- Bien, muy bien. La verdad es que por lo menos me sirvió para estar 10 días sin Plaza de Mayo. Je, je… - Le contaba el limitado mental de mi jefe a algún colega suyo por teléfono tras volver de unas vacaciones en Playa del Carmen.
- ¡Qué paisito! Eh….¡Qué paisito! ¿Qué me contás? La verdad es que me tendría que haber quedado allá. - Y por qué no se quedó, es lo que yo me pregunto.
- Naaaaa…all inclusive. Cuchame, papá, yo fui a la agencia y le dije a la chica: quiero all-in-clu-si-ve. No quiero hacer nada, no quiero mover un dedo. - Suerte que la asesora turística no le sugirió que, en tal caso, lleve a su secretaria.
- Así que yo me tiraba panza arriba (claro, si hubiera intentado echarse panza abajo todavía estaría como un Topi Playa balanceándose para siempre), chasqueaba los dedos y listo, me traían lo que quería hasta la reposera. No hacía nada. ¡Na-da! Mi mayor preocupación era decidir si tomarme una caipirinha o un daiquiri. En esos lugares tenés constantemente a alguien atrás tuyo, atento, pendiente de lo que necesites y, en cuando levantás una mano, ya están trayéndote lo que se te antoja. De diez, gordo…una atención de prima. Sólo faltaba un negro que me apantalle. – La verdad, para hacerla más fácil, no sé por qué no le dijo directamente: “Igual que en la oficina, pero en pleno Caribe Mexicano”.
“All-inclusive”: slogan noventoso de la burguesía menemista cuyo bajovientre rollizo multiplicó sus centímetros (y sus exponentes) gracias a las delicatessen importadas que, por ese entonces, se conseguían a la vuelta de la esquina. Y “todos” pudieron viajar a Miami y comprar los chicles en pomo que, diez años atrás, sólo veían en las películas. Y “todos” pudieron ir a Disney y traer llaveritos de los parques acuáticos con arena blanca, agua turquesa y pececitos de plástico, para reemplazar las conchillas marplatenses con el recuerdo estampado en marcador indeleble.
Pero el verdadero sumum fue que “todos” pudieron ir al Caribe, hospedarse en un complejo hotelero como el de las revistas y ser Susana Giménez por 15 días. Se dejaron atender, se dejaron servir, jugaron a Dinastía y manejaron un Eclipse alquilado en Alamo Rent a Car. Todos los sueños de la década anterior se hacían realidad, es decir, un dólar era igual a un peso, ¿qué más se podía pedir? La venganza de las víctimas de la plata dulce, de los estafadores estafados, de las señoras que suspiraban por los tapados de zorro gris que ostentaba Nelly Raymond y ahora podían tener uno como el de la mismísima María Julia. ¡Qué tul!
Cuarentonas devenidas en Barbies de plastilina trataban de olvidar que habían hecho colas larguísimas los sábados al mediodía en Munro para conseguir un Gatopardo segunda selección, desquitándose contra las vidrieras de los malls que les enrostraban tentadores ofertones. Se enjuagaban en las olas tibias los recuerdos mugrientos de aquellas mañanas baldeando la vereda de su casa suburbana y fingían haber nacido señoras bien dándole órdenes a la mucama del hotel cuando se la cruzaban por el pasillo. Así legitimaban su nivel.
Cincuentones achanchados, disfrazados de Don Johnsons de látex, trataban de convencerse de que jamás habían estacionado su Fiat 600 a tres cuadras de Zodíaco para disimular la modestia del bolsillo, mientras se paseaban por la Collins en descapotable. La brisa de neón les despeinaba los reproches irreversibles que los hacían preguntarse por qué se habían casado en 1974 enfundados en un traje celeste grisáceo, e intentaban movimientos sexies durante la cena en el comedor del hotel, cuando alguna mulatona, con turbante frutal, los tentaba zarandeándose al ritmo del mambo. Así plastificaban su status.
Hoy en día, al caminar por las calles de una Buenos Aires post-devaluatoria, mil basuritas con olor a convertibilidad se nos van metiendo en los ojos. Vuelan de aquí para allá buscando el pozo ciego más cercano en el cuál acomodarse según los tiempos que corren.
Una de esas basuritas, molestas, irritantes y pasadas de moda, es mi jefe. La síntesis de la ignorancia cristalizada en un discurso que tomó prestado de algún programa de televisión, en el que una gorda de piel carbónica con delirios místicos les pasa letra a un montón de cabecitas mediocres.
Así es él, como tantos otros, un rinoceronte dando manotazos de ahogado y rezando porque en la orilla haya algún idiota, tan grande como él, que le tire un flotador. Un simulador, para el cual tener plata significa ostentar un auto importado mediopelo y alardear contando un viaje que la mayoría hizo hace 15 años. Un mitómano cuyo currículum es una burbuja que se sigue inflando cada vez que abre la boca para hacerle creer a algún desprevenido que es amigo de gobernadores que ni siquiera lo atienden por teléfono.
Al igual que tantos otros piojos resucitados, que llenan todos los sábados en Disco el changuito que se llevaban medio vacío del Supercoop, mi jefe cree progresar al comprarse algún frasquito de conservas alemanas o un pedazo de bacalao congelado. Eso lo hace sentir más, lo hace sentir diferente, lo pone por encima de los que compran merluza.
Así volvió de México, desparramando retratos de plástico importado cada vez que se pone a contar las sesiones de masajes, cada vez que elogia la actitud servil de los empleados del hotel, cada vez que aplaude los beneficios del all-inclusive.
Yo me lo imagino a las 8.30 hs de una mañana tropical, con la gorra incrustada en su triste pelada inútil, acomodando su barriga en el asiento del micro, dejándose llevar en un tour de enciclopedia y escuchando, atento y disciplinado, las palabras perpetuas de la guía. Esa es toda su aventura, su viaje marrón por el mundo, su forma opaca de desperdiciar los dólares ahorrados en un paquete turístico de producción en serie.
Y pensar que se cree más jefe pegando tres gritos y chasqueando los dedos para que le retire la tacita del café. Así como se siente más importante contando como hacía bailar a las mucamas del hotel pidiendo un cocktail tras otro para justificar el "todo incluido". Ni sospecha que cada vez que lo dice muestra la más fiel postal de una pensión completa en Mar de Ajó, con entrada se sopa de cabellos de ángel.
El lunes, cuando volvió, pensé que no me había traído nada del viaje. Por un lado sentí un gran alivio, no fuera a ser que me hubiera traído algo horrible que yo jamás me pondría y que él, con su estilo invasivo e intimidatorio, me preguntara todos los días por qué no lo usaba. Pero, de todas formas, no puedo entender cómo una persona que gana 10 mil dólares por mes más gastos, no es capaz de comprar un chocolate de U$S 5 en el free-shop cuando vuelve de algún lado. Si bien él viaja mucho menos de lo que a mí me gustaría, así sea que se vaya a Jujuy o a Canadá jamás me trae nada. A mí, en lo personal, no me afecta. Yo soy su secretaria y apenas me acuerdo de su cumpleaños, jamás le compro un regalo ni le traigo algo cuando vuelvo de las vacaciones. Pero igual me indigna, porque sé que lo hace de amarrete y de machote mandamás que jamás va a fijarse en esos detalles. Sus peones tienen que cumplir todas sus órdenes y obedecer todos sus gritos sin pretender mayores retribuciones ni beneficios que trabajar para él.
Pero me equivoqué. Pasé dos días puteándolo en susurros con toda mi furia mientras añoraba unos Lindts y me los imaginaba olvidados en el aeropuerto, como el dominó multicolor de algún despistado que casi pierde su vuelo.
Me trajo algo pero, para mi desgracia, no fueron chocolates. Me trajo un collar. Un espantoso e imponible collar de hematites. En cuanto lo vi supe que me lo compró sólo porque viajó con su mujer y fue ella la que se acordó. También supe de inmediato que fue ella la que lo había elegido.
Un collar de hematites…esas piedritas negras espejadas con nombre de plaqueta sanguínea que abundaban en las repisas de los negocios de bijouterie en los veranos Gesellinos de la década del 80.
Está visto que el mal gusto sobrevive a las privatizaciones.