuenta que con la mitad de tus años leí lo que vos no llegarías a leer en lo que te queda de vida aunque empezaras hoy, miré más películas que vos partidos de fútbol en tu largo medio siglo y viajé no sé si más, pero sí mucho mejor con ínfimas posibilidades económicas comparadas a las tuyas y con mucho menos tiempo disponible.
A las 15.20 yo ya me estaba por desmayar. Trataba de esconderme de a ratos en la cocina, aprovechando algún llamado telefónico prolongado, es decir, los de su amante, para pellizcar de a poco la tarta que me había traído. Pero ni con un Uvasal de ½ kg, ni empujando con grandes sorbos de soda cáustica apenas diluida, se puede tragar el almuerzo cuando él está presente. Los gritos y las órdenes son tan constantes como innecesarios. La mayoría de las personas a las que me hace llamar a esa hora salieron a comer. Los mails que me dicta son para empresas que se encuentran a la vuelta del planeta y que no los van a leer hasta dentro de 14 horas. Nada tiene sentido. A veces me llama y, cuando entro en su oficina, no sabe qué decirme, o se olvida o nunca lo supo, y sólo me hace ir para molestarme, para que me levante. Otras veces entro y lo único que me dice es: “Tengo sueño”, mientras bosteza y se estira adelante mío, reclinando al tope su heroico sillón y apoyando las piernas sobre el escritorio en un ángulo agudo que termina en sus medias. ¿Por qué tengo que ver cómo se despereza? ¿Por qué tengo que oler sus medias? ¿Por qué tengo que soportar que se acomode la bragueta adelante mío cuando sale del baño?
A las 15.35 me llama una vez más y me dice:
- Bajá y traeme algo de comer.
- ¿Qué quiere? – Le ladré.
- Mmmmmm, no sé. ¿Qué se puede comer acá abajo que sea livianito? Porque la verdad no me siento nada bien. No ando bien del estómago, me tengo que cuidar. – Cuando dice “acá abajo” se refiere a “Mostaza”, así que lo de livianito se los debo, aunque alguna alternativa siempre hay.
- Una ensalada. – Sugerí.
- No, ensalada no. ¿Otra cosa?
- Una hamburguesa. – Le dije, resignada ante su irracionalidad.
- Sí, sí. Traeme una hamburguesa completa, con papas y gaseosa grandes.
¡Eso sí que es cuidarse! Cuidarse la úlcera. La supuesta úlcera, porque no son nada creíbles sus lamentos hipocondríacos. Así que le traje la hamburguesa, se la serví y me quedé en la cocina terminando mi tarta, con su ruidoso engullir como música de fondo. Pero ni el sonido gutural de su devorar, ni el olor a papa frita que invadió la oficina parecía molestarlo para nada. Así que estuvo un rato tragando su almuerzo a deshora o su merienda temprana y salada. Un rato que habrá durado 10 minutos, porque las boas constrictoras mastican a sus presas mucho más de lo que él puede llegar a masticar una tira de asado. Cuando terminó, chasqueó los dedos y me pidió que retirara la bandeja.
A los cinco minutos llegó uno de sus “socio-amigotes”, se acomodó como en su casa, me llamó y me pidió un cortado. Mi jefe me dijo que no quería nada, mientras acariciaba su vientre hinchado, cual embarazada en la semana 38. Al rato entré a la oficina con el cortado para el “intruso invasor”, usurpador del espacio ajeno y aprovechador de la secretaria de turno, porque este hombre se quedó sin trabajo y no tiene oficina propia, por lo que suele venir a hablar por teléfono y a colgarse de Internet. Le serví el cortado, inmediatamente me lo devolvió y me dijo: “Mejor, traeme uno doble”. Salí de la oficina enfurecida, le serví el cortado doble, no sin antes dejar caer un hilo espeso de baba rabiosa en la taza. Volví. Me dijo: “Me arrepentí. Prefiero café solo”, y sin mirarme hizo un gesto displicente con su mano izquierda como diciendo “Volá de acá y traeme lo que te pedí”. Le llevé el café renegrido, recalentado, que había preparado temprano a la mañana y al que también corté con un poco de saliva. Cuando se lo dejé sobre el escritorio, mi jefe se incorporó levemente, sólo para tomar el aire suficiente que necesitaba para decir: “Ahora sí quiero un café. Traemelo”.
¿Necesito tanto este trabajo para comer, para pagar la luz, el gas y el teléfono? ¿Tanto miedo me da estar desempleada? ¿Tan orgullosa soy como para preferir esta tortura a tener que pedir ayuda? La respuesta a todas esas preguntas es sí, pero no me alcanza, no me satisface, no me justifica. Ya no son suficientes excusas la desesperación y la incertidumbre que padecí tras haber estado sin trabajo algunas veces. Ya nada parece peor que esto. En la comparación, todo es más digno.
En la cocina serví el café para mi jefe, mientras los escuchaba reírse con algún chiste estúpido que les llegó por mail. Pero a este café le puse más dedicación, así que añadí unas gotitas del Rapilax, que no sé si recordarán, pero siempre tengo a mano. Se lo llevé, hizo fondo blanco y me pidió otro instantáneamente. Supuse que estaría muy rico, ya que quería repetir, así que le preparé otro igual. Pero, esta vez, intensifiqué la dosis de laxante, recordando esos instructivos avisos de televisión que explican en detalle lo feo que es padecer “tránsito lento”.
Después fui al baño, apreté el botón y trabé el flotante de la mochila. Al rato se empezó a quejar sin el menor recato sobre sus molestias intestinales, como de costumbre, y le avisó a su amigote que iba al baño. Cuando pasó por mi escritorio y me dijo: “Voy al ñoba”, con el diario bajo el brazo, le avisé que se había trabado el botón y que en un rato subía el encargado para solucionarlo. Pero él estaba muy apurado, no podía esperar.
Desesperado, transpirando, enrojecido, le dijo a su amigo que lo llevara a su casa urgente. Y se fueron rapidísimo, huyendo de mi astucia mínima pero efectiva. Quizás hasta cándida e inocentona, pero suficiente para lidiar con esta mente tan corta y lograr mis pequeñas revanchas cotidianas. Mi silenciosa resistencia.
Ojalá, mientras se retuerce en medio de algún embotellamiento, reflexione y se de cuenta de que siempre se puede sufrir un poco más…
- Oime…eh…preparame…eh…
- ¿Café? – Pregunté. Anticipándome al imperativo que se avecinaba. Porque ya saben que mi causa, prácticamente, se basa en la abolición de ese tiempo verbal.
- No, no. Café no. No me siento nada bien, no tendría que haber venido. – Eso seguro. – No ando bien del estómago y creo que el problema es el café. No me doy cuenta pero tomo mucho café y me va a dar una úlcera. – ¡Yupi!, grité mentalmente.
- Ah, bueno. – Dije con desilusión, tras ver frustrada mi oportunidad de alimentar esa llaga estomacal con mi ácido café venenoso, y volví a mi escritorio.
Sin exagerar, sin mentir, sin artimañas andaluzas de por medio que condimenten el relato, no llegaron a pasar 10 minutos para que me grite desde su trono de cuero:
- ¡¡Carolina, un cortado!!
Me di vuelta, con el ímpetu y la cámara lenta de las viejas propagandas de Wellapon, como si mis pelos trataran de acomodarse a mi desconcierto. Está rozando el límite de la incoherencia, la burla, la opresión. ¡No lo soporto más!
Al rato sentí como me aplastaba el mediodía, con su pesado augurio de un almuerzo imposible, con el oscuro presagio de que se iba a quedar en la oficina hasta cualquier hora. Veía el futuro de una tarde eterna y me quería matar. Todo el día encerrada con esa alimaña. Sin poder poner la radio y sin escuchar música de ningún tipo, porque le molesta cualquier sonido que no sea su propio rebuzno. Sin poder comer, ya que el olor de cualquier clase de alimento, así sea el vinagre de la ensalada, lo pone de malhumor, empieza a abrir las ventanas, aunque esté helando, y a atragantarme con sus protestas hasta la indigestión.
A la 13.55 yo seguía de aquí para allá, me faltaban los rollers. El insensible me tenía como bola sin manija construyendo ladrillo a ladrillo, con cada llamado que me pedía, el simulacro de que en esta oficina hay algo importante para hacer. Y la verdad es que no hay nada para hacer más que llamar frenéticamente, hasta el cansancio, a gerentes, presidentes, CEOs, gobernadores, diputados y secretarios que jamás lo atienden. ¿Para qué, entonces, insistir durante la hora del almuerzo, si el NO ya está reconfirmado desde las 9 de la mañana? ¿Masoquismo? No, no tiene ese perfil. Supongo que se debe a que, a esta altura, él mismo compró su personaje. Sospecho que ya no actúa, se lo cree y para reafirmarse y legitimizarse necesita dar vueltas por toda la oficina con cara de preocupado y hablar en voz bien alta repitiéndole a un interlocutor imaginario que el problema es el país, que la gente ya no quiere hacer negocios y que por eso no lo escuchan, porque están desilusionados, incrédulos, cautos.
No, imbécil, animalito del demonio. Vos, yo, las secretarias que me niegan a sus jefes sin el menor disimulo y esos empresarios que no te atienden aunque te presentes bajo identidad falsa, todos nosotros sabemos que la situación del país no tiene nada que ver con esto. Sabés de sobra que los negocios que vos no podés concretar porque los contactos y los amigotes que decís tener no son más que apellidos ordenados alfabéticamente en una base de datos, tus colegas de las oficinas de arriba los firman todos los días con mayor frecuencia y naturalidad que los comprobantes de la tarjeta de crédito. Así que no hace falta que trates de enmascarar esta triste rutina que te tiene más preso que a mí entre estas paredes y más gris que a cualquier cajero de banco. Porque ni siquiera hay un atisbo de inquietud en tu persona, un asomo de dignidad que trascienda tu histeria de rata enjaulada tratando de alcanzar el queso.
No, no puedo respetarte. Porque sos un empresario faldero (con mayúsculas, con vocación), que va con media lengua afuera dando pequeños saltitos en dos patas atrás de los culos de los peces gordos, salivando en exceso, a ver si le tiran algún huesito masticado. No es lo mismo trabajar de mucama, de mesera, de cajero, de secretaria, que ser mucama, ser mesera, ser cajero, ser secretaria. La diferencia está en las inquietudes, las preguntas, los sueños, los intereses. La diferencia está en creérselo. ¿Qué hace el empresario faldero a fin de mes con sus diez mil dólares y qué hace el cajero del banco con sus mil quinientos pesos?
Y cuando te veo así, desde mi biblioteca, desde mi butaca del cine, desde mis álbumes de fotos, me doy cuenta que con la mitad de tus años leí lo que vos no llegarías a leer en lo que te queda de vida aunque empezaras hoy, miré más películas que vos partidos de fútbol en tu largo medio siglo y viajé no sé si más, pero sí mucho mejor con ínfimas posibilidades económicas comparadas a las tuyas y con mucho menos tiempo disponible.
A las 15.20 yo ya me estaba por desmayar. Trataba de esconderme de a ratos en la cocina, aprovechando algún llamado telefónico prolongado, es decir, los de su amante, para pellizcar de a poco la tarta que me había traído. Pero ni con un Uvasal de ½ kg, ni empujando con grandes sorbos de soda cáustica apenas diluida, se puede tragar el almuerzo cuando él está presente. Los gritos y las órdenes son tan constantes como innecesarios. La mayoría de las personas a las que me hace llamar a esa hora salieron a comer. Los mails que me dicta son para empresas que se encuentran a la vuelta del planeta y que no los van a leer hasta dentro de 14 horas. Nada tiene sentido. A veces me llama y, cuando entro en su oficina, no sabe qué decirme, o se olvida o nunca lo supo, y sólo me hace ir para molestarme, para que me levante. Otras veces entro y lo único que me dice es: “Tengo sueño”, mientras bosteza y se estira adelante mío, reclinando al tope su heroico sillón y apoyando las piernas sobre el escritorio en un ángulo agudo que termina en sus medias. ¿Por qué tengo que ver cómo se despereza? ¿Por qué tengo que oler sus medias? ¿Por qué tengo que soportar que se acomode la bragueta adelante mío cuando sale del baño?
A las 15.35 me llama una vez más y me dice:
- Bajá y traeme algo de comer.
- ¿Qué quiere? – Le ladré.
- Mmmmmm, no sé. ¿Qué se puede comer acá abajo que sea livianito? Porque la verdad no me siento nada bien. No ando bien del estómago, me tengo que cuidar. – Cuando dice “acá abajo” se refiere a “Mostaza”, así que lo de livianito se los debo, aunque alguna alternativa siempre hay.
- Una ensalada. – Sugerí.
- No, ensalada no. ¿Otra cosa?
- Una hamburguesa. – Le dije, resignada ante su irracionalidad.
- Sí, sí. Traeme una hamburguesa completa, con papas y gaseosa grandes.
¡Eso sí que es cuidarse! Cuidarse la úlcera. La supuesta úlcera, porque no son nada creíbles sus lamentos hipocondríacos. Así que le traje la hamburguesa, se la serví y me quedé en la cocina terminando mi tarta, con su ruidoso engullir como música de fondo. Pero ni el sonido gutural de su devorar, ni el olor a papa frita que invadió la oficina parecía molestarlo para nada. Así que estuvo un rato tragando su almuerzo a deshora o su merienda temprana y salada. Un rato que habrá durado 10 minutos, porque las boas constrictoras mastican a sus presas mucho más de lo que él puede llegar a masticar una tira de asado. Cuando terminó, chasqueó los dedos y me pidió que retirara la bandeja.
A los cinco minutos llegó uno de sus “socio-amigotes”, se acomodó como en su casa, me llamó y me pidió un cortado. Mi jefe me dijo que no quería nada, mientras acariciaba su vientre hinchado, cual embarazada en la semana 38. Al rato entré a la oficina con el cortado para el “intruso invasor”, usurpador del espacio ajeno y aprovechador de la secretaria de turno, porque este hombre se quedó sin trabajo y no tiene oficina propia, por lo que suele venir a hablar por teléfono y a colgarse de Internet. Le serví el cortado, inmediatamente me lo devolvió y me dijo: “Mejor, traeme uno doble”. Salí de la oficina enfurecida, le serví el cortado doble, no sin antes dejar caer un hilo espeso de baba rabiosa en la taza. Volví. Me dijo: “Me arrepentí. Prefiero café solo”, y sin mirarme hizo un gesto displicente con su mano izquierda como diciendo “Volá de acá y traeme lo que te pedí”. Le llevé el café renegrido, recalentado, que había preparado temprano a la mañana y al que también corté con un poco de saliva. Cuando se lo dejé sobre el escritorio, mi jefe se incorporó levemente, sólo para tomar el aire suficiente que necesitaba para decir: “Ahora sí quiero un café. Traemelo”.
¿Necesito tanto este trabajo para comer, para pagar la luz, el gas y el teléfono? ¿Tanto miedo me da estar desempleada? ¿Tan orgullosa soy como para preferir esta tortura a tener que pedir ayuda? La respuesta a todas esas preguntas es sí, pero no me alcanza, no me satisface, no me justifica. Ya no son suficientes excusas la desesperación y la incertidumbre que padecí tras haber estado sin trabajo algunas veces. Ya nada parece peor que esto. En la comparación, todo es más digno.
En la cocina serví el café para mi jefe, mientras los escuchaba reírse con algún chiste estúpido que les llegó por mail. Pero a este café le puse más dedicación, así que añadí unas gotitas del Rapilax, que no sé si recordarán, pero siempre tengo a mano. Se lo llevé, hizo fondo blanco y me pidió otro instantáneamente. Supuse que estaría muy rico, ya que quería repetir, así que le preparé otro igual. Pero, esta vez, intensifiqué la dosis de laxante, recordando esos instructivos avisos de televisión que explican en detalle lo feo que es padecer “tránsito lento”.
Después fui al baño, apreté el botón y trabé el flotante de la mochila. Al rato se empezó a quejar sin el menor recato sobre sus molestias intestinales, como de costumbre, y le avisó a su amigote que iba al baño. Cuando pasó por mi escritorio y me dijo: “Voy al ñoba”, con el diario bajo el brazo, le avisé que se había trabado el botón y que en un rato subía el encargado para solucionarlo. Pero él estaba muy apurado, no podía esperar.
Desesperado, transpirando, enrojecido, le dijo a su amigo que lo llevara a su casa urgente. Y se fueron rapidísimo, huyendo de mi astucia mínima pero efectiva. Quizás hasta cándida e inocentona, pero suficiente para lidiar con esta mente tan corta y lograr mis pequeñas revanchas cotidianas. Mi silenciosa resistencia.
Ojalá, mientras se retuerce en medio de algún embotellamiento, reflexione y se de cuenta de que siempre se puede sufrir un poco más…
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