miércoles, 25 de junio de 2008

Pensión completa

“No quiero encontrarme con los cartoneros, con los chicos pidiendo en la calle. Prefiero encerrarme en mi auto importado y ser feliz." :: Moria Casán


- Bien, muy bien. La verdad es que por lo menos me sirvió para estar 10 días sin Plaza de Mayo. Je, je… - Le contaba el limitado mental de mi jefe a algún colega suyo por teléfono tras volver de unas vacaciones en Playa del Carmen.

- ¡Qué paisito! Eh….¡Qué paisito! ¿Qué me contás? La verdad es que me tendría que haber quedado allá. - Y por qué no se quedó, es lo que yo me pregunto.

- Naaaaa…all inclusive. Cuchame, papá, yo fui a la agencia y le dije a la chica: quiero all-in-clu-si-ve. No quiero hacer nada, no quiero mover un dedo. - Suerte que la asesora turística no le sugirió que, en tal caso, lleve a su secretaria.

- Así que yo me tiraba panza arriba (claro, si hubiera intentado echarse panza abajo todavía estaría como un Topi Playa balanceándose para siempre), chasqueaba los dedos y listo, me traían lo que quería hasta la reposera. No hacía nada. ¡Na-da! Mi mayor preocupación era decidir si tomarme una caipirinha o un daiquiri. En esos lugares tenés constantemente a alguien atrás tuyo, atento, pendiente de lo que necesites y, en cuando levantás una mano, ya están trayéndote lo que se te antoja. De diez, gordo…una atención de prima. Sólo faltaba un negro que me apantalle. – La verdad, para hacerla más fácil, no sé por qué no le dijo directamente: “Igual que en la oficina, pero en pleno Caribe Mexicano”.


“All-inclusive”: slogan noventoso de la burguesía menemista cuyo bajovientre rollizo multiplicó sus centímetros (y sus exponentes) gracias a las delicatessen importadas que, por ese entonces, se conseguían a la vuelta de la esquina. Y “todos” pudieron viajar a Miami y comprar los chicles en pomo que, diez años atrás, sólo veían en las películas. Y “todos” pudieron ir a Disney y traer llaveritos de los parques acuáticos con arena blanca, agua turquesa y pececitos de plástico, para reemplazar las conchillas marplatenses con el recuerdo estampado en marcador indeleble.

Pero el verdadero sumum fue que “todos” pudieron ir al Caribe, hospedarse en un complejo hotelero como el de las revistas y ser Susana Giménez por 15 días. Se dejaron atender, se dejaron servir, jugaron a Dinastía y manejaron un Eclipse alquilado en Alamo Rent a Car. Todos los sueños de la década anterior se hacían realidad, es decir, un dólar era igual a un peso, ¿qué más se podía pedir? La venganza de las víctimas de la plata dulce, de los estafadores estafados, de las señoras que suspiraban por los tapados de zorro gris que ostentaba Nelly Raymond y ahora podían tener uno como el de la mismísima María Julia. ¡Qué tul!

Cuarentonas devenidas en Barbies de plastilina trataban de olvidar que habían hecho colas larguísimas los sábados al mediodía en Munro para conseguir un Gatopardo segunda selección, desquitándose contra las vidrieras de los malls que les enrostraban tentadores ofertones. Se enjuagaban en las olas tibias los recuerdos mugrientos de aquellas mañanas baldeando la vereda de su casa suburbana y fingían haber nacido señoras bien dándole órdenes a la mucama del hotel cuando se la cruzaban por el pasillo. Así legitimaban su nivel.

Cincuentones achanchados, disfrazados de Don Johnsons de látex, trataban de convencerse de que jamás habían estacionado su Fiat 600 a tres cuadras de Zodíaco para disimular la modestia del bolsillo, mientras se paseaban por la Collins en descapotable. La brisa de neón les despeinaba los reproches irreversibles que los hacían preguntarse por qué se habían casado en 1974 enfundados en un traje celeste grisáceo, e intentaban movimientos sexies durante la cena en el comedor del hotel, cuando alguna mulatona, con turbante frutal, los tentaba zarandeándose al ritmo del mambo. Así plastificaban su status.

Hoy en día, al caminar por las calles de una Buenos Aires post-devaluatoria, mil basuritas con olor a convertibilidad se nos van metiendo en los ojos. Vuelan de aquí para allá buscando el pozo ciego más cercano en el cuál acomodarse según los tiempos que corren.

Una de esas basuritas, molestas, irritantes y pasadas de moda, es mi jefe. La síntesis de la ignorancia cristalizada en un discurso que tomó prestado de algún programa de televisión, en el que una gorda de piel carbónica con delirios místicos les pasa letra a un montón de cabecitas mediocres.

Así es él, como tantos otros, un rinoceronte dando manotazos de ahogado y rezando porque en la orilla haya algún idiota, tan grande como él, que le tire un flotador. Un simulador, para el cual tener plata significa ostentar un auto importado mediopelo y alardear contando un viaje que la mayoría hizo hace 15 años. Un mitómano cuyo currículum es una burbuja que se sigue inflando cada vez que abre la boca para hacerle creer a algún desprevenido que es amigo de gobernadores que ni siquiera lo atienden por teléfono.

Al igual que tantos otros piojos resucitados, que llenan todos los sábados en Disco el changuito que se llevaban medio vacío del Supercoop, mi jefe cree progresar al comprarse algún frasquito de conservas alemanas o un pedazo de bacalao congelado. Eso lo hace sentir más, lo hace sentir diferente, lo pone por encima de los que compran merluza.

Así volvió de México, desparramando retratos de plástico importado cada vez que se pone a contar las sesiones de masajes, cada vez que elogia la actitud servil de los empleados del hotel, cada vez que aplaude los beneficios del all-inclusive.

Yo me lo imagino a las 8.30 hs de una mañana tropical, con la gorra incrustada en su triste pelada inútil, acomodando su barriga en el asiento del micro, dejándose llevar en un tour de enciclopedia y escuchando, atento y disciplinado, las palabras perpetuas de la guía. Esa es toda su aventura, su viaje marrón por el mundo, su forma opaca de desperdiciar los dólares ahorrados en un paquete turístico de producción en serie.

Y pensar que se cree más jefe pegando tres gritos y chasqueando los dedos para que le retire la tacita del café. Así como se siente más importante contando como hacía bailar a las mucamas del hotel pidiendo un cocktail tras otro para justificar el "todo incluido". Ni sospecha que cada vez que lo dice muestra la más fiel postal de una pensión completa en Mar de Ajó, con entrada se sopa de cabellos de ángel.

El lunes, cuando volvió, pensé que no me había traído nada del viaje. Por un lado sentí un gran alivio, no fuera a ser que me hubiera traído algo horrible que yo jamás me pondría y que él, con su estilo invasivo e intimidatorio, me preguntara todos los días por qué no lo usaba. Pero, de todas formas, no puedo entender cómo una persona que gana 10 mil dólares por mes más gastos, no es capaz de comprar un chocolate de U$S 5 en el free-shop cuando vuelve de algún lado. Si bien él viaja mucho menos de lo que a mí me gustaría, así sea que se vaya a Jujuy o a Canadá jamás me trae nada. A mí, en lo personal, no me afecta. Yo soy su secretaria y apenas me acuerdo de su cumpleaños, jamás le compro un regalo ni le traigo algo cuando vuelvo de las vacaciones. Pero igual me indigna, porque sé que lo hace de amarrete y de machote mandamás que jamás va a fijarse en esos detalles. Sus peones tienen que cumplir todas sus órdenes y obedecer todos sus gritos sin pretender mayores retribuciones ni beneficios que trabajar para él.

Pero me equivoqué. Pasé dos días puteándolo en susurros con toda mi furia mientras añoraba unos Lindts y me los imaginaba olvidados en el aeropuerto, como el dominó multicolor de algún despistado que casi pierde su vuelo.

Me trajo algo pero, para mi desgracia, no fueron chocolates. Me trajo un collar. Un espantoso e imponible collar de hematites. En cuanto lo vi supe que me lo compró sólo porque viajó con su mujer y fue ella la que se acordó. También supe de inmediato que fue ella la que lo había elegido.

Un collar de hematites…esas piedritas negras espejadas con nombre de plaqueta sanguínea que abundaban en las repisas de los negocios de bijouterie en los veranos Gesellinos de la década del 80.

Está visto que el mal gusto sobrevive a las privatizaciones.

viernes, 13 de junio de 2008

Importante financiera seleccionará secretaria de directorio

Ayer tuve una entrevista a la que no quería ir, pero que tampoco podía rechazar. De antemano sabía que no iba a resultar, que no me iba a convenir, que era más de lo mismo, pero una conocida a la que le había pasado mi currículum hace un tiempo, lo presentó en su empresa en cuanto se enteró que andaban necesitando una secretaria de directorio.

En el imaginario de muchas de las personas con las que me relaciono no hay posibilidad de pensarme en otro rol que no sea el de secretaria. Quiénes me conocen mejor, y saben cuáles son mis intereses y mis cualidades, entienden que hago lo que hago porque no me queda otra. En cambio, con quiénes tengo charlas más ocasionales y escuchan mis angustiosos relatos sobre mi situación laboral actual, con toda su buena voluntad tratan de ayudarme a conseguir otra cosa, que termina siendo la misma cosa.

Además, también suele suceder que muchos no conciben, no aceptan, no les entra en la cabeza que no me encante ser secretaria bilingüe en una importante empresa, asistiendo a un alto ejecutivo. Sería imprescindible, en estos casos, definir importante empresa y alto ejecutivo, porque existen significativas diferencias de criterio.

Ese anhelo equivocado, ese sueño a contramano de Susanitas setentosas que estudiaban secretariado en el Ilven, es el brote del que se desprende la concepción que sostiene que existen trabajos ideales para mujeres y que esos trabajos son, justamente, los más serviles o los que implican la manipulación del gran terror del machote argentino promedio: los niños. Cuántas veces, de chica, habré sido una testigo fastidiosa de conversaciones femeninas, esperando detrás de la pollera de mi abuela mientras ella conversaba en la calle con alguna vecina, y habré escuchado algo así:

- Claudita, la hija de Graciela, entro de maestra en la 21.


- Mirá vos…¡Qué bien! Ese es un lindo trabajo para una mujer.

¡¿Lindo trabajo para una mujer?! ¿Por qué? ¿Será porque todos piensan que las mujeres adoramos a los niños “naturalmente”? (También en este caso sería importante definir naturalmente. Y, por qué no, niños.) ¿Será porque tenemos “instinto maternal”? Bueno, sí, lo del instinto y el amor por los niños se filtra siempre en esos discursillos de machismo barato de las 11 de la mañana del martes mientras se baldea la vereda. Sin embargo, el magisterio ha sido considerado por muchos como una linda profesión para señoras y señoritas porque les permite mayor flexibilidad de horarios, encontrar alguna escuela cerca de la casa y, si la docente en cuestión tiene la fortuna de casarse y echar al mundo un par de críos, puede resignar algún turno y así tener la comida siempre lista cuando llega el jefe de la familia.

La docencia, a mi criterio, tiene la nobleza de la medicina porque también salva vidas. Los maestros nos curan la enfermedad de no-leer, que es una de las cosas más terribles que nos pueden pasar en estos tiempos. Pero, sin embargo, en casa la que es maestra es la nena, el otro es “M’hijo el dotor”
[1].

Por esa misma época (25 años atrás) en la que hacía vereda con mi abuela, quien intercambiaba opiniones con todo el barrio en un ida y vuelta de armonioso cotorreo, si una chica, la hija de tal o de cual, había conseguido un buen puesto de secretaria en una empresa reconocida, eso ya eran palabras mayores.

- Sandrita entró a trabajar de secretaria de un gerente en la empresa Sevel. Parece que es un hombre muy importante.


- ¡Ah! Ese es un muy buen trabajo. Ahí puede progresar, puede ganar bien.

- Sí, por lo que dice Nilda, la oficina es muy linda, con todos los lujos. Y le dan uniforme.

¡Nooo, Sandrita! ¡No te pongas uniforme! Y no me vengas con que es lo mejor, con que es cómodo, con que es práctico, con que no tenés que pensar qué ponerte todas las mañanas o que no tenés que gastar para vestirte. Que te paguen más para que puedas comprarte la ropa necesaria para ir al trabajo, lo cual realmente implica un gasto considerable, ya que no es lo mismo que estar en casa todo el día en jogging o en pijama. Pero el uniforme nos homogeniza, nos aliena, nos hace parecer a todas las mismas pelotudas, nos borra los rasgos, anula nuestras diferencias y no las diferencias de clase, que es la excusa de muchos uniformadores, porque si alguna tiene más plata que otra va a venir con una cartera más cara, lo que suprime es nuestra diversidad. El uniforme nos disfraza de iguales, destiñe nuestro color y el color de los otros.

Distinto es un delantal, necesario para que quienes están realizando un trabajo con riesgo de mancharse no terminen arruinando su propia ropa todos los días. ¿Pero las empleadas de oficina necesitan uniforme/delantal? ¿No corren acaso el mismo riesgo que el personal jerárquico de mancharse con una lapicera de sangre azul o con un café inquieto?

Claro, sin embargo, imaginen qué paisaje tan grasa ofrecería el banco Francés si la dark-receptionist usara sus trajes góticos, mientras la cajera contrastara con una polera en tono mostaza. Ni hablar de que justo pase, en un descuido, la encargada de la limpieza en remerón y calzas. ¡Me muero! ¡Por dios! Acá no importa de dónde somos, mientras no se note que algunos se vienen todos los días desde Isidro Casanova.

Todo este encadenamiento divanesco surgió del primer eslabón de la entrevista que me consiguieron, con las mejores intenciones, ignorando que hoy en día yo preferiría ir a vivir a Trevelin y preparar dulces caseros todas las tardes o vender poesías en el tren, antes de volver a la frustración cotidiana de servir el café. Creo mi experiencia actual marca un antes y un después. Es decir, una vez que logre salir de acá no quiero volver a trabajar de lo mismo en una oficina similar a esta, sometiendo mis habilidades al látigo degradante de otro jefe abusivo.

Todo esto yo ya lo pensaba antes de entrar, pero tenía que ir, tenía que soportar ese momento y decir que no, eso era todo. Además, por lo menos eso era más sencillo que decirle que no iba a la persona que me consiguió la entrevista, totalmente convencida de que me hacía un gran favor.

Así que fui a la hora señalada y me encontré con la fotografía exacta que tenía en la cabeza: una financiera muy top, decoración muy minimalista y masculina, con sillones de cuero negro y paredes de piedra gris, y un señorito joven, pedante y engreído que fue quien me entrevistó en su oficina. Otro pichón de mamut.

Este ejemplar presumido y altanero, representante último modelo del machismo actual, me confesó no haber leído mi cv y me pidió que le cuente lo que estaba haciendo actualmente, cuáles eran mis intereses, etc. Después de comentarle, con muy poco entusiasmo, aquellos puntos que me parecían más relevantes, él se atrevió con un par de preguntas:

Pregunta idiota_1: - Acá veo que estudiaste diseño casi 3 años. ¿Y? ¿Qué pasó que no terminamos?


Pregunta idiota_2: – Y ahora te faltan 10 materias de esta carrera pero no estás cursando. ¿Por qué? ¿Qué pasó ahí? – Decía levantando la vista del papel y esbozando una patética sonrisa picaresca que pretendía ser intimidatoria pero, en su cara de nabo, resultaba grotesca.

Pregunta idiota_3: - ¿Trabajás en Puerto Madero y querés cambiar de ambiente? ¿Querés venir a trabajar acá, a pleno centro? ¿Lo pensaste bien? - Cuestionaba asombrado, y se le hacía agua la boca recordando mil restaurantes en un sólo segundo.

Su rubia y limitada cabecita repasaba el resumen académico y laboral de mi vida y no podía concebir que yo, a 15 años de haber salido del colegio, no hubiera terminado ninguna carrera. Sus gestos displicentes y el absoluto desinterés de sus ojos me dejaron completamente aliviada. Ya sabía que ni siquiera iba a tener que decir que no y tratar de explicarle a ese proyecto de Donald Trump por qué no iba a aceptar el puesto

Yo corría con ventaja. Quien presentó mi cv en la empresa tiene a este parásito financiero como jefe y me había anticipado que tenía 35 años, mucha plata, que pretendía ser muy cool, que tenía una noviecita hueca y un estilo de vida como el los personajes de las publicidades de seguros. Así que me fui preparada, pero tenía que esperar la oportunidad.

Cuando terminó la reunión me pidió que esperara un segundo, que iba a hacer una consulta a RRHH. Yo no podía creer tanta suerte, mis glúteos generosos jugaban a mi favor una vez más. Así que fui hasta el perchero, donde estaba colgada la valijita porta-notebook, la abrí, inspeccioné y en el bolsillo de adelante, en el que no guardaba nada fundamental como para revisarlo constantemente, dejé caer una diminuta tanga fucsia, que se acomodó casual y divertida en su nuevo rincón, cual recuerdo de perrita trepadora en celo.

- Muchas gracias por haber venido, la verdad es que por el momento no te vamos a necesitar. En realidad tenés mucha experiencia para el puesto que tenemos que cubrir ahora y bueno, estamos buscando alguien más joven.- Se atrevió a decirme como despedida.

- No hay problema. Seguramente tu novia (típica señorita de bien que se mantiene alerta ante el ataque de cualquier tilinga que ponga en peligro su chequera), muy pronto, también va a empezar a buscar alguien más joven y no tan experimentado como vos.




[1] Florencio Sánchez

miércoles, 4 de junio de 2008

El Jockey Club (sede Lugano)

Cuando una trabaja con hombres entiende mucho mejor a las monjas de clausura. Hasta se te cruza por la cabeza unírteles y así poder pasar el día rezándole a un tipo ideal que está muy lejos en el cielo, pero que es bien sabido que ha hecho gozar a Santa Teresa de un profundo éxtasis místico aquí en la tierra.

Me tocó trabajar un duro invierno en los confines de Lugano, a pasitos de la autopista Dellepiane. Un primor de lugar, no sólo por lo trasmano que me quedaba, sino porque la “oficina” consistía en un amplio depósito de hormigón con paredes de 4 m de alto, piso de cerámica helada y abundante personal masculino. Para ser más precisa éramos 3 mujeres y 15 hombres en ese ambiente acogedor, separados el uno del otro por delgados paneles de durlock. Por lo tanto, eso era como un vestuario de cancha después de un clásico reñido: temática futbolera constante, discusión futbolera permanente, vozarrones arrastrando insultos de mil colores y el aire impregnado del hedor rancio de los calzoncillos que emanan la tibieza de una noche con la estufa al máximo. Sí, esos calzones heroicos que han resistido el picadito de ayer a la salida del trabajo, el manoseo de anoche mientras su dueño miraba “Expertos en pinchazos” y el cambio de ropa matinal.

En ese contexto laboral que auguraba un invierno gélido, largo y machista, yo solía soñar melancólica con mis mañanas rosadas en el colegio. Cuarenta bombachas felices encerradas en un aula en la que los lazos femeninos se enredaban en una confusión de desamores incipientes y corpiños que iban creciendo día a día. Pero claro, dicen que la felicidad son sólo pequeños momentos. Hoy esa etapa parece haber durado un instante. Y después a la calle, a enfrentar la masculina realidad en la facultad, en el primer trabajo bajo las órdenes de un déspota, en todos los otros trabajos bajo las órdenes de otros déspotas.

Mis compañeros de la empresa de Lugano no tenían desperdicio. Un séquito de extraños varones que se despachaban con todas sus asquerosidades en mis propias narices. A continuación, haré una breve descripción de los personajes más significativos.

Horacio

Era la voz de Mostaza Merlo empaquetada en 1.60 de altura. Flacucho, barba olvidada y ropa percudida. Ostentaba una foto gris y cruel de su mujer quien, según él mismo afirmaba, tenía 38 años (pero aparentaba 64). En la foto también aparecía su hijo, un nene aburrido que acusaba no tener muchas luces. Ni hablemos de cómo se vestía Horacio: jeans azul eléctrico clásicos (muy Munro), buzos ochentosos (no por la onda retro, sino porque los había comprado, literalmente, en 1984) y un sobretodo largo hasta los pies (yo tampoco sé por qué, María Elena). Horacio fumaba constantemente, un cigarrillo tras otro, y las serpentinas de humo se colaban por entre los boxes y venían a intoxicar mi rincón desde las 9 de la mañana. Su risa nicotínica dejaba ver una dentadura amarronada y ojerosa. Los bordes de los dientes eran negros y el resto ambarino, lo cual le otorgaba un tinte siniestro que desencajaba por completo con en resto de su fisonomía. No era mal tipo, pero lo que le faltaba de maldito lo tenía de asqueroso. Todas las mañanas se servía el café empetrolado en su taza de plástico poroso. Esas tazas que solían venir con las promociones de sopas Knorr 25 años atrás y que estaban hechas de ese plástico permeable, al cual se le impregna toda sustancia que se le arrima. Esa taza tenía un color muy raro e indescifrable: era el color del tiempo gastado por la luz del tubo y la rutina. Del logo de YPF le quedaba sólo el esqueleto. Después de tomar el renegrido café siempre fumaba un cigarrillo, práctica que se repetía innumerables veces durante el día. Cuando en el fondo de la taza quedaban un par de milímetros de infusión, Horacio metía sus dedos sosteniendo la colilla, sumergía la punta ardiente y la dejaba ahí, a medio flotar en el charco de café, como un cadáver abandonado a la vera del Riachuelo.

Miguel

Alto y gordo. También tenía una dentadura repulsiva pero no por el café y el cigarrillo, sino por no haber pisado nunca en su vida el consultorio del dentista. En los dientes tenía costras anaranjadas adheridas para siempre, a las cuáles se le adosaban a su vez los restos de las sustancias alimenticias que iba ingiriendo a lo largo del día. Se jactaba de haber conocido a su mujer en una reunión de solos y solas, de haberse acercado a la mesa dónde ella se encontraba con un par de amigas y de haberla elegido entre todas para sacarla a bailar mientras las otras suspiraban desconsoladas (yo, sin embargo, estoy convencida de que suspiraban de alivio). Él describía a su mujer como alta, rubia y de ojos claros. Debo decir que no mentía para nada, pero sí omitía cierta información, por ejemplo que era muy gorda y muy fea. Los ojos de Claudia se precipitaban por fuera de sus órbitas cual cotillón macabro y barato destinado al festejo de un día de brujas tercermundista en un pelotero de Liniers. En las fotos salía haciendo unas muecas imposibles que me hacían soñar con monstruos espantosos. Miguel le decía “bebu” y nos demostraba su enamoramiento cantando los clásicos de César Banana Pueyrredón, de quién era fiel admirador (no en 1989, por lo menos lo seguía siendo hasta hace 3 años atrás). Pero este personaje tampoco nos ahorraba sus inmundicias, sus relatos preferidos solían estar dedicados a sus peripecias escatológicas. Así que, por la mañana, nos contaba si había tenido o no éxito en el baño, si se sentía hinchado porque hacía 3 hs. que no iba o si había tenido que hacerse un enema la noche anterior asistido por su mujer (este fue el peor: muy temprano y sin escatimar detalles).

Jorge

Petiso y gordo. Pero no petisito, no 1.60 m como Horacio. Jorge medía 1.46 m. Yo misma lo escuché declararle su estatura a Miguel en secreto (en secreto, pero a medio metro de mi escritorio). Así que hasta yo tenía que inclinar la cabeza hacia abajo para mirarlo, situación que sólo se da cuando estoy con niños. Jorge tenía los dedos de las manos cortitos y regordetes. En el dedo mayor de su mano derecha lucía un enorme anillo de oro con una piedra roja, rectangular e inmensa, cual padrino de la mafia italiana pero en versión enano de jardín. Siempre tuve la idea de que ese anillo, de a poco, le iba a ir estirando el brazo hasta que lo arrastrara por el piso y le quedara raspado y curtido. Jorge era un Cuasimodo diminuto que contaba historias absolutamente inverosímiles sobre imaginarias conquistas con una voz ridícula y atroz.

Así trascurrieron mis frías jornadas en las electrónicas oficinas de Lugano, a las que llegaba por la mañana arrastrando un fuerte olor a carne cruda que se me aferraba a la nariz mientras el colectivo paseaba por el corazón vacuno de Mataderos.

Esa experiencia laboral fue mucho más parecida a trabajar de enfermera en el Cottolengo Don Orione que a ser asistente de ventas de una empresa de tecnología. Cada rostro, cada anécdota, cada minuto compartido parecían las más logradas escenas del cine clase B.

Tan inusual era la presencia femenina en ese ámbito que esto no sólo se apreciaba a través de las groserías que rebotaban contra las paredes mugrientas durante todo el día (los machistas suelen creer que hablar a los gritos y decir frases guarangas, en la medida de lo posible elogiando algún culo renombrado, los hace más hombres). En ese lugar todo el entorno sudaba testosterona: diferentes objetos yacían semanas tirados en el piso, las computadoras estaban sucias desde que eran máquinas de escribir (a Horacio casi no se le hundían las teclas de tanto pegote) y la mezcla de olor a cigarrillo y café me hacían pensar cada mañana que en lugar de llegar a la oficina estaba entrando a la pieza de mi supuesto hermano adolescente y malcriado. Hasta para llegar al baño había que atravesar un patio descubierto así estuviera nevando y hacer pis o ponerse un tampón en ese sucucho angosto y glacial con puerta de chapa.

No fue fácil. Mejor dicho, fue tan difícil que no pude tolerarlo y me fui sin que me echen justo cuando despuntaba la primavera. Es que el sólo pensar en pasear mi escote entre esos escritorios me alentaba a huir, aún a riesgo de terminar durmiendo debajo de algún puente. Por lo menos me escapé a tiempo, evitando la inminente pestilencia de las chombas sudadas, el concierto de eructos después de una gaseosa refrescante y los soeces piropos estivales.